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Bolivia, Chile y el mar; por Edmundo Paz Soldán

Alegatos en La Haya. Fotografía de La-razon.com.

Alegatos en La Haya. Fotografía de La-razon.com.

Entre los recuerdos más vívidos de mi adolescencia se encuentran las ceremonias cívicas por el día del Mar. Ese 23 de marzo, los alumnos de medio de los colegios privados y fiscales desfilábamos por las calles de Cochabamba, y terminábamos en la plaza Cobija, donde escuchábamos los discursos de las autoridades. Todos los discursos eran blandos, predecibles, pero había uno, el de Gaby del Mar, que destacaba. Gaby, siempre muy bien vestida en esas ceremonias y con una patriótica escarapela en el pecho, era presidenta del Comité Pro Mar Boliviano. Su furor con el tema del mar le había ganado ese apodo. Había que escucharla hablar desatada de los chilenos invasores, de la sangre derramada, y del hecho inevitable de que algún día, por la razón o la fuerza, volveríamos a las costas perdidas. Podíamos estar distraídos, pero cuando hablaba Gaby la escuchábamos. Descubríamos el poder de la retórica, la capacidad de un político para exaltar a la multitud. Terminado el discurso salíamos mejores, listos para el combate. Por suerte no había ningún chileno cerca, nos decíamos, porque nos la pagaría en ese instante. Todo volvía pronto a la normalidad –¿nosotros, por la fuerza? ¡Si en menos de una hora Chile puede tomar el Palacio Quemado!–, y de Gaby del Mar no volvíamos a saber hasta el próximo 23 de marzo. Nunca hubo otro líder regional que le tomara la posta, hubiera sido difícil.

Yo vivía en el barrio de la Recoleta e iba al colegio Don Bosco, a unos diez minutos caminando. En el camino cruzaba por el puente del Topáter y la estatua de Eduardo Abaroa, que a veces lucía polvorienta y otras brillaba con el fulgor de la pintura nueva. Abaroa apoyaba una rodilla en el suelo, tenía la escopeta levantada y estaba a punto de pronunciar la frase heroíca con que había pasado a la historia, cuando, defendiendo el puente del mismo nombre durante la guerra del Pacífico, gritó al intimársele rendición: “¿Rendirme yo? Que se rinda su abuela, carajo”. Mis compañeros y yo nos preguntábamos qué significaba ser héroe; había tan pocos en nuestra historia que eso hacía aun más grande a don Eduardo. Curiosamente, en colegio nunca nos enseñaron nada de la persona detrás del retrato. Mucho después me enteré de que Abaroa era un empresario que había ido a Calama a arreglar asuntos privados, que ahí lo agarró la guerra, y decidió ofrecerse como voluntario y quedarse a pelear, aun sabiendo de la inferioridad numérica de las tropas bolivianas.

En el Don Bosco me impresionó mucho la lectura de un libro de un filósofo boliviano, Guillermo Francovich -hoy olvidado–, que hablaba de que uno de los mitos profundos de Bolivia era el del destino adverso, la sensación que se tenía de que, no importara lo que hiciéramos, las cosas nos iban a salir mal. Se recordaba el hecho de que hubiéramos perdido todas las guerras, incluso contra el Paraguay, que supuestamente debíamos ganar. La culpa de ese destino adverso -esto no lo dijo Francovich, lo decíamos nosotros en el colegio- la tenían los chilenos por habernos dejado sin mar. Éramos un país enclaustrado, en permanente crisis económica debido a que los puertos nos quedaban lejos, y sin una mentalidad abierta debido a esa mediterraneidad. No podíamos mirar más allá de nuestras narices, nos topábamos siempre con las montañas. Necesitábamos el mar. Era cierto que esa falta de acceso afectaba, pero no que de eso se dedujera que la usáramos como excusa para todos nuestros problemas. En eso imitábamos a nuestros políticos, que apenas se veían en un lío agitaban la bandera nacionalista y recurrían a Chile para unificar el país. Podíamos estar en desacuerdo en muchas cosas, pero en ese tema coincidíamos todos.

