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Locos de Carretera (o ‘Cómo ejercer la vanguardia en la música venezolana’); por Juan Víctor Fajardo

Locos de Carretera (o cómo ejercer la vanguardia); por Juan Víctor Fajardo 640

ROCKANROLLA Live Bar & Food es un antro roquero en Maturín que huele a madera húmeda, aceite para freír y ambientador de vainilla. Como otros bares del mismo estilo, éste no tiene ventanas. Cuenta con una breve fachada tras la cual se extiende el local como un largo pasillo grunge, con una barra nutrida a la derecha, diez o doce mesas al fondo, y una tarima al final, donde esta noche van a tocar los Locos de Carretera.

Tiene ambiente el lugar, y ya los locos me habían contado sobre el enfoque particular de la gira. Pero de todos modos sorprende, en vivo luce distinto. Sorprende ver a Edward Ramírez y a Manuel Rangel metidos en este bar, probando sonido con un cuatro y unas maracas en un sitio que sirve a-rock chino, variedades fritas y pizzas con nombres de metaleros. No cuadra el lugar. No cuadra la escena. Poco a poco se va entendiendo.

El nombre de la gira es importante porque el viaje es real, no es solo cuestión de marketing. En su primera edición, los autodenominados “locos de carretera” se subieron a un Volkswagen Fox y entromparon las vías del occidente venezolano. Iban junto a los locos la experta en redes Natassha Rodríguez y el fotógrafo Alexander López. Dieron once conciertos en ocho días. Once tarimas inusuales para mostrar sus experimentos. Tocaron en Guanare, Barquisimeto, Mérida, San Cristóbal, y les quedaron las ganas de seguir rodando.

Ahora estamos en Maturín, siete meses más tarde, porque Edward y Manuel cuadraron una segunda vuelta. Esta vez son diez toques en once días y los locos van más cómodos que de costumbre. Consiguieron el patrocinio de un microbús con conductor incluido y se trajeron al ingeniero de sonido Alexander Vanlawren, alias el Vampiro, quien hace meses estaba en Las Vegas festejando su primer Grammy Latino.

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Van más cómodos. Hay ocho puestos en el microbús y las maletas y los instrumentos no se atraviesan en el camino. Los locos no tienen que manejar ni tampoco tienen que montar sonido. Natassha repite. Cambió el fotógrafo. Se unió el maestro flautista Luís Julio Toro como invitado especial y tocó con Manuel y Edward en las primeras siete paradas.

Lecherías, Guariare, Los Cachicatos, Rio Caribe, Carúpano, Puerto Ordaz, Ciudad Bolívar, Maturín, Cumaná, Margarita: 2.500 kilómetros de asfalto oriental entre los nombres de estas localidades. Todo esto ¿por qué? ¿Por la música? ¿Acaso es así de simple lo que los mueve?

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Locos de Carretera (o 'Cómo ejercer la vanguardia en la música venezolana'); por Juan Víctor Fajardo 640A

“Hala aquí”, dice el maestro flautista Luís Julio Toro cuando llegamos al Golfo de Cariaco. No caigo. Hacemos fila para abordar un peñero y el maestro insiste. Se voltea con el meñique extendido hacia Florentino Mendoza, actual director de la Orquesta Sinfónica Juvenil de Chacao y coordinador de los conciertos a los que vamos. “Hala aquí.”

Florentino hala, ingenuamente, y lo sobresalta la predecible sonoridad de la flatulencia. Aún así suelta la carcajada. “Tenía años que no me jugaban ésa”, dice y abordamos el bote para el cruce del golfo.

Al otro lado del agua, está la aridez peninsular de las costas de Araya y el amarillo araguaney del árbol Pui que se da en la zona. Más adelante está Guariare, donde no llega la luz y normalmente no llegan los conciertos.

Guariare es un pueblo de quince casas a orillas del Golfo de Cariaco habitado por gente que vive de la pesca. Cuando se detiene el peñero, esa gente nos dice que pusieron las redes sobre la arena para hacer espacio para el concierto. Un pequeño refugio de tres paredes junto a la playa es una sala de lujo. Un solo bombillo ilumina la escena.

