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Carlos Pacheco [1948-2015]: pasión y compromiso más allá de la vista; un texto de Arturo Gutiérrez

El escritor Carlos Pacheco falleció este 28 de marzo de 2015 en la ciudad de Bogotá. En Prodavinci lamentamos mucho la muerte de un autor e investigador que se mantuvo cercano a nuestro proyecto. En esta triste ocasión, el poeta y ensayista Arturo Gutiérrez Plaza ha cedido el texto que leyó en el Paraninfo del Rectorado de la Universidad Simón Bolívar, con ocasión de haber sido nombrado Profesor Emérito de esa universidad el 3 de julio de 2014, justo el día. Es nuestra manera de recordarlo como el gran lector e investigador que dedicó su vida a la literatura y la docencia, desde el mundo de las ideas y la vida. Nuestro abrazo de condolencia a sus familiares, colegas, alumnos y amigos.

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Hace algo más de un lustro, un 8 de diciembre de 2008, nuestro querido y admirado profesor  Carlos Pacheco Pacheco,  a quien hoy le será conferida por el Consejo Directivo de la Universidad Simón Bolívar la distinción de Profesor Emérito, le correspondió ser el orador de orden en el acto de otorgamiento del Doctorado Honoris Causa, por parte de nuestra universidad, al escritor e intelectual Mario Vargas Llosa.

En aquella ocasión, el profesor Pacheco configuró su discurso mediante la técnica del contrapunteo entre el testimonio personal, en el que rememoraba las singulares circunstancias de la primera ocasión en que tuvo la oportunidad de ver y escuchar a Vargas Llosa, en Manizales, Colombia, en 1971, y por otro lado, nos brindaba un conjunto de reflexiones, a la luz del presente, desde Sartenejas en ese 2008, sobre el valor de los aportes literarios e intelectuales del autor de La ciudad y los PerrosLa guerra del fin del mundo y La fiesta del chivo, vistos desde la perspectiva del profesor, crítico y estudioso del proceso cultural, literario e histórico latinoamericano, en quien también se ha conformado Carlos Pacheco a lo largo de una vida que hoy, 3 de julio de 2014, arriba a los 66 años de edad. Curiosidad, que quizás también podríamos suponer evidencia de la llamada patafísica, sobre la que tanto gravitó la vida y escritura de Julio Cortázar, por ejemplo. Valga lo que sigue para festejar entonces, al menos, doblemente: por un homenaje académico y por un cumpleaños. Para ello me valdré, parcialmente, de la técnica discursiva practicada por el profesor Pacheco.

Tuve el privilegio de conocerlo a finales de la década de los ochenta, recién llegado de Gran Bretaña, donde acababa de culminar su Doctorado en Literatura Hispanoamericana en el King´s College de la Universidad de Londres. En aquella ocasión cursé con él uno de los más notables seminarios en los tuve la oportunidad de participar durante mis estudios de Maestría en Literatura Latinoamericana en esta casa de estudios. El motivo del curso fue el análisis de la monumental y compleja novela del escritor paraguayo Augusto Roa Bastos, Yo el Supremo. Con Carlos aprendí, en aquellos, días a indagar en los aspectos estructurales que hacían de esa novela una experiencia estética inacabable e inabarcable, en la que se conjugaban de un modo orgánico, multidimensional e híbrido, subtextos e intertextos de diversa índole que ponían en cuestionamiento las nociones convencionales de lo literario, la autoría, el lenguaje, la oralidad, la historia, el poder, entre otras categorías convocadas por esa obra centrífuga que, heredera del Quijote, hace parte del mejor legado de la novela hispanoamericana del siglo XX. Si bien su referente histórico es la figura del excéntrico dictador paraguayo del siglo XIX, Gaspar Rodríguez de Francia, en dicho seminario nos ejercitamos en aprender a leer más allá de los meros datos y personajes históricos aludidos en la obra, identificando y explorando los elementos contra, intra y transhistóricos presentes en la misma, vinculados con distintas formas discursivas del poder. Sobre esta temática, la de la narrativa de la dictadura, ya el investigador literario Carlos Pacheco había elaborado un importante y seminal trabajo, durante sus años como parte del equipo de investigación del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos, actividad en la que se desempeñó al tiempo que formaba parte del Departamento de Lengua y Literatura de la Universidad Simón Bolívar, institución que desde el inicio de la década de los ochenta “se convirtió –como el mismo afirmara-, sin vacilación alguna, en” su “hogar laboral y académico”.  Al libro Narrativa de la dictadura y crítica literaria, publicado en 1987, le sucedió otro importante, fruto de su trabajo como investigador, en este caso resultado de sus estudios doctorales, titulado La comarca oral, en 1992. Libro en el que estudia las formas de manifestarse y las derivaciones culturales e históricas de ese aparente oxímoron encerrado en la expresión “literatura oral”, de tan honda raigambre en Latinoamérica y de tan decisiva presencia e influencia en la literatura contemporánea en nuestro continente y lengua. Años después, en 1999, como colegas y parte de un mismo equipo de trabajo, él como miembro del Consejo Directivo del CELARG y profesor de la USB y yo como director general de aquella institución, coincidimos en un congreso en la histórica ciudad de Cusco. Allí, para mi satisfacción y alegría, recuerdo el vivo interés de estudiantes de distintas partes de Latinoamérica por acercarse al autor del ese libro; hecho que puso en evidencia ante mis ojos la proyección e importancia que en el ámbito académico latinoamericano había alcanzado ya la figura y obra del profesor y colega Carlos Pacheco Pacheco. Este testimonio no hacía, en realidad, más que confirmar lo que ya se anunciaba tres lustros atrás cuando en un importante foro de estudiosos latinoamericanistas, en un simposio sobre la obra de Augusto Roa Bastos, en Oklahoma State University, se le otorgara el premio de Crítica “Rafael Barret” a la mejor ponencia presentada en ese evento universitario.

Pero a las facetas de profesor y colega, con el tiempo, se les fueron sumando otras: las del ser comprometido con una razón institucional y la del amigo. Son muchos los recuerdos que poseo, que dan cuanta de ambas dimensiones de Carlos. Fueron muchas las horas de arduas y tensas discusiones en el seno del Consejo Directivo de la Universidad Simón Bolívar, durante los difíciles momentos vividos por el país y por la universidad en los años 2002 y 2003, a raíz de los sucesos políticos de aquellos años. En todos los casos, estando el prof. Pacheco al frente del Decanato de Estudios de Postgrado, siempre prevaleció en su ánimo el interés por velar por los más altos intereses de la institución a la cual se debía. Sus actuaciones, en cada circunstancia, se enmarcaron dentro de un espíritu de fomento del diálogo y la tolerancia, de la búsqueda de consensos, de la procura de acuerdos en aras de la preservación de los valores de excelencia, equidad y justicia que caracterizan y han caracterizado siempre a nuestra universidad. Esta actitud, que ha sido norte de toda su carrera universitaria, se ha puesto en evidencia en las diversas ocasiones en que le ha correspondido asumir funciones de dirección, en instancias como el Decanato de Estudios de Postgrado, ya mencionado, el Decanato Estudios Generales, la Coordinación de los Postgrados de Literatura o la Editorial Equinoccio, entre otras. No sería difícil suponer que esta acendrada vocación por la responsabilidad, el compromiso, la rectitud y la perseverancia, de acuerdo a lo dicho por él mismo en su discurso de incorporación como individuo de número a la Academia Venezolana de la Lengua, en diciembre de 2009, le vienen de muy atrás, como legado del temple familiar. “De mi padre José Rafael –nos decía en aquella ocasión-, abogado y honesto, entre muchas otras cosas, aprendí a apreciar la calidad en todo y a disfrutar intensamente la satisfacción del deber cumplido. De mi abuela, María Segovia de Pacheco, “Mamaía”, a no temerle al trabajo. Y también, que cuando se le cierran a uno todas las puertas siempre puede colarse por la ventana o encaramarse por la tapia.”

En lo tocante a la amistad, son varias las escenas que al resguardo de la memoria perduran, conversaciones en las que afloran palabras de afecto, apoyo o solidaridad, ante diversas circunstancias que tocan lo familiar o el espacio íntimo. Un cielo entre violeta y rojizo aún persevera en mis recuerdos de una larga jornada en Tucumán, en la que en un autobús compartimos confidencias en el trayecto entre esa ciudad y las ruinas precolombinas de Quilmes, en el Valle de Calchalquí, Argentina. Así también, perviven recuerdos de muchas ocasiones con amigos, en las que a la seriedad característica de Carlos se sumaba el gesto fraternal y la mirada cómplice. Junto a esta dimensión, por supuesto, está la del amor que les profesa a sus hijos, esposa, familia y amigos, habitantes de ese espacio irrenunciable para lo más cálido de su afecto, aprendizaje que según afirma le debe a su madre Carmen María, “Mimía”, quien le enseñó “a amar y que la dicha de dar se multiplica, íntimamente, cuando nadie se entera”.

Pero al hacer este recorrido por algunos hitos de la vida y de la personalidad del profesor, colega y amigo Carlos Pacheco, resulta imposible dejar de mencionar otros dos aspectos vinculados con su noción de compromiso, en este caso en un estadio más íntimo y hondo. Me refiero a su temprana y continua vocación por la búsqueda de asideros espirituales que le den fundamento a su noción de lo sagrado y lo religioso, así como al cultivo de una conciencia ética que le sirva de guía en todos los órdenes de sus faenas tanto individuales como colectivas.

El mismo Carlos, en otra parte nos ha contado que una mañana de septiembre de 1953, su madre lo llevó a las puertas de Villa Loyola, el protegido recinto del Colegio San Ignacio de Chacao y lo confió al hermano jesuita Francisco Javier Bonet. En esa institución cursó todos sus estudios desde el preescolar hasta el bachillerato, y fue allí donde cultivó buena parte de las mejores amistades que lo han acompañado a lo largo de su vida. Siguiendo el impulso de su disciplina intelectual y en apego a su fe de aquellos tiempos, en 1968 inicia sus estudios, en la Facultad de Filosofía de la Universidad Católica Andrés Bello, como estudiante jesuita con votos perpetuos de pobreza, castidad y obediencia.

Evidentemente, estas cosas han cambiado. Hoy cuenta con tres hijos y dos matrimonios, sin embargo, en realidad, a lo que quiero referirme es a un episodio ocurrido en 1970 que nos ilustra con claridad cómo, lejos del apego a una ortodoxia impositiva, reguladora de verdades, dogmas y creencias,  lo que siempre ha prevalecido en Carlos es una insobornable lealtad a la conciencia crítica y ética como fundamento de su actuación en la vida. El caso es que en 1970 el futuro Profesor Emérito de la Universidad Simón Bolívar, Dr. Carlos Pacheco Pacheco, fue expulsado de la UCAB, por razones básicamente políticas, al organizar desde el Centro de Estudiantes, eventos considerados extremistas para la época, como un multitudinario y candente cine-foro sobre el documental La hora de los hornos, de Fernando Solanas, o una conferencia de Pedro Duno sobre el pensamiento filosófico de Lenin, en el centenario de su nacimiento, la cual trató de ser boicoteada por estudiantes que se oponían a este tipo de actividades. Después de un par de semanas en las que sus compañeros se negaron a entrar a clase hasta que se permitiera su vuelta a las aulas, el estudiante rebelde terminó en el exilio, “destinado” por sus superiores a continuar estudios en la Universidad Pontificia Javeriana en Bogotá. En esta institución obtuvo dos años después, con el mayor de los éxitos, su licenciatura en Filosofía y Letras, con especialización en Literatura.

Esta anécdota, me parece, nos da cuenta de una forma de ser y de actuar según la cual la única fidelidad en la búsqueda de la verdad, la justicia o la equidad estriba en los dictados de la propia conciencia, como resultado de la observación y el análisis de la realidad en su múltiple y diversa complejidad. Modo de acción, sin duda, vinculado estrechamente con el de un quehacer académico, siempre vigilante de resguardar la libertad de pensamiento, el diálogo enriquecedor, la pluralidad y la tolerancia, como garantías de convivencia. Esto, tal vez, fue lo que quiso decirnos Carlos en sus palabras sobre Mario Vargas Llosa, quien en aquella ocasión en Manizales, en 1971, fue víctima de la intolerancia de estudiantes radicales que lo tildaban de “lacayo del imperialismo yanqui”, pocos meses después de haber suscrito, junto con 61 intelectuales entre los que se encontraban Jean Paul Sartre, Simon de Beauvoir, Margaritte Duras, Susan Sontag, Carlos Fuentes, Juan Rulfo y Adriano González León, una carta en la que rechazaban el acoso y arresto al poeta Heberto Padilla por la publicación de su libro de poemas Fuera de Juego, en el que habían versos que no resultaban complacientes con las prédicas del régimen cubano. Lo curioso y tal vez más significativo es que  sólo cuatro años antes Vargas Llosa se había convertido en el primer novelista galardonado con el Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos, a pocos días de ocurrido el terremoto de Caracas y de manos del propio autor de Doña Bárbara, declarando en su discurso de aceptación del premio, y ante los ojos precavidos pero respetuosos del gobierno democrático venezolano que otorgaba la distinción, que: “dentro de diez, veinte o cincuenta años, habrá llegado a todos nuestros países como ahora a Cuba, la hora de la justicia social y América Latina entera se habrá emancipado del imperio que la saquea, de las castas que la explotan, de las fuerzas que hoy la ofenden y reprimen”. Tales ejemplos, el de Vargas Llosa y el del Prof. Pacheco, son muestras, me parece, de la actuación de una conciencia vigilante y crítica, consecuente con la función de pensar más allá del cómodo apego a dogmas que en procura de sobrevivir disfrazan y escamotean el verdadero compromiso reflexivo del quehacer intelectual ante el devenir histórico y la realidad.

Para concluir, más que extenderme en el recuento de obras y actividades institucionales y académicas de Carlos, razón principalísima por la que hoy se le confiere este honor, quisiera aprovechar el espacio de que dispongo para remontarme a los orígenes de Carlos y echar mano de una anécdota ocurrida hace seis años.

Como apuntamos al comienzo de estas líneas Carlos Pacheco Pacheco nació un  3 de julio de 1948, hace 66 años. Lo que no dijimos es que vino a ver el mundo en Caracas, siendo eminente heredero de una estirpe andina de abuelos maternos y paternos, oriundos de Boconó y  madre de Santa Ana, ambas poblaciones trujillanas. Esto nos da la idea de lo que las montañas han significado en su existencia, dicho además desde acá, desde el valle de Sartenejas, rodeados del verdor de una flora montañosa privilegiada. Tal vez ese carácter apolíneo, adusto y reservado, de natural sobriedad, le venga de una vocación contemplativa que siempre imagina lo que hay detrás de las montañas, un espíritu que se plantea retos intentando ver lo posible, hasta con cierta terquedad, al otro lado, rasgos andinos que se acentúan desde su condición de caraqueño, es decir como caribeño que busca siempre el norte en la montaña del frente, al amparo de un clima primaveral, sabiendo que las olas del mar no cesan en su rumor al otro lado. La anécdota a la que me quiero referir para culminar estas notas en celebración del muy merecido reconocimiento que hoy se le hace al profesor Carlos Pacheco, en su sexagésimo sexto cumpleaños, se remonta al valle de Ohio, entre enero y marzo del 2008. Allá conviví con él durante esos meses. Carlos como invitado de la Fundación Taft de la Universidad de Cincinnati para dictar un seminario de narrativa hispanoamericana, yo en la fase final de mis estudios doctorales, con una beca para culminar la redacción de mi tesis. El profesor Armando Romero, quien gestionó la invitación de Carlos, me contó en una ocasión que cada vez que hablaba con él por teléfono, éste le decía desde su habitación, en la residencia donde vivíamos, que estaba mirando por la ventana la colina de enfrente que cada día amanecía distinta, con más o menos nieve. Con tal recurrencia Carlos le refería esto al profesor Romero, que un día su hijo, al escuchar el comentario,  decidió naturalmente bautizar la susodicha colina con el nombre de “Pacheco Hill”, toponimia con la cual, hoy en día, se le conoce no sólo entre los familiares y amigos del profesor Romero, sino incluso entre los estudiantes y profesores del Departamento de Lenguas Romances y Literatura de esa universidad. Y es que tal vez sea allí, en esa protuberancia geográfica, a veces real, a veces imaginaria, independiente de la latitud que temporalmente se habite, donde se encuentre el impulso permanente por afrontar nuevos retos, por alcanzar nuevas realizaciones, por vislumbrar otras posibilidades, siempre más allá, siempre con perseverancia, pasión y compromiso. Tal vez, en lo esencial, eso es lo que celebramos y reconocemos en la trayectoria vital y académica del profesor, investigador y amigo Carlos Pacheco.

Tal vez por eso hoy estamos aquí.