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Dominique; por William Ospina

Dominique; por William Ospina

Saint Jeannet

Se cumplía el centenario de la muerte de Rimbaud, y una dama francesa a quien yo no conocía me invitó a almorzar en su casa, para que habláramos del tema.

Cuando llegué, la dama estaba ausente, pero en el sofá de la sala un anciano sonriente jugaba con un gato. Cuando le pregunté de qué lugar de Francia procedía, Maximilien Gottlieb me contestó que, aunque era francés, no había nacido en Francia, sino en un país ahora inexistente: el imperio austrohúngaro. Debió ver en mi rostro la fascinación de estar en presencia de los vestigios de un mundo perdido, y añadió: “yo nací en Sarajevo”.

Muchas lecciones de historia se agitaron en mi mente. Le dije que yo sabía que en aquella ciudad fue asesinado en 1914 el Archiduque Francisco Fernando, un hecho que, según es fama, desencadenó la Primera Guerra Mundial. Maximilien me miró a través de sus gruesos lentes y me dijo con animación: “Pues la víspera de su muerte, yo fui uno de los cientos de niños que lo vimos pasar en su carroza, y que agitamos banderitas de colores ante el cortejo”.

Me costaba creerlo: un hecho que pertenecía para mí a la leyenda, estaba de repente vivo allí, en ese testigo de uno de los momentos definitivos del siglo. Debían de quedar en el mundo muy pocos seres que hubieran vivido aquellos hechos. Un rato después, cuando llegó Dominique, Maximilien y yo ya éramos grandes amigos, y lo seguimos siendo hasta cuando toda la familia tuvo que volver a Francia, años después.

Habían huido de Sarajevo; al cabo de los años Maximilien se hizo francés, y se fue a vivir a Charleville, en las Ardenas, el pueblo mitológico de Rimbaud. Allí había nacido su hija Dominique. Ahora, convertida en la esposa de Patrick Mandrilly, director de la Alianza Francesa, ella había venido a vivir a Colombia y había traído a su padre.

Así comenzó mi amistad con Dominique. Hablamos de Rimbaud, y del deseo que tenían ellos de conmemorar el nacimiento del poeta mediante una serie de lecturas en distintas ciudades de Colombia. Yo me encargué de hacer una selección de poemas, incluso algunas traducciones, y durante varias semanas fuimos de un lado a otro, leyendo en francés y en español los poemas del “prófugo máximo”, como lo llamaba León de Greiff.

También los Mandrilly eran grandes viajeros. Amantes de la literatura, de las artes, de la música, dejaron en Colombia una legión de amigos, y recorrieron el país mucho más de lo que solemos los colombianos. Dudo que hubiera región que no visitaran: con ese espíritu metódico de los buenos franceses, estudiaban las regiones, la naturaleza, las costumbres, parecían echar raíces donde iban.

Y del mismo modo apasionado como lo hacían entonces con Colombia habían vivido antes en distintos lugares del mundo. Más tarde Patrick fue encargado de la Alianza Francesa en Senegal, donde también dejaron su leyenda.

Pero un día decidieron comprar una casa en Saint Jeannet, en el sur de Francia, y Dominique me habló de aquel lugar con extraña fascinación. Yo imaginé una pequeña casa en la campiña, con vista al mar, en los suburbios tranquilos de Antibes, y todo eso era verdad. Pero cuando pude por fin visitarlos comprendí que Dominique no había exagerado en su entusiasmo. El lugar es casi indescriptible: hay que remontar desde la Costa Azul las carreteras sinuosas entre miles de villas campestres, paisajes que tanto amó Picasso en su tiempo y que pintó de tantas maneras distintas; hay que ascender entre cipreses y viñedos, dejando atrás viejos pueblos de piedra, y viendo los enormes peñascos que miran al mar como cabezas de gigantes gastados por los siglos.

La casa de Dominique era la última del peñasco, sencilla, serena, rodeada de árboles floridos, el retiro más grato que uno pudiera imaginar, y recuerdo que un día, hace años, pensando en ese sitio escribí un texto al que tuve que llamar “el lugar más bello del mundo”.

Con Dominique y Patrick recorrimos aquellas comarcas, sobre todo el pueblito de Saint Jeannet, un kilómetro abajo de su casa, excavado en la roca, que parece hecho para ilustrar un verso de Antonio Colinas: “el pueblo es un gran árbol de piedra retorcida”. El pueblo, muy antiguo, es una casa enorme llena de zaguanes y pasadizos, tallado en las cornisas, una sucesión de patios y terrazas que de repente se asoman al abismo de innumerables villas, bosques y pueblos medievales, bajo la cabeza del gigante, y frente al mar azul que en la noche barren los faros a lo lejos. Y esas terrazas tienen como un rumor de Italia en el viento.

Dominique era uno de los seres más alegres que he conocido. Con su cuerpo menudo, sus ojos que tenían el resplandor de los ojos visionarios de su paisano Rimbaud, su permanente interés por los países y las costumbres, y con ese insaciable deseo de viajar, que los llevaba de un lado a otro, de Rusia a la India, de Senegal a Turquía, para volver siempre a ese nido de águilas en las estribaciones de los Alpes.

Dominique amó con pasión este mundo y lo disfrutó como una chiquilla de ojos resplandecientes, de sonrisa incansable, de pies presurosos y palabras llenas de curiosidad y de afecto. Un día me propusieron viajar a Kenia y a Malí, donde tenían amigos y muchas cosas que visitar, pero yo pospuse aquel viaje, siempre creyendo que tendríamos tiempo para hacerlo.

Hay unos versos de Borges que estos amigos siempre me hicieron recordar. Los escribió el poeta cuando le fue apenas permitido ver el Perú y comprendió que este mundo nuestro, inagotable en el espacio, es harto limitado en el tiempo: “Vivo, soy una sombra que la sombra amenaza,/moriré y no habré visto mi interminable casa”.

Ahora Dominique ha cerrado sus ojos luminosos allá, junto al peñasco, y una gran aventura de perplejidad y de gratitud se ha cerrado con ellos. La recordaré unida a este país que tanto quiso, al que volvió a visitar hace apenas unos meses, sin que ninguno de nosotros advirtiera que era su viaje de despedida, pero sobre todo la recordaré unida a esas piedras y esos jardines que escogió para que fueran el escenario final de su aventura. Para Patrick, para Clelia, su hija, y para sus nietos, un abrazo en nombre de todos sus amigos colombianos.

Y para Dominique, un lugar luminoso en todos los viajes que nos queden.