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Alexis Márquez Rodríguez: In memoriam [1935-2015]; por Mari Montes

Alexis Márquez

Alexis Márquez Rodríguez dejó una fortuna.

Somos afortunados por haberlo tenido. Hombres como el profesor Alexis Márquez Rodríguez son privilegios extraordinarios.

Era una bendición. Aunque él se reconocía ateo, era un gran lector de la Biblia y respetó los mandamientos, naturalmente. Alexis Márquez Rodríguez fue un hombre bueno y generoso. Vivió enamorado de su esposa, dedicado a sus hijos y después a sus nietos y a los alumnos, quienes al final de su trayectoria, cuando hizo radio y televisión, se ampliaron a un número incalculable, sumados a los que tuvo cuando fue maestro de escuela, en el Liceo Andrés Bello, en el Instituto Pedagógico de Caracas y en la Universidad Central de Venezuela.

A mí me gustaba llamarlo por su primer nombre, Gregorio; don Gregorio, como su papá. A él también le gustaba. Era un guiño entre nosotros. Le gustaba hablar de su padre, el herrero, de quien se sentía tan orgulloso al recordar su infancia en Acarigua y rememorar sus primeros libros. Entonces aprovechaba para hablar de Robinson Crusoe y de cómo aquellas aventuras lo habían interesado por las letras.

Disfrutaba invitando a leer porque “a escribir se aprende leyendo”, decía para responder a quienes le pedían fórmulas para ser escritores. “Que la musa te agarre sentada frente a la máquina”, era otro de sus consejos. Creía en la inspiración, pero insistía en que había que buscarla; instía en lo importante de la disciplina de sentarse a leer y también a escribir.

La herencia que nos deja Alexis Márquez Rodríguez a quienes hablamos castellano es infinita. Hizo todo lo posible para que se mantuviera el buen gusto por la lectura, para que se hablara y escribiera bien. No le gustaba decir “correcto”, sin embargo dio todas las explicaciones, los argumentos y las razones para que usáramos el idioma con propiedad.

Me gustaba decirle que era mi amigo más poderoso desde que me contó, como si fuera cualquier cosa, que a lo consultaban para que algunas palabras entraran en el diccionario.

Eso era, de verdad, poder.

No era inflexible a pesar de ser un académico. Tenía la gran virtud de enseñar con humildad, con las palabras pertinentes para hacerse entender por sus auditorios. Explicaba que el idioma está vivo y por eso cambia. Le preguntaba a sus nietos cuáles eran las nuevas palabras para estar actualizado y saber qué significaba que le dijeran que era muy “cool”.

Tenía paciencia. Podía responder 187 veces a cualquier duda. Cuenta que inventaba respuestas cuando volvía a oír la pregunta “¿por qué no se dice habemos ni hubieron?”. Qué sabrosas sus lecciones, su prosa para decirnos cómo conjugar un verbo o contarnos el origen de una palabra, su uso o su abuso. Fue el gran defensor del castellano, desde todas las tribunas que tuvo durante su vida, aunque nunca ejerció la profesión de abogado con la que egresó de la Universidad Central de Venezuela.

Alexis Márquez Rodríguez no guardó rencores a nadie. No se ocupaba de guardar facturas con quienes no valoraron su talento y lo apartaron. Él seguía su camino y siempre conseguía un espacio para seguir su cruzada por enseñar el castellano.

Sensible. A veces compartía un poema y se le quebraba la voz. Se emocionaba al sentirse querido por sus lectores, por sus escuchas de la radio o la televisión.

Lo llevaremos en el corazón, en cada frase con sentido y compromiso. Nos encontraremos con él siempre, en todos los libros, en las aventuras y las esperanzas. La última vez que hablamos, hace unas semanas, le dije:

— “Dios te bendiga”.

— “¡Amén!”— me respondió, y me regaló otra sonrisa.

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