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Soy visto, luego existo; por Piedad Bonnett

Soy visto, luego existo; por Piedad Bonnett 640

Cualquiera que quiera puede verlo en Internet: el bus da un giro brusco, con la puerta abierta, y la jovencita, estrechando fuertemente a su bebé, cae en medio de la calle, y queda tirada allí, inconsciente.

El bus sigue. El hecho es registrado por los medios, que además multiplican el video. La noticia dice que el conductor negó que eso le hubiera pasado a él, pero la evidencia es rotunda.
Gracias a las cámaras que hoy abundan estamos llenos de evidencias. Vivimos en sociedades que jamás apagan su ojo vigilante  y que han sofisticado los medios de control, en buena medida porque en ellas se perdió para siempre la confianza  en el otro, y también porque el auge del terrorismo incrementó las paranoias. Pero el esquema tradicional en el que un poder central, ubicado “arriba”, es el que controla, ha cambiado en unos pocos años. Resulta que ahora cualquiera que tenga en su mano un aparato digital puede registrar los hechos. Un ciudadano corriente  graba  desde su ventana cómo huyen los asesinos de los periodistas de Charlie Hebdo, otro cómo los policías de USA le dan una paliza a un negro hasta matarlo., y otro más, aquí, el “usted no sabe quién soy yo” de un ensoberbecido con unos tragos en la cabeza.  Ahora, pues,  podemos hablar de una vigilancia extendida, democratizada, que cambia el paradigma y que le da poder de control a cualquiera. Incluido  aquel que usa su grabación para amenazar o chantajear.
Pero el fenómeno tiene otro matiz. El deseo incontrolable de consignar en imágenes la realidad llega a unos extremos increíbles. ¿Cómo explicarse que un pasajero del vuelo de Germanwings que fue estrellado por su piloto haya tenido la sangre fría de sustraerse  al horror de su inminente muerte, y grabar los últimos momentos de pánico de los pasajeros? ¿O que un escalador que filma el terremoto en Nepal termine consignando su propia tragedia, cuando queda semi-sepultado por la avalancha? ¿Será que la pasión testimonial llega hasta ese punto, o que ha empezado a pensarse que la realidad no existe si no se la registra?
En un plano más ordinario, está también la fiebre de comunicar la cotidianidad en las redes, que nos convierte a la vez en exhibicionistas y voyeristas. Como ya se ha dicho,  casi todo lo que aparece en Facebook o Instagram son recortes de realidad que suelen ocultar la parte aburrida o triste o sucia de nuestras vidas. Lo que ve el ojo es un enorme caleidoscopio que no revela casi nada, un hostigante aleph en el que lo sustancial y lo banal no se diferencian.
Sería maravilloso saber que esta avalancha de imágenes equivale a un enriquecimiento de la memoria. Desafortunadamente no. Por un lado la sobreabundancia achata la realidad, impide que apreciemos sus picos; por otro, convierte todo en efímero y deleznable. Nunca como ahora hubo tantas fotos para el olvido. La fotografía que parecía detener el tiempo, fijarlo como historia, es ahora sólo patrimonio de los profesionales. Como es obvio, no son los medios los culpables de la saturación del ojo sino la sociedad narcisista que los maneja. Esa que ha exacerbado el yo que se toma selfies o que opina “me gusta”, hasta hacerle creer que es el centro del universo.