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Muerte al arzobispo, un texto de Alma Guillermoprieto sobre Óscar Arnulfo Romero

Treinta años después del asesinato del arzobispo de El Salvador Oscar Romero, salen nuevos datos sobre sus asesinos impunes. Alma Guillermoprieto recuerda la vida del religioso y su transformación en el tenaz activista por los derechos humanos de los campesinos masacrados por el Ejército, lo que lo llevó a su fin

Por Alma Guillermoprieto | 3 de febrero, 2015

Muerte al arzobispo, un texto de Alma Guillermoprieto sobre Óscar Arnulfo Romero 640A

Hace 30 años yo estaba recuperándome de la fiebre del dengue en Managua, Nicaragua, cuando mi redactor jefe de The Guardian llamó desde Londres para decirme que tenía que tomar el siguiente vuelo a San Salvador: habían asesinado a tiros al Arzobispo de El Salvador mientras oficiaba una misa. Recuerdo haberme reído de esta imposibilidad, por lo literal de la noticia -asesinato en la catedral; por supuesto que no era cierto— y luego me sentí enferma.

Oscar Arnulfo Romero, un hombre que se mimetizaba, que no era particularmente expresivo, testarudo, que insistió todos los días en rechazar la violencia y el terror que dirigían su país, que después de todo era el jerarca de la Iglesia Católica en El Salvador, ¿no tenía acaso todo el peso del Vaticano por detrás, y el respeto natural hasta de los fanáticos más derechistas por esta institución tan santa? Y luego estaba el acto en sí: un asesinato en el momento más sagrado de la misa católica. ¿Quién, en un país tan católico, osaría violar la transubstanciación del cuerpo de Cristo?

Pero, de hecho, la historia era cierta. Alrededor de las 6:30 p.m. de un lunes, 24 de marzo de 1980, un Volkswagen Passat rojo se acercó hasta la pequeña y agradable capilla del Hospital Divina Providencia, un centro dirigido por monjas carmelitas, donde vivía Romero. Como casi todos los días en San Salvador, hacía calor, y las puertas de la capilla estaban abiertas. Mientras Romero estaba detrás del altar, justo después de la comunión, un hombre alto, delgado, de barba, sentado en el asiento de atrás del Volkswagen, alzó un rifle de asalto y disparó una sola bala calibre .22 directo al corazón del arzobispo. Luego, sin ninguna particular prisa, el carro siguió su camino. Una foto con mucho grano, en blanco y negro, muestra a la víctima en el suelo. Mientras el corazón de Romero terminaba de desangrarse, las monjas vestidas de blanco lo rodearon como puntas de una estrella, o como las figuras a los pies de Cristo en los murales renacentistas.

Frecuentemente los momentos de giro histórico son resultado de una estupidez. La Revolución Sandinista, que había triunfado en Nicaragua apenas hacía ocho meses, había desatado el sueño de la revolución por toda Centroamérica. Pero tal vez el asesinato de Romero y el derrame de sangre que se desató por un francotirador en su funeral el sábado siguiente, fueron las mechas inmediatas para los 12 años de sangrienta guerra civil que comenzaron meses después, y en los que murieron unos 70.000 salvadoreños, con Estados Unidos como proveedor financiero y militar del gobierno. No se puede enfatizar demasiado cuán fervientemente creían los campesinos de El Salvador en Romero y en lo que se conoció como la Iglesia de la Liberación. Cuando él ya no estaba, aldeas completas ofrecieron su apoyo a las facciones de la guerrilla, que unos meses más tarde se unió como un frente, el FMLN.

La conversión de un activista. El arzobispo hizo un largo viaje para llegar a su muerte. Durante los años 60 y 70, un surtido grupo de guerrillas había intentado alzar en revolución a los salvadoreños pobres, logrando sólo reclutar estudiantes universitarios y un manojo de la clase obrera empobrecida. Alrededor de esa misma época, una gran cantidad de monjas y sacerdotes católicos, incluyendo algunos misioneros, se volvieron progresivamente radicales o simpatizantes, y hasta comprometidos, con organizaciones guerrilleras. Según la historia, el estudioso Romero no estaba entre ellos. Ni siquiera estaba atraído por los principios de lo que luego se conoció como la Teología de la Liberación, la “opción preferencial para los pobres.”

Trabajador y concienzudo, su carrera iba en ascenso, y eventualmente se convirtió en arzobispo de la provincia rural de San Miguel, manteniendo siempre una distancia estricta de lo que él llamaba “el misticismo de la violencia” de la izquierda.

Para entonces, sin embargo, la defensa insistente de la nueva generación de sacerdotes y monjas radicalizadas por los derechos humanos, y la determinación del gobierno de violar esos derechos, particularmente en el caso de los agricultores sin tierra, había creado un pequeño ejército de conscriptos para las organizaciones guerrilleras, que prometían un orden mundial igual y justo, nacido de la revolución socialista.

Durante la presidencia del General Arturo Molina (1972-1977), el ejército y las fuerzas de seguridad se transformaron esencialmente en escuadrones de la muerte: Romero vio con horror cómo los soldados, meros niños desnutridos armados de machetes, desplazaron, amenazaron, aterrorizaron y luego dispararon, acuchillaron o cortaron en pedazos a los campesinos de su parroquia, su propia gente.

Empezó a hablar contra estas atrocidades y recibió su primera amenaza de muerte (del propio Molina, quien apuntándolo con el dedo le advirtió que la sotana no era antibalas). Y luego, en 1977, sólo semanas después de que Romero había sido ordenado como arzobispo, el cura jesuita Rutilio Grande, un amigo cercano de Romero, que había estado organizando a los sin tierra, fue asesinado en una carretera de la provincia junto con dos feligreses.

Todos los sentimientos contradictorios de Romero sobre la iglesia y el deber, la represión y la dignidad humana, su desconfianza innata del radicalismo y la política, su precaución y sin duda su temor, parecen haberse resuelto en ese momento. Con la misma determinación metódica que parece haber caracterizado su ascenso hasta el arzobispado, pasó los próximos tres años organizando grupos de derechos humanos, pidiéndole al presidente Jimmy Carter que suspendiera la ayuda militar a la junta asesina, y hablando públicamente –con claridad pero nunca desordenadamente—contra el gobierno.

“Es triste leer que en El Salvador las dos causas principales de muerte son diarrea y asesinato,” diría. “Por ende, después del resultado de la desnutrición, la diarrea, tenemos el resultado del crimen, el asesinato. Estas son dos epidemias que están acabando con nuestra gente.” Era la época antes del Internet, ni siquiera había fax, y los periódicos de oposición realengos, El Independiente y La Crónica del Pueblo, tenían algo de mordaza (Su editor, Jorge Pinto, sobrevivió a tres intentos de asesinato antes de exiliarse.) Los asesinatos y las desapariciones perpetradas por los escuadrones de la muerte, los oficiales del Ejército y una fuerza de seguridad conocida por razones inexplicables como La Policía de la Tesorería, permanecían sin documentarse, pero durante la misa del domingo, Romero se ocupaba de leer un parte detallado de las brutalidades de la semana –docenas de casos de tortura y asesinato de campesinos que ocurrían todos los días. Los sermones eran transmitidos por la estación de radio católica, y los campesinos de todo el país se reunían alrededor de las radios para escucharlo. Los militares también.

Una iglesia al rescate. El arzobispo, que alguna vez fue conservador, que había sido entrenado y nutrido en Roma y no en su tierra natal, se convirtió en el oponente más visible del gobierno. Luego diría que cuando vio el cadáver del padre Rutilio Grande a pocas horas de su asesinato, pensó: “Si lo han matado por lo que hizo, entonces yo también debo andar por la misma senda.”

Pude entender por primera vez la relación de la Iglesia Católica con los pobres de El Salvador un domingo de 1978. César Jerez, que entonces era el superior de la Orden Jesuita en America Central, sugirió que yo viajara por los caminos verdes hasta una aldea enterrada en las colinas de la provincia de Cabañas. La Iglesia había estado organizando durante años las Comunidades de Base Cristianas para que los pobladores aprendieran a leer, estudiaran la Biblia y gradualmente se dieran cuenta de cuáles eran sus derechos.

Pero esto no era todo; los sacerdotes –y en menor escala, también las monjas- organizaban escuelas, equipos de fútbol y medicaturas. Crearon becas en las ciudades para los estudiantes más talentosos. Escucharon las confesiones de todo el mundo. Y enseñaron, de acuerdo a los principios de la Teología de la Liberación, que los campesinos pobres como ellos merecían heredar el reino de Dios aquí mismo en la tierra. En respuesta a esta ola de activismo radical, el gobierno y las familias dirigentes de El Salvador montaron una fuerza paramilitar campesina llamada ORDEN (Organización Democrática Nacionalista), que trabajaba de la mano con la Policía de la Tesorería.

En mi primer viaje a Cabañas, el padre Jerez me asignó un guía —un joven activista cristiano— y con él escuché y susurré preguntas, mientras los paisanos se escurrían dentro de una casa de barro para esconderse. Los soplones de ORDEN, que eran miembros de sus propias comunidades, cuando los vieron, nos advirtieron que estaban arriesgando sus vidas hablando con nosotros. Uno por uno, las víctimas contaron sus historias: de cómo los asesinos le habían quitado el hijo a una mujer y le habían cortado el cuello; de cómo otra mujer encontró a su marido en una zanja, “cortado en pedacitos” por los machetes de los asesinos, para que no pudiera ni siquiera enterrar el cuerpo completo.

Finalmente, produjeron comunicados —aquí se vio la influencia jesuita con distinción— meticulosamente escritos a lápiz, con detalles de fecha y hora de cada ataque, y un inventario de los tesoros que “los ORDEN” les habían saqueado. Un comunicado típico diría: “Me robaron una docena de naranjas y cuatro velas. Y cortaron las cuerdas de mi catre, así que no tengo cama.”

Hice muchos viajes al campo después del primero (recuerdo ver hombres que se ataban a los árboles para poder cultivar la miserable parcela de tierra que habían heredado sin caer por un barranco inclinado). Pero fue tan sólo dos años más tarde, después de que el funeral de Romero se había convertido en un caos tétrico, que pude entender la ignorancia feudal en la que habían mantenido a los campesinos salvadoreños. Cuando los cardenales de sotana roja empezaron a rodear la vasta catedral en construcción, junto con los fieles que habían perdido sus zapatos, sus dientes falsos, sus bolsos o sus anteojos en la estampida para huir de las balas del francotirador, todos tratando de entender qué había ocurrido y porqué, un hombre pequeño y tembloroso se acercó a mi amigo, el fotógrafo Pedro Valtierra. “Por favor, mi hija está perdida,” dijo, y luego lo repitió varias veces, hasta que entendimos: “Por favor, use su megáfono para decir su nombre.” Estaba apuntando a la cámara de Valtierra.

La tardía justicia. Gracias a un reportaje extraordinario publicado en marzo de 2010 pasado en el periódico digital salvadoreño El Faro, sabemos que el francotirador alto y flaco que mató a Romero fue contratado por el hijo del general Arturo Molina, y que el arma y el vehículo se lo suministraron los compinches de juerga y los escuadrones de la muerte de un antiguo mayor del ejército, Roberto D’Aubuisson.

Nadie dudó por un instante, desde el momento que ocurrió, que el asesinato era labor de D’Aubuisson. Murió de cáncer del esófago en 1992, a los 47 años, pero mientras estuvo con vida este psicópata flaco y carismático fue rey. Aunque lo arrestaron brevemente, nunca lo enjuiciaron por asesinato y pronto escaló hasta la posición de jefe de la Asamblea Constituyente; perdió las elecciones presidenciales por poco margen en 1984.

Hasta el año pasado, el partido que fundó gobernó El Salvador. Sólo este año, después de que Mauricio Funes, el candidato del partido fundado por la guerrilla, el Frente de Liberación Nacional Farabundo Martí, ganó las elecciones presidenciales, hubo por primera vez una conmemoración oficial de la muerte del arzobispo Romero.

Durante dos años el director de El Faro, Carlos Dada, buscó y logró entrevistar dos veces a uno de los sobrevientes que participaron en la conspiración de D’Aubuisson contra el arzobispo, un antiguo piloto del ejército de nombre Álvaro Saravia. Otros cuatro supuestos conspiradores nombrados por Saravia fueron asesinados y otro se suicidó. Algunos, como Mario Molina, el hijo de Molina, disfrutan de la buena vida, pero Saravia, perseguido por sus propios demonios, vive en la pobreza en otro país latinoamericano no especificado en el reporte del periódico. Tal vez de pura soledad le contó su historia a El Faro.

Saravia relata los detalles del francotirador y el papel de Mario Molina al contratarlo. También revela que sin querer, un anuncio puesto en La Prensa Gráfica por Jorge Pinto, el dueño del diario El Independiente, selló el destino de Romero. Publicado la mañana del 24 de marzo, le informaba a los lectores que el arzobispo celebraría la misa en memoria de la madre de Pinto a las 6 p.m. esa tarde, en la capilla de la Divina Providencia. Con resaca después de una fiesta con otros miembros del grupo de D’Aubuisson, Saravia despertó con la noticia de que el jefe había ordenado el asesinato de Romero en esta locación, convenientemente alejada.

Un candidato incómodo a la santidad. Oscar Romero es uno de los cuatro mártires cristianos contemporáneos que ocupan un lugar encima de la puerta oeste de Westminster Abbey (los otros son la Madre Elizabeth de Rusia, Martin Luther King Jr. y Dietrich Bonhoeffer), y es de notar que la admiración de la Iglesia Anglicana ha sido más espontánea que la del Vaticano. Karol Wojtyla había sino nombrado papa a finales de 1978, y con la asistencia del entonces Cardenal Joseph Ratzinger, estaba ocupado desmantelando a la iglesia progresista de Latinoamérica, reemplazando a los obispos de la Teología de la Liberación con obispos conservadores, y transfiriendo a los sacerdotes.

La respuesta del Papa Juan Pablo II al crimen —que llamó “una tragedia”– fue menos enfática que su ataque al sacerdotado pro-sandinista cuando visitó Nicaragua cuatro años más tarde. Un movimiento espontáneo a favor de la canonización de Romero ha sido frenado en Roma durante los últimos cuatro años. Para las filas de la Iglesia, Romero se ha convertido en una figura extraordinariamente significativa, como lo demuestra cualquier búsqueda de su nombre por Internet. Podemos hallar evidencia de esto en este otro trabajo destinado a conmemorar el aniversario número 30 de su muerte: un documental, Monseñor, el último viaje de Oscar Romero, dirigido por Ana Carrigan y Juliet Weber, y producido por Latin American/North American Church Concerns.

Tal vez sin intención, o al menos sin esfuerzo, la película es una hagiografía, un registro de una vida santa. Es una sorprendente recopilación de película de los últimos tres años de vida de Romero, no sólo del arzobispo mismo sino de muchas patrullas del ejército y madres de los desaparecidos, de la guerrilla en movimiento y, sobre todo, de esas misas inolvidables donde el diminuto y poco llamativo arzobispo leía en voz alta el parte de las atrocidades del gobierno mientras cientos de campesinos harapientos y perseguidos escuchaban con gratitud cómo al fin se les reconocía el sufrimiento y la existencia.

Entrevisté tres veces a Romero antes de morir, y aunque no encuentro ninguno de mis cuadernos de esos años espantosos, tengo el claro recuerdo de que no dijo nada particularmente brillante ni inspiracional ni visionario: no confiaba en absoluto en la retórica y era profundamente modesto.

En vez de palabras, tengo el recuerdo de un particular gesto de agachar la cabeza que implementaba cuando se paraba frente a las puertas de la catedral después de la Misa Dominical, junto a los campesinos malnutridos, de manos deformadas por el trabajo, que venían de lejos sólo para escucharlo, con unas monedas escasas para el camino de vuelta. Le daban la mano y lo miraban a los ojos para tratar de decirle lo que él significaba para ellos, y él agachaba la cabeza: yo no, yo no.

El día antes de su asesinato, el domingo 23 de marzo, después de que un avión dispersó una demostración esparciendo insecticida, y nosotros los reporteros nos enloquecíamos a la mañana por la obligación de cazar los cuerpos mutilados por las noches que la gente de D’Aubuisson dejaba en las calles, y las madres desesperadas en fila como todos los días frente a la oficina de ayuda legal del arzobispo pedían ayuda para encontrar a sus niños desaparecidos, y la pesadilla de El Salvador clamaba por justicia hasta los cielos mismos, Oscar Arnulfo Romero habló por primera vez con puntos de exclamación en su sermón de domingo: “Quiero hacer una petición especial a los hombres de las fuerzas armadas: hermanos, somos del mismo país, pero ustedes siguen asesinando a sus hermanos campesinos. Antes de cualquier orden dada por un hombre, debe prevalecer la ley de Dios: “No matarás’… ¡En el nombre de Dios les ruego, les suplico, les ordeno, que cese la represión!”

Al día siguiente le dispararon.

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Así matamos a monseñor Romero
Una investigación de Carlos Dada para El Faro (San Salvador), marzo de 2010; disponible online aquí.

Monsenor: The Last Journey of Oscar Romero, un film de Ana Carrigan y Juliet Weber.

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Publicado por cortesía de la Revista El Librero (2011).

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Alma Guillermoprieto 

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