Prepararon la planta a gasoil; enchufaron el sonido, la computadora, los pedales, el bombillo; llegaron otros peñeros con público para el concierto. Una viejita emerge, con su andadera, de un rancho de zinc para asistir a la velada.

Luís Julio y los locos están conmovidos, incrédulos ante lo que observan está pasando. Treinta o cuarenta personas los miran: sentadas en sillas plásticas, paradas, echadas sobre las redes a cuatro metros del mar.

“De esto se trata el proyecto”, uno loco dice. “Esta es la idea”.

Locos de Carretera (o 'Cómo ejercer la vanguardia en la música venezolana'); por Juan Víctor Fajardo 640B

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La idea es comerse todas las flechas posibles menos las de la carretera. Si no existe un cuatro acústico con cuerdas de metal, hay que crearlo. Si el trazo de las maracas nunca se ha procesado electrónicamente, hay que hacerlo. Y así… En 2014 Edward bautizó su segundo disco como solista, Cuatro, maraca y buche, y Manuel presentó su proyecto Maraca fusión en Caracas. Ambos llenaron la sala.

Así que no es casualidad que este par se junte. Después de todo, el cuatro y las maracas son instrumentos siameses de la tradición venezolana. El tema es que hay más. Estos locos tienen otras afinidades.

En 2012, por ejemplo, Edward Ramírez fue el primer venezolano en asistir a OneBeat, un programa de intercambio en Estados Unidos que reúne a treinta músicos del mundo durante un mes de residencia artística. El objetivo del programa es el intercambio mismo, la creación, la innovación del sonido. Ese año Edward viajó con el cuatro y el año siguiente participó Manuel Rangel, quien se presentó como un electronic tapara player.

Además de OneBeat, Edward y Manuel también son ganadores de El Silbón de Oro, el festival internacional de música llanera más importante de Venezuela. Se han destacado con sus instrumentos en los ámbitos más exigentes de la tradición venezolana. Manuel ganó el Silbón a los 18 años, en el 2005, como mejor maraquero. Edward fue el mejor cuatrista del 2011 y también tocó en el mejor conjunto llanero.

Están acostumbrados a viajar por el mundo a dar conciertos. Participan en la Movida Acústica Urbana y muchas otras agrupaciones. Edward es miembro fundador de C4 Trío. Son dos músicos en ebullición al calor de la realidad venezolana y yo les pregunto: ¿por qué? ¿Por qué Ciudad Bolívar y Los Cachicatos? ¿Por qué no Manhattan?

“Para allá vamos”, me dice Edward, “en julio de este año”.

Por ahora lo urgente es llegar a Ciudad Guayana.

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Entramos a Puerto Ordaz y por la acelerada dinámica de la gira, a veces los locos llegan a una ciudad directo a montar sonido. Como ahora, en Puerto Ordaz, con el público ya sentado en la Sala de Arte Sidor.

“No sirve, rey”, dice Vampiro. “El alternador no sirve”.

Sin sonido el concierto no sirve.

Este experimento musical itinerante quiere redefinir las fronteras sonoras del cuatro y de las maracas, pero el éxito de su esfuerzo pasa por un tomacorriente.

O por un fusible, dice Vampiro. “Pudiera ser un fusible”.

Esto lo sabe el percusionista venezolano Juan Berbín, quien inventó las maracas que Manuel usa para la gira. Juan vive en España, pero al tocar con Manuel en un concierto en Caracas se acordó de una vieja idea que tenía olvidada. Se puso de acuerdo con Manuel y juntos le aplicaron una modificación inédita a un par de maracas.

Juan le pegó micrófonos de contacto a la superficie externa de las taparas y convirtió en vibración la fricción de las semillas. Luego conectó los micrófonos a la computadora y produjo un sonido que sonaba a un idioma distinto. “Toma”, le dijo Juan, “esta idea te corresponde.”

Por eso hay que abrir el alternador y revisar el fusible.

El toque va con retraso. Son unas cien personas. En primera fila está el maestro cuatrista Alfonso Moreno, una leyenda del joropo oriental en Venezuela. Luís Julio pasa la navaja. Vampiro abre el alternador y sí, un fusible quemado. Luego lo insólito: dentro del alternador hay un fusible nuevo, idéntico, de repuesto. Listo.

“Triunfamos”, dice Vampiro. “En la próxima ferretería hay que pararse a comprar fusibles”.

Salimos de Puerto Ordaz y vino Ciudad Bolívar y nadie volvió a pensar en la ferretería. Y sólo hubo buena música y buen sonido y eventualmente pasamos por Cumaná y luego llegamos a Margarita para el concierto final de la gira.

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Esta noche los locos cierran el viaje en el Hard Rock Café de Porlamar y el sitio está casi vacío. Poco a poco llegan amigos y conocidos. Llega Marina Bravo, la cantante invitada de la noche, y entran otros amigos de Edward y de Manuel a ocupar las mesas. Hay más amigos en el local que entradas vendidas. Surgen, inevitablemente, las cavilaciones sobre esa pregunta inicial, sobre el por qué de este gran esfuerzo.

Edward luce distraído. Los locos entran en escena y por décima vez en once días dan inicio a su repertorio. Abren con un merengue caraqueño compuesto por Edward y continúan con un bambuco colombiano que según ellos ya es casi venezolano.

Junto a la pared, una familia en una mesa larga habla y da la espalda a la tarima. Vampiro controla el sonido desde un i-Pad junto a la barra. “Algo pasa,” me dice, “los muchachos están desconcentrados.”

Subo a la terraza en el piso dos para observar la misma escena desde otro ángulo. Arriba la música es un lenguaje pequeño de breves gestos sobre el escenario. Sube Marina Bravo a cantar y se va soltando el concierto. Habla Manuel.

“Venimos de la tradición,” dice, “nos formamos en ella. Pero hay una generación de relevo que viene y no podemos truncarle la libertad de la creación musical. Ustedes dirán que el cuatro y las maracas son solamente instrumentos tradicionales, pero por eso queremos contarles esta cronología, mostrarles cómo han evolucionado estos dos instrumentos y compartir con ustedes hacia dónde vemos que seguirán creciendo.”

El próximo tema es un joropo tuyero del maestro Fulgencio Aquino, titulado Pajarillo ocumareño. Edward lo adaptó a las nuevas cuerdas de su cuatro especial, “el primer cuatro con cuerdas de metal que jamás haya existido en Venezuela,” dice el maraquero.

“Edward ha hecho una investigación extraordinaria,” continúa. “Ha marcado pauta en nuestra tradición musical. Nunca antes se había visto un cuatro como éste con el que toca un repertorio hecho para las 35 cuerdas del arpa tuyera. Lo fabricó el luthier Rafael González con estas cuerdas de metal a petición de Edward, quien buscaba emular las cuerdas de acero del arpa tuyera. Ahora Edward está incursionando con el instrumento en un género en el que el cuatro antes no figuraba ni de acompañante.”

Las palabras llegan, tardan, pero funcionan. Ya el público quiere escuchar el nombrado instrumento y Edward recuerda por qué está aquí, tocando en el Hard Rock Café, diez días después de haber salido de Caracas.

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Los Locos tocan el Pajarillo ocumareño y luego sube a la tarima Jhoabeat, un joven beatboxer venezolano que hace malabarismos con la voz, que en su caso es toda una gama de instrumentos. Edward se pasa al cuatro eléctrico. Manuel vuelve a las maracas tradicionales. Comienza un tema a tres que hace que la gente se enderece en las sillas. Hay gente grabando de pie con sus celulares. En la mesa larga, alguien pide que le pasen el potecito de la salsa rosada.

Irrumpir en la banalidad con música de vanguardia. Por eso vale la pena el kilometraje. Forjar nuevas fronteras para el cuatro y las maracas a través del viaje. Hacerlo aquí, donde está arraigada la tradición, en el interior de Venezuela.

Y si van al salón de baile en Los Cachicatos y llegan más de noventa personas: ¿Qué sentirá la gente? ¿Qué crearán los niños mañana a partir de esta música pionera?

Se acercan los amigos a felicitar a los locos. Ahora les toca ir a grabar unos temas para el disco de un compañero. Son las diez de la noche. Es domingo. Viene la rutina del desmontaje. Mañana es lunes y toca el ferry. En julio Nueva York. En noviembre los llanos.

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