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En manos ajenas; por Piedad Bonnett

En manos ajenas; por Piedad Bonnett

Como mucha gente, les tengo miedo a los aviones.

Un miedo que debo vencer una y otra vez apelando a todo: al repaso mental de las estadísticas, que afirman que los accidentes aéreos son escasos; al pensamiento mágico, que dice que todo pasa porque tiene que pasar; y a las gotas tranquilizantes, con las que intento serenar el espíritu. Ya adentro, acepto que no tengo otra opción e intento disfrutar de las horas de encierro apelando a la lectura; y debo decir que esa desconexión de lo terrestre activa en mí el pensamiento creativo: muchas de las ideas de mis libros han surgido en esos paréntesis encima de las nubes, donde por unas horas me considero apenas una sobreviviente.

Una de las razones que me inquietan a la hora de viajar es que allí adentro el único control que tengo es el de mí misma: mi vida entera está en manos ajenas; apenas sí sé cómo se llaman piloto y copiloto, datos inútiles por demás, aunque debo decir que respiro mejor cuando veo que se trata de veteranos, hombres mayores en los que presupongo suficiente experiencia. Y, aunque sé que hasta el Concorde se accidentó, y que los aviones se caen aquí y en Cafarnaum, confieso que me tranquiliza viajar en aerolíneas de países donde sé que el cumplimiento de las reglas y las exigencias de seguridad son más estrictos. Pues no es lo mismo la “frescura” de las gentes de estos paraísos tropicales, que la rigidez profesional inapelable de los anglosajones o los japoneses.

En eso pienso cuando leo en las noticias recientes que las condiciones de seguridad del espacio aéreo de Indonesia no son las mejores, y que el avión accidentado de AirAsia —una compañía aparentemente sin tacha— despegó sin tener los permisos, lo que acarreó la suspensión de la operadora del aeropuerto y de funcionarios de la torre de control. Y que mientras en otros países son los equipos técnicos de las empresas aéreas las que autorizan el despegue de acuerdo a las condiciones climáticas, en Indonesia son el piloto y el copiloto los que examinan dichas condiciones y deciden si viajan o no. En fin, que una cierta laxitud de las autoridades aeroportuarias pudo incidir en el terrible accidente que les quitó la vida a 162 pasajeros en plena época navideña.

Un amigo me aseguró una vez que los pilotos llaman, informalmente, “muñecos” a sus pasajeros. No sé si será verdad, pero así me suelo sentir como pasajera. Por eso me alarma, no sólo lo que leo sobre la seguridad aérea en Indonesia, sino dos recientes noticias en Colombia: que el copiloto de avión Ernesto Manzanera, después de estrellar su carro contra otro en horas de la madrugada, matando a cuatro personas, en vez de enfrentar las circunstancias y socorrer a las víctimas, huyó del lugar en un taxi. Y que Camila Figueroa, la persona que el 25 de diciembre causó un accidente en el que murió la enfermera Geraldine Agudelo, madre de un niño, que no tenía pase y también escapó del lugar, fue coordinadora de vuelos. Saber que a veces estamos en manos como esas no deja de darme escalofríos.