La culpa también la reservábamos para nuestras élites dirigentes, los gobernantes que no fueron capaces de construir un proyecto de nación incluyente, abarcador. Otro de los grandes momentos del imaginario popular es cuando el general Hilarión Daza, presidente de Bolivia, se entera en pleno carnaval de que las tropas chilenas han invadido el territorio nacional, y hace lo que todo buen dictador: decretar que continúe la fiesta y ocultar por unos días la noticia de la invasión. Perdimos la guerra por culpa de un presidente que quiso seguir en carnaval, decíamos. Una imagen demasiado acertada como para que fuera realmente verdad. En todo caso, es lo que queda: la guerra del Pacífico es para nosotros un presidente enredado en las serpentinas del carnaval y un héroe acordándose de la abuela de los enemigos minutos antes de morir.

Se nos inculcó un antichilenismo a medias. Chile era el usurpador, pero eso no implicaba que en colegio no nos hicieran leer a Pablo Neruda o a José Donoso. En el equipo de fútbol de mi ciudad, el Wilstermann, jugaban dos chilenos, Víctor Hugo Bravo y Abel Gangas. Luego llegó otro, Víctor Eduardo Villalón, que incluso se nacionalizó y jugó por la selección nacional (uno de ellos puso luego una sandwichería cerca de mi casa, se llamaba el Once y yo no sabía por qué; ahí descubrí los Barros Luco y los Barros Jarpa). No había contradicciones: Chile, la abstracción, era el enemigo a odiar, uno de los culpables de nuestro destino adverso, pero luego, en la cancha de fútbol, admirábamos a los chilenos que nos llevaban al título nacional, y a los quince años plagiábamos poemas de Veinte poemas de amor y una canción desesperada para nuestras novias. No faltaban los chicos de la clase media que querían ir a estudiar a Santiago, y tampoco los familiares con enfermedades serias que iban a hacerse ver a clinicas chilenas. Para los largos feriados, Arica e Iquique eran opciones viables; además, se podía ir por tierra.

Los primeros chilenos de los que me hice amigo fueron compañeros de universidad en Berkeley y escritores que conocí gracias a antologías y ferias del libro. Curiosamente -o quizás no–, el tema del mar no fue crucial con ellos; nunca hubo un intercambio agresivo de opiniones ni mucho menos. Es cierto que detectaba en algunos un amable sentimiento de culpa, que no les quitaba el sueño pero que tampoco tardaban en exteriorizar. Apenas sabían que era boliviano me decían que estaban conmigo, que les encantaría que Bolivia tuviera mar, aunque estaban conscientes de las dificultades, el sector conservador del país no cedería fácilmente. Viajé a Chile la primera vez a fines de los noventa, y sentí que tanto apoyo era sospechoso. Quizás decían esas palabras por quedar bien con el visitante. O quizás simplemente pensaban que sí, que no estaría mal solucionar un problema de tan larga duración. En todo caso yo nunca les eché en cara ni su apoyo ni su indiferencia a la causa marítima. Nuestra amistad discurrió por otros caminos. Siempre supimos que la historia estaba ahí pero que era más lo que unía que lo que nos separaba.

Yo pertenecía a una generación y a un país con baja autoestima, que veía el tema del mar con resignada nostalgia, el sueño del puerto propio como una utopía. Las cosas han cambiado desde entonces. Ahora Bolivia se siente más segura de sí misma, y asiste a los alegatos en La Haya convencida de que la razón y la emoción la asisten. Y recuerdo a un compañero en la universidad cuyo padre había participado en el equipo negociador por el tema del mar, en los años de Pinochet. Tenía mapas del puerto que Chile nos concedería y los colgaba en las paredes de su escritorio. Quería seguir la estela de su padre, y yo llegué a admirarlo, pero sospechaba que esos mapas solo serían parte de un atlas de países imaginarios. Tanto él como la gran mayoría de los bolivianos -entre la que me incluyo– ya no creemos en el mito del destino adverso y preferimos culpar de nuestros errores a nosotros mismos y no a Chile. También pensamos que es hora de que el sueño del mar se realice.