- Prodavinci - https://historico.prodavinci.com -

Palabras cansadas; por Piedad Bonnett

“Negro hijo de puta” y “negro mal parido” le gritó la cartagenera Shirley Berrío al taxista que la estrelló; “Qué dice esta puta barata hipócrita”, escribió José Luis Valladolid, alcalde de un pueblo español, para responder a las críticas de una vocera del Partido Socialista Obrero Español.

Son expresiones que denotan no sólo la intemperancia de los que las profieren, sino sus prejuicios. ¿Cuál habría sido el insulto de la señora Berrío si el taxista hubiera sido blanco? ¿La alusión de Valladolid habría sido sexual si el crítico hubiera sido hombre? Por fortuna cada vez es más fácil poner en evidencia a cafres como estos, y también hay más conciencia del derecho a defender la dignidad y más recursos judiciales para hacerla respetar.

Ahora que el presidente ha puesto sobre el tapete el tema del “desescalamiento” verbal, vale la pena reflexionar sobre el poder de las palabras. Es claro que toda lengua está dotada de expresiones groseras para zaherir, y que erradicarlas sería empobrecerla. Pero, gracias a esa conquista que llamamos civilización, habría que saber contenerlas a la hora de un conflicto, porque son agentes de violencia. Para usarlas como apelativos de abogados malandrines, políticos desvergonzados, guerrilleros sin alma, paramilitares infames, exgobernantes enloquecidos de soberbia, y abusadores del poder, son perfectas, pero pronunciadas en círculos íntimos o para nuestro adentro. Porque ¿se imaginan que la norma fuera desfogar las emociones en público con insultos como los de Berrío o Valladolid?

El lenguaje suele develar los prejuicios colectivos, o venir cargado de expresiones que en otras épocas se usaron frescamente pero que hoy, cuando hemos logrado tantas conquistas por la igualdad social, no nos podemos permitir. Por eso habría que hacer una campaña de “desautomatizar” el lenguaje, como aconseja el profesor Armando Silva, y atrevernos a censurar, desde la misma escuela, toda frase hecha que implique discriminación: “es un maricón”, “tenía que ser una vieja”, “el indio ese”, “un igualado” o “un negro maluco”, expresión de la blanquísima Shirley Berrío.

Si el propósito es “que no tratemos la guerra sólo como un hecho militar sino como una construcción de lenguaje”, como sugiere Silva, el primer paso sería evitar el insulto para calificar al enemigo; pero, también, no abusar de las palabras hasta hacerlas perder su poder de comunicación. A fuerza de publicar páginas y páginas sobre las conversaciones de paz sin ofrecer ninguna novedad real o interpretativa, el periodismo ahoga el tema y hastía al lector, y cae en repeticiones y lugares comunes que en últimas sólo conducen a la simplificación de la realidad. Se trata, en cambio, de buscar enfoques diferentes, que le hagan ver al ciudadano dimensiones del conflicto que no ha contemplado, o de entrevistar a aquellos que proponen soluciones creativas que tengan viabilidad. A veces el relato de un episodio de guerra, como el que hicieron hace poco en El Espectador dos reporteros del programa “Los informantes”, puede ser más eficaz en crear conciencia sobre la necesidad de acabar con el conflicto que varias columnas exigiendo coherencia a las Farc. Porque las suyas son palabras vivas, no palabras cansadas, que ya no queremos leer.