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¿Y la ética para qué?; por Piedad Bonnett

Y la ética para qué por Piedad Bonnett 640

Es claro que la corrupción nos está devorando. Para donde miremos, ahí está: entre los políticos, los banqueros y los empresarios; entre los burócratas, en el Ejército, la Policía, las cárceles y el sistema judicial; y en barrios y veredas, afectando la cotidianidad de la gente, porque la extorsión y el boleteo son instrumento común de la guerrilla, los paramilitares y las bandas delincuenciales.

La corrupción, como sabemos, no es sólo un mal nacional, sino un fenómeno global del cual muy pocos países se salvan, algo que no sirve, sin embargo, de consuelo. Más bien incita a preguntarse el porqué de esta peste que nos condena a chapalear en un mundo putrefacto. Los especialistas se la atribuyen hoy a la paulatina privatización de lo público, a la alta concentración de ingresos y a la desigualdad propiciada por el capitalismo, a la falta de credibilidad y legitimidad política de los gobiernos, a la avidez de ganancia propia de la sociedad de consumo, a la degradación de la política en el mundo contemporáneo y a otros factores imposibles de enunciar aquí.

Explicar su existencia en una sociedad como producto de una tradición histórica es simplista porque, entre otras cosas, en cada época y lugar la venalidad tiene distintas causas y manifestaciones. Lo que sí es claro es que la corrupción, por individual que parezca, sólo puede darse dentro de sistemas articulados de tal modo que permitan altos niveles de impunidad, que es lo que se revela cuando estalla cualquier escándalo, bien sea el de Interbolsa o el del cartel de los pañales o el que ahora nos ocupa, el de las cortes y el señor Pretelt. Una consecuencia positiva de su feroz arremetida en los medios fue que puso en evidencia que el entramado de marrullerías en las esferas judiciales es corriente y que las consideraciones éticas son pocas a la hora de salvar el pellejo. Algo facilísimo aquí: o bien huyendo en un avión o blindándose detrás del poder. O si no veamos un ejemplo rampante: mientras Yidis pagó cárcel por cohecho, ahí siguen los que indujeron el delito, tan campantes.

A esos poderosos, además, les parece que “la corrupción es inherente a la condición humana”, esa frase tan altamente filosófica pronunciada por Miguel Nule, miembro del carrusel de las contrataciones, cuya sabiduría está a la altura de la promesa electoral del presidente Turbay de “reducir la corrupción a sus justas proporciones”. Proporciones cuya justeza no sabemos dónde está escrita. Al repertorio de frases filosóficas nacionales —entre las cuales se cuentan unas bellísimas como la de “es mejor ser rico que pobre”, de Pambelé, o “perder es ganar un poco”, de Maturana— se suma ahora la del abogado De la Espriella, para el cual “la ética no tiene que ver con el derecho”. Ni con nada, pareciera, para ese puñado de abogados, siempre los mismos, consagrados como estrellas mediáticas, siempre envalentonados y prepotentes. Cuando los que detentan el poder se corrompen, la sociedad entera tiende a la frustración y al relajamiento ético. Más aún en una sociedad como la nuestra, donde la falta de sanción moral se ve en cosas tan sencillas como consagrar en la tevé como ídolo nacional a personas como Diomedes, de ética tan relativa. Y así nos va.