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Petro, Valencia y el 9 de abril; por Santiago Gamboa

Petro, Valencia y el 9 de abril; por Santiago Gamboa 640

La historia es lenta y en ocasiones gira y da vueltas sobre sí misma, pero lo que hemos visto hasta ahora en Colombia es la suprema quietud. A pesar de que durante décadas pasaron muchas cosas, en el fondo todo siguió igual, y cuando algo innovador o reformista surgió en el horizonte fue rechazado sin más por nuestra dirigencia social y política. Por eso seguimos siendo, en lo esencial, la misma sociedad aristocrática y racista del 9 de abril, la que de un lado asesinó y del otro lloró a Jorge Eliécer Gaitán. Esto es aún más visible cuando, paradójicamente, se empiezan a notar ciertos cambios.

Lo pienso ante la increíble propuesta de Paloma Valencia (como decía mi abuelo: “Hablando de burros me acordé de mi comadre”), ese súmmum del racismo y la exclusión, que parece provenir de otra época. Y es cierto, es de otra época, porque esa aristocracia que la comadre Valencia representa es muy antigua pero todavía está ahí, vivita y coleando, y por supuesto aún pelea por mantener sus privilegios de clase, raza y jerarquía. Para ella los derechos civiles de los indígenas fueron una concesión exagerada que su estirpe ya debió tragarse en términos de tierras hace algunas décadas, como para que sigan hoy con sus reivindicaciones. “¡Qué descaro!”, pensará. O incluso, en esa modalidad racista del español que es el bogotano clásico, habrá exclamado, “¡Tan guaches!” (recuerden que “guache” quiere decir joven en lengua chibcha, y “guaricha” mujer joven o niña).

Lo curioso es que este episodio fue poco después del gran debate nacional de rechazo a la inefable frasecita “Usted no sabe quién soy yo”, que es el eslogan o el sello de marca de ese mundo obsoleto que Paloma Valencia representa y defiende. Probablemente ella ni siquiera lo pensó, pero es como si el subconsciente la hubiera empujado a una actitud defensiva de clase. Como si dijera: está bien, no vamos a volver a sacar los pergaminos, ¡pero tampoco exageren!

Santos ha dicho varias veces que quiere ser recordado como un traidor a esa misma clase, y la verdad es que lo está logrando, sobre todo con el proceso de paz que tanto asusta a los partidarios del inmovilismo, aquejados (cuando no es por interés) de una patología que podríamos denominar “el miedo del recluso a la libertad”. Para Paloma Valencia y su casta, el proceso de paz es realmente una catástrofe. Nada mejor que mantener un conflicto en su propia periferia —no en sus bellos barrios, sino en la tiniebla exterior habitada por clasemedieros mestizos, campesinos, pobres, indios, zambos y negros— que les permita seguir dividiendo el mundo entre buenos y malos, siendo ellos los buenos, claro, y pudiendo acusar de terrorista a todo el que se queje o abra la boca.

Los furibundos ataques a Petro están en este mismo contexto, en esa colombianísima versión judicial de la lucha de clases de Mr. Ordóñez & Cía., en la que el sistema aristocrático no sólo intenta defender su supervivencia sino mantener limpio su ecosistema, pues aún se preguntan, aterrados: ¿cómo pudo alguien como Petro Urrego, que viene de la periferia onomástica y de la intemperie social, habérsenos metido a la Alcaldía? Y puede que agreguen, con esa “r” palatal líquida tan capitalina: “¡Qué horror!”.