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O juremos; por Martín Caparrós

A continuación publicamos el ensayo que Martín Caparrós escribió sobre el pasado y presente de Argentina para el libro Crecer a golpes: Crónicas y ensayos de América Latina a cuarenta años de Allende y Pinochet. editado por Diego Fonseca. El texto de Caparrós es de una vigencia ineludible a propósito del caso Nisman.

Por Martín Caparrós | 20 de enero, 2015

“Sombra terrible de Facundo! Voi a evocarte, para que sacudiendo el ensangrentado polvo que cubre tus cenizas, te levantes a esplicarnos la vida secreta i las convulsiones internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo! Tú posees el secreto: revélanoslo. Diez años aun despues de tu trájica muerte, el hombre de las ciudades i el gaucho de los llanos arjentinos, al tomar diversos senderos en el desierto, decian: ‘No! no ha muerto! Vive aun! Él vendrá!!’ –Cierto! Facundo no ha muerto; está vivo en las tradiciones populares, en la política i revoluciones arjentinas; en Rosas, su heredero, su complemento…”.

Facundo o Civilización i barbarie F. Sarmiento, Santiago de Chile, 1845

Crecer a golpes 300

Decían –decíamos– atención. Cantaban –cantábamos– atención atención toda la cordillera. Gritaban –gritábamos– atención atención toda la cordillera va a servir de paredón. Era de noche, éramos muchos, era 11 o 12 de septiembre; era, también, 1973.

La calle Corrientes, ciudad de Buenos Aires, rebosaba de personas gritando: atención atención. Del otro lado de esa cordillera, escuchábamos, una sublevación de militares mataba a miles de personas y a su jefe, y nosotros les prometíamos lo mismo. Eran tiempos en que –como siempre– el futuro era cosa de vida o muerte. Y había un futuro en ese aire.

Quizá lo distinto, entonces, fuera la vida. La muerte siempre había estado allí.

La historia argentina empieza con la historia de una muerte breve, un cuerpo que se pierde. Juan Díaz de Solís, sevillano él, y saleroso, llegó al Mar Dulce en febrero de 1516, cuando nada de esto era tal todavía. Navegaba en tres carabelas, como corresponde, y cuando unos charrúas le hicieron señal de bienvenida saltó presto a la orilla con su cruz y su espada; lo esperaban con lanzas y las brasas de un asado: él era el plato fuerte. Lo diría, siglos más tarde, otro muerto extrañado, hablando de esa mañana y esa playa “en que ayunó Juan Diaz/ y los indios comieron”.

El primer muerto europeo se convirtió, entonces, en el primer plato de la fusión gastronómica entre España y América del Sur, y no tuvo, en estas costas, ni los seis pies de tierra que todo hombre merece. Estómagos, la digestión, el resto. Tampoco los segundos los tuvieron: veinte años después, un Pedro de Mendoza llegó a esta playa con dieciséis navíos, un millar de fulanos, algunos caballos, muchas vacas, su concubina y el morbo gálico colgándole ominoso en la entrepierna. En pocos meses el hambre se les volvió canino. Ulrico Schmidel, un bávaro que los acompañaba, escribió sobre Buenos Aires sus primeras letras, por supuesto en alemán: “Sucedió que tres españoles habían hurtado un caballo, y se lo comieron a escondidas, y esto se supo, así se los prendió y se les dió tormento para que confesaran tal hecho; así fue pronunciada la sentencia que a los tres susodichos españoles se los condenara y ajusticiara y se los colgara en la horca. Ni bien se los había ajusticiado y cada cual se fue a su casa y se hizo de noche, aconteció en la misma noche por parte de otros españoles que ellos han cortado los muslos y unos pedazos de carne del cuerpo y los han llevado a su alojamiento y comido. También ha ocurrido que un español se ha comido a su propio hermano que estaba muerto. Esto ha sucedido en el año de 1536 en nuestro día de Corpus Christi en el susodicho pueblo de Buenos Aires”, contaba, entre otras cosas, el germano.

Alguien diría que, así, una forma de escribir la historia quedó escrita. Que en la Argentina, por suerte, no hay respeto funerario por los muertos: que no hay materia prima que se modele más. Comérselos, mostrarlos, enarbolarlos, sustraerlos. Peor sería desperdiciarlos y, de todos modos, su marco de pensamiento original –la religión cristiana– también empezó con el misterio de un cadáver desaparecido. El joven Jesús no soportó más de tres días en la tumba que le prestó José de Arimatea, se voló y, a partir de allí, alguien supo convertir la derrota de esa muerte infamante, reservada a esclavos y bajos criminales, en la victoria de una decisión. Desde entonces, los seguidores del torturado se reunieron para zamparse el cuerpo y la sangre del Hijo de su Padre.

Las iglesias fueron, durante un par de siglos, fundamentalmente comederos del espíritu. Después vino un invento decisivo: la reliquia, que hasta entonces no era más que una palabra latina que significaba despojo. De ahí en más el templo cristiano fue concebido como una suerte de gran relicario, un cofre de piedra edificado para atesorar algún pelo, diente, hueso o pierna mórbida de santo varón o, en su defecto, santa hembra –que también las hubo, pero menos.

Hacer de los muertos los guías de esta vida –dicen las Escrituras. La Argentina no sabe muchas cosas, pero sí que no hay mejor material narrativo que los muertos. Para eso hay que falsearlos, desaparecerlos, mutilarlos: deshacer su lógica natural, convertirlos sus cuerpos convertibles en festines o muros de palabras. Es la manera argenta de la muerte: reticente, elíptica, brutal.

Vivimos sobre muertos. Todos, supongo, pero yo soy argentino: no tenía seis años cuando me hicieron aprender y repetir un himno nacional que terminaba gritando “o juremos con gloria morir”. Y juramos con gloria morir. En los años siguientes, escuela primaria, la idea de morir con gloria se fue afirmando, delineando: nos contaban las historias de un sargento Cabral que puso su pecho entre un sable y el cuerpo de San Martín y se desangró diciendo muero contento hemos batido al enemigo, nos convencían de que no había mejores hombres que los que ansiaban fenecer por su patria. Aunque sí: eran mejores si sus cuerpos no estaban.

Porque los que estaban solían terminar en un cadalso, una emboscada, el barro de un campo de batalla. Y después el engorro, el tedio de la cabeza en una pica. Entonces muchos hurtaron sus cuerpos –con o sin voluntad– a ese destino, y confirmaron una estirpe. El cuerpo de Mariano Moreno, el jacobino de Mayo, engullido por las aguas del océano tras un traspaso turbio. El cuerpo de Juan Galo Lavalle, el vencedor de brasileños, devorado por la sequía de la Puna y de un señor Ernesto Sábato; los cuerpos de San Martín, Rosas, Sarmiento tragados por tierras extranjeras.

Nada en aquel país tenía sentido si no lo decoraba un bello muerto –de cuerpo reticente.

Después hubo siete, ocho décadas en que los cadáveres dejaron de pasear por la Argentina. Entre, digamos, 1870 y 1950, años de relativa, falsa calma, los muertos operativos eran muertos bien consolidados: los de los libros escolares, ya lejanos, dibujos con estilo de niños aplicados. La Argentina contemporánea también empieza con una muerte crística: la señora Eva Duarte de Perón tenía 33 años cuando la mató un cáncer que unos cuantos vivaron.

La historia tiene menos historias cuanto más se aleja: cien años de hace mil se recorren en un cerrar y abrir, dos de hace veinte parecen casi eternos.

 

2.

Lo importante fue el cuerpo. La señora María Eva Duarte de Perón murió tras cruces y calvarios y su cuerpo quedó en manos de un doctor Pedro Ara para que la embalsamara en aras de algún ara o altar imaginado. La señora Eva Duarte se perdió entre quebrantos, la lloraron millones, la conservaron como a una faraona. La fijaron en la pompa de su juventud trágica: convirtieron su cuerpo en objeto de culto. Los militares argentinos, tan cristianos ellos, sabían del poder de la reliquia: por eso el general Perón la quiso embalsamada, por eso otros generales decidieron hacerse con su cuerpo. Lo hicieron sus amigos, sus enemigos lo entendieron: en cuanto pudieron se robaron el cuerpo muerto-vivo, lo escondieron. La convirtieron en la primera desaparecida.

Hay muy pocas palabras que la Argentina contribuyó al lenguaje global en las últimas décadas. Son casi todas nombres propios: Che, Maradona, Messi, ahora Francisco. Pero un solo nombre común: desaparecido.

Ella fue la primera.

Durante años, estampitas en altares domésticos marcaron la presencia de ese cuerpo perdido, cuya residencia en la tierra era un secreto que se entregaba susurrado a quienes alcanzaban la suma del poder. Un general de bigotes se calzaba por fin la banda de las tres tiras y le contaban, como culminación y contraseña, dónde estaba el cadáver de la Eva.

Su desaparición fue, también, la base la excusa el motivo de alguna de la mejor literatura realista que se escribió en ese país: Esa mujer, Rodolfo Walsh; Santa Evita, Tomás Eloy Martínez. Los dos, sobre esa muerte escamoteada.

Eran los primeros borradores. Que, como corresponde, borronearon. En los veinte años siguientes, completos de zozobras y vicisitudes, hubo muchos muertos significativos y hubo muchos muertos sin matador confeso, pero todos con sus cuerpos, con sus muertes más o menos enteras.

Morir de cierta forma, en esos años, era una parte importante de cierta forma de la vida. “La revolución no se lleva en los labios para vivir de ella, se lleva en el corazón para morir por ella”, decía un señor Guevara que quiso predicar con el ejemplo antes y después de exigir a sus seguidores no ya que lo siguieran –cosa fácil– sino que fueran como él, que fueran él, que como él vivieran y murieran.

Los que estaban dispuestos a morir morían sabiendo que sus nombres muertos –sabiendo que los nombres de esos muertos, empezando por el propio Guevara– se convertían en estandartes de combate. Era, de algún modo, volver a ser San Martín o Belgrano, el sargento Cabral o Facundo Quiroga: héroes que, para hacer la nación, hacían sus muertes bellas.

Para muchos, entonces, cobraba todo su sentido esa frase de Rafael Alberti con la que encabecé mi primera novela –que se iba a llamar O juremos–: “…esa edad en la que a uno le gustaría morirse para saber, después de muerto, lo que dicen de uno”.

Era, diríamos más tarde, cuando los muertos tenían nombre.

En 1974, el teniente general Perón de nuevo en el poder, incomodado por jóvenes que le cantaban que la sangre derramada no sería negociada y que libres o muertos pero jamás esclavos –con jóvenes que le cantábamos que toda la cordillera iba a servir de paredón–, se murió como de un redepente. No era tan viejo: nos parecía provecto. Y alguien –¿él mismo?–  decidió que también sería embalsamado: su cuerpo entró al panteón con sus partes enteras y allí quedó olvidado. (Tardaron quince años en hacer argentino su cadáver: fue el tiempo que pasó hasta que alguien se apiadó de ese pobre despojo abandonado y le cortó las manos, lo devolvió a los trajines de este mundo).

Mientras tanto, el ritmo de la danza de los cuerpos empezaba a agitarse. Recién ido Perón, los Montoneros terminaron de entender el valor de un cuerpo muerto y recuperaron uno que ellos mismos habían matado para cambiarlo por otro, por el original: el 16 de octubre de 1974, un comando ¿secuestró? el cadáver del general Pedro Eugenio Aramburu del cementerio de La Recoleta. Horas después mandarían un comunicado pidiendo, como condición para devolverlo, la restitución del cuerpo embalsamado de Eva Duarte que, por entonces, seguía desaparecido.

Cuerpo por cuerpo: parecía buen comercio.

Pero los muertos seguian ahí, demasiado visibles.

La desaparición de cuerpos –ese gran aporte argentino a las maneras de la muerte– tuvo su ensayo general el día de Navidad de 1975. Esa mañana docenas de militantes de la izquierda armada atacaron un cuartel en los suburbios de Buenos Aires: Monte Chingolo. Esa mañana muchos de aquellos jóvenes fueron baleados en combate o detenidos; ese día y los días que siguieron muchos de ellos fueron torturados antes de fusilarlos en algún patio, un descampado. Los militares a cargo –los torturadores a cargo–, todavía pudorosos, pensaron que no podían devolver esos cuerpos arruinados. Pero era un gobierno más o menos constitucional, debían devolver algo: devolvieron las manos. Era un gran paso –atrás– para –una cierta idea de– la humanidad. Les faltaba solo un toque de audacia para inventar la desaparición de las personas.

3.

Todos se mueren. Los argentinos no somos la excepción a esa regla: todos nos morimos. Lo raro es lo que hacemos con los cuerpos.

Entre 1976 y 1980 los militares argentinos –con el apoyo de buena parte de la sociedad argentina– se dedicaron a matar militantes de izquierda y esconderlos. Fue lo que el teniente general Videla llamó, con prosa envidiable, “los desaparecidos”. La palabra prendió, fue retomada en muchas lenguas. Jorge Luis Borges confesó muchas veces que su mayor ambición era dejar un giro, una palabra nueva en el idioma; el que lo consiguió fue el más bruto de sus comensales.

Desaparecer los cuerpos era fiarlos a un futuro negado. Generales punks creían en el aquí y ahora –en el allí y entonces–, que es como decir que creían en un presente permanente, un tiempo siempre igual a sí mismo donde nadie estaría en condiciones de pedirles las cuentas. Creían que si en aquel momento preciso no se hacían cargo, nunca deberían. Y eligieron no hacerlo y esconderlos: apostar al presente interminable.

Foucault lo decía bastante claro: el poder muestra su poder sobre el cuerpo del delito –cuerpo del delincuente– para educar sobre la ley. Castiga, mata en público para imponer sus leyes. Aunque a veces esos muertos pueden volvérsele en contra: pueden volverse banderas –o vergüenzas.

Aquellos poderosos argentinos, siempre mediocres, siempre a media asta, prefirieron no enfrentar sus actos: no educar por medio de esos muertos, sólo deshacerse de unos miles que los molestaban. Aquellos militares renunciaron al boato de la muerte y se hundieron en la modestia del hurto, del birlibirloque.

Cuando un cadáver enemigo se esconde en lugar de ser exhibido como insignia de la propia potencia es que el temor a su uso sacrificial o relicario prima. Si la exhibición supone una presunta debilidad que quiere legitimar su fuerza, el ocultamiento muestra una fuerza supuesta que no acepta su debilidad.

La desaparición es la muerte que no se hace cargo de su potencia educativa, legalizadora. La desaparición intenta una suerte de puesta entre paréntesis, ilusoria por aquello de que todo muerto debe tener su lugar y su función, y de muertos errantes se han poblado siempre las pesadillas, los horrores.

Y nunca fueron los muertos los que enterraron a sus muertos.

***

La desaparición creó, también, otros equívocos: en esos días los deudos –las deudas, esas madres– de los muertos no lloraban muertos; pedían por vivos raros, por “desaparecidos”. Para pedir por ellos –para pedir a los verdugos que buscaran a sus víctimas– debían cambiarles la identidad, la historia. No podían decir venimos a pedir por nuestros hijos guerrilleros; tenían que decir venimos a pedir por unos muchachos buenos tan tranquilos mire vea. Así se fue escribiendo una mirada de la historia: gracias a la existencia de desaparecidos –gracias a la inexistencia de esos muertos–, los militantes asesinados no fueron, durante mucho tiempo, lo que sí habían sido: muchachos y muchachas que habían elegido un camino en la vida. La historia no los registró por lo que hicieron sino por lo que les hicieron: secuestrados asesinados escamoteados, desaparecidos. No, fueron, para la historia, los sujetos de sus propias decisiones, sino objetos de las decisiones –violentas, criminales– de otros: sus verdugos. Aquellos muchachos y muchachas perdieron, con sus vidas, sus historias. Sus madres, los buenos, los que los querían, volvieron, con su relato, a desaparecer a los desaparecidos.

(Y también, de algún modo, demonizaron y despolitizaron a los militares: como verdugos de muchachos buenos inocentes ya no eran soldados con el fin político de matar a sus opositores sino locos sedientos asesinos –perturbados. Así, las razones verdaderas de sus actos quedaron, durante muchos años, en las sombras.)

Durante décadas, la mayoría de los argentinos aceptó –de algún modo aceptó– la decisión de aquellos militares: prefirió no saber bien qué había pasado. Por eso, todavía, todos esos muchachos y muchachas –sus historias, sus vidas– siguieron ocultados bajo el nombre común de desaparecidos.

Era uno de los gritos más ambiguos de la historia política argentina, un reclamo imposible: “Los desaparecidos/ que digan dónde están”.

Los tiempos del recuerdo son confusos: pasaron más de veinte años antes de que hubiera una masa crítica –más allá de los desconocidos de siempre– que intentara enterarse. Empezó a suceder a fines de los años noventa; al fin dijeron –otros lo dijeron: no habían sido víctimas pasivas sino militantes, gente que había decidido. Lo cual produjo discusiones, revisiones –incluso enfrentamientos. Y no los hizo menos víctimas, ni hizo inocentes a sus victimarios; les devolvió su historia. A partir de entonces el peso de esos muertos en la vida argentina creció de otra manera: para un sector bastante amplio se convirtieron en la fuente de toda verdad y legitimidad, pasaron de ser lo inconfesable a ser lo incontestable.

– Sí, claro, es hijo de desaparecidos.

Su linaje se volvió la línea más perfecta, decisiva.

Sólo faltaba que alguien tuviera la astucia suficiente como para beneficiarse de esa herencia –y fue un doctor Néstor Carlos Kirchner.

Que prometió dos cosas paralelas: que construiría “un país normal” y que reviviría “la Memoria”. Que usó esos cuerpos desaparecidos como nadie, como instrumento para zanjar cualquier debate, para desaparecer cualquier idea. La emoción del recuerdo se imponía –y tampoco importaba que ese recuerdo fuera un relato perfectamente adulterado.

El doctor Kirchner hablaba tanto de la muerte: basaba su mito de sí mismo en el recuerdo de esos muertos desaparecidos, pretendía que su gobierno era la concreción de aquellos ideales –aunque fuera, generalmente, lo contrario.

Pero después se le ocurrió morirse.

Y otra vez otra muerte se hizo dueña. En la Argentina no hay político más poderoso que la muerte –y vuelve y vuelve y no nos suelta. Queda dicho: en la Argentina no hay movimiento que funcione sin el respaldo de sus muertos: el reclamo por las víctimas, el peso de los mártires es un sustrato ineludible.

En pocas horas ese hombre se había convertido en otro hombre. Un día era un político muy controvertido; al otro, un estadista. O más: un mártir que murió porque, enfermo, no quiso dejar de pelear por el bienestar de su país, un argentino excepcional, un gran patriota. La muerte, en nuestra cultura, suspende las críticas; así empezaba la construcción del héroe.

Quisieron –¿supieron?– usar con esta muerte todas las enseñanzas sobre los argentinos y la muerte.

Fue el mayor esfuerzo publicitario que se haya visto en muchos años, dedicado a convertir al difunto de un infarto banal en un gran muerto patrio, de esos que sostienen políticas y se vuelven banderas y las fracciones se disputan. Dijeron que era “el desaparecido 30.001” –uniendo en una sola frase dos falacias. Cantaron –en todos los espacios publicitarios de la televisión cantaron– esas cosas: “¿Será verdad/ que te fuiste con la historia/ o será que aun no despertamos/ y que con una antorcha nueva/ en cada mano/ vas a volver/ cubriéndonos de gloria?”.

El hombre que mejor usó a los muertos se volvió un muerto que su mujer usó mejor.

Poco después de convertirse en muerto. en sus primeros meses como muerto, el doctor ya era hospitales, avenidas, plazas, comisarías, puentes, estaciones de tren, estaciones de micro, auditorios, rutas, aeropuertos, escuelas, campeonatos de fútbol, barrios, puentes.

Unos meses después de convertirse en muerto, el doctor ya era el caballo que llevó a su señora viuda a la victoria. Yo había publicado, casi dos años antes, mayo de 2009, cuando todavía andaba vivo, cuando su esposa presidenta tenía problemas electorales graves, un artículo de humor –dudoso. Se llamaba “La solución final”.

“Llevaban días hablando del asunto, y se desesperaban; por eso, cuando el primer hombre dijo que había encontrado la solución, los otros dos lo miraron escépticos:

– Ya lo dijiste cuatro veces, che.

– No, muchachos, esta vez la tengo, de verdad que la tengo.

El primer hombre hizo una pausa, miró a su alrededor, chequeó que nadie lo mirara. La parrilla pretenciosa estaba medio vacía –la crisis llegaba a todas partes– y la pareja de la mesa de atrás tenía su propia trampa que atender.

– Es cierto, estamos al horno. Si esto sigue así perdemos por goleada; