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Terceras Personas, un libro de Fedosy Santaella; por Colette Capriles

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Esta es una colección de cuentos cuyo título no podía ser otro[i]. A pesar de su apariencia inocente, este libro es una especie de obsesiva exploración de todas las variaciones de los amores atravesados, de la profunda conmoción que nos acecha a todos cuando se nos aparecen las terceras personas. A pesar de las diferencias de tono y de situaciones, el libro guarda una misma voz que yo llamaría compasiva hacia los dramas tremendos que emergen en sus páginas. Hay una continua complicidad con el lector, y digo bien el lector, porque este es un libro escrito desde y para una perspectiva masculina: un verdadero manual de las fantasías masculinas en las que el hombre es siempre culpable e inocente a la vez. Aún en los más oscuros, porque hay aquí algunos cuentos que lo son, está presente siempre una tesitura de inocencia, de algo que está más allá del bien y del mal, como si estuviéramos hablando del Adán originario, que mira las flores y los frutos del Paraíso Terrenal con un cándido deseo. Hasta que aparece el fatídico número tres. La serpiente.

Nuestra gran primera experiencia como humanos es la infidelidad, cuando nos damos cuenta de que mamá no existe sólo para nosotros. Y tres es el número terrible, el de la traición, el del desgarramiento, el número de la sospecha y del dolor. El del amor traicionado. Pero también es el número del estremecimiento, de la puerta del paraíso perdido, de lo insondable, del amor súbito y secreto, de la pasión que no quiere saber nada de nada. Esa doble naturaleza del amor contemporáneo es lo que constituye el paisaje de este libro, como también tiene otras “dobles naturalezas”: por ejemplo, la intertextualidad, la referencia a clásicos de la literatura, el cuento dentro del cuento, recursos dramatúrgicos que recuerdan incongruentemente a Tennessee Williams, fragmentos de guiones cinematográficos, gramáticas de lo virtual y el universo de los amores digitales, de las identidades ficticias que ya nadie puede distinguir de las reales. A veces el tercero no es humano, o es un döppelgänger, y el tercero resulta ser uno mismo. O en otros casos, se anhela a un tercero que comparta la insoportable soledad de dos.

Alain de Botton dice que nuestro amor contemporáneo está fatalmente conectado a la identidad. En los tiempos antiguos, el matrimonio era esencialmente un contrato y la infidelidad no significaba nada mientras no alterara los términos de dicho contrato. Es evidente que la felicidad personal (un concepto eminentemente moderno) no entraba en los términos del contrato, y el amor era una mera contingencia, algo que podía ocurrir o que podía faltar sin que la gente sintiera que se estaba perdiendo de algo demasiado importante. Es con el amor romántico, en la modernidad, que el amor se convierte en un objeto en sí mismo y se romantiza la infidelidad: engañar al otro es esencialmente privarle de un bien que es el amor, robarlo de cierta manera en su economía psíquica, en sus pasiones, en su corazón. El amor empieza a formar parte de la felicidad, y se empieza a separar de sus formas contractuales o reproductivas para quedar librado a las pasiones, compartiendo la alcoba con los celos, la envidia, la ira y todos esos muebles psíquicos y haciéndose escoltar por la muerte. Se empieza a establecer en la representación del amor esa continuidad terrible entre amor y muerte, la que Freud va a explorar en Más allá del principio del placer.

Pero el amor contemporáneo es aún más exigente: en la “relación” amorosa se forma (o se supone que debería formarse) un universo de gustos y proyectos y conductas compartidas. Es el escenario más importante de la identidad personal. La infidelidad contemporánea es una interpelación a lo que se es, a lo que cada quien es, no a sus sentimientos ni a sus conveniencias como lo fue en épocas anteriores. Ser infiel es cuestionar al otro, querer reemplazarlo, y perseguir la ilusión de la perfecta identificación cuando, pasados los meses del deslumbramiento que acompañan el inicio de toda relación, se descubre que esa identificación es imposible.

Casi se podría decir, entonces, que el amor contemporáneo está fatalmente destinado al engaño y a la infidelidad, ya que está al servicio de la búsqueda personal por construir la propia identidad, y paradójicamente, esa es una tarea infinita, ilimitada, o más bien imposible, en la que el sexo sirve de fuente que parece tener que renovarse siempre.

Y como dije, este libro apuesta por la inocencia en un sentido si se quiere rousseauniano: en la experiencia misma no hay ni bien ni mal, sino las dos cosas juntas. Uno de los cuentos que creo que mejor resume esto es “Sagée”, y de allí extraigo estas dos citas que marcan como el principio y el final de lo que el libro nos dice (y por cierto, no es casual que sea una mujer la que las dice):

“Esas sospechas sin palabras son peligrosas, en ellas lo dicho no se frota, se calienta, se convierte en una cosa viva que te domina, que te lleva, que te hace meterte donde no debes”.

“Y el amor verdadero no se asume en intensidades, no se corta las venas, no es un arrebato; el amor verdadero es paz y se asienta sobre la realidad y da la cara”.

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[i] Fedosy Santaella. Terceras personas. (Caracas: Libros de El Nacional, 2015).

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