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Pasiones de la vida; por Santiago Gamboa

Cartagena

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Hace unos días, en el Hay Festival de Cartagena, fui invitado por la organización a grabar un video en el que se me pedía hablar durante tres minutos de una gran pasión.

La cosa era para el día siguiente y por eso tuve el tiempo necesario para darle muchas vueltas: ¿qué me apasionaba realmente? Pensé en la literatura en general, claro, al fin y al cabo soy escritor y estaba en un festival literario, pero entre más lo pensaba más ridículo me parecía intentar explicarlo, pues equivalía a decir que mi propia vida me apasiona, ya que al fin y al cabo la literatura y mi vida son para mí la misma cosa. Sentí que no era una buena idea e incluso llegué a sospechar que, en el fondo, mi vida nunca me apasionó.

Decepcionado, en medio de la noche, volví a la casilla inicial para preguntarme, encendiendo la lámpara en un rapto de lucidez: ¿y qué cosas son susceptibles de apasionar a alguien? Actividades banales como ir a comprar un martillo, oír radio o lavarse los dientes quedaron de inmediato descartadas. Pensé que tener eso claro ya era un buen punto de partida, pero debía precisar, estrechar el cerco. Entonces me dije: ¿qué puede apasionar a un varón latinoamericano de clase media próximo a la cincuentena, autor de varios libros, que vivió 30 años fuera de su país, con tendencia a la gordura, heterosexual, viajero y deportista frustrado? Al enunciar así el asunto se me ocurrieron decenas de cosas: me apasionan los viajes, los libros de viajes de Paul Theroux, la comida china, el vino tinto de Valpolicella, el blanco de Falanghina, sobre todo con un buen plato de espaguetis alle vongole en cualquier restaurante de playa italiano. Me apasionan el fútbol y la seducción y por supuesto el erotismo y siento un vértigo de felicidad cuando inicio un viaje, cuando el avión acelera en la pista y uno se hunde en el sillón y sabe que ya no bajará a tierra hasta estar muy lejos, en Beirut o Gotemburgo. Al amanecer me di cuenta de que sería difícil responder con sinceridad al video, pues tenía demasiadas cosas que me apasionaban y cada vez era más difícil concentrarme en una sola. Hice esfuerzos por dormir, pero la cabeza siguió su curso: los nems vietnamitas, el jugo de lulo, la música de Rubén Blades, el mezcal de Oaxaca, los baños turcos de Estambul y los saunas de Estocolmo.

No sé cómo logré conciliar el sueño por unas horas, y al despertarme debí correr para llegar a tiempo a la grabación. Tenía la mente en blanco, ocupada en mirar el reloj y no llegar tarde. Cuando me cablearon e hicieron prueba de voz me quedé mirando los tatuajes de una camarógrafa y casi olvidé el tema del que debía hablar. De repente el cámara apunto hacia mí, hizo una señal con los dedos y oí “grabando”. Alguien dijo: “Santiago, ¿qué te apasiona verdaderamente?”. Mi mente parecía un terreno baldío, un solitario bar en la mañana, una piscina sin agua, llena de neumáticos y polvo. Sin saber ni lo que pensaba me escuché decir: “El dry martini…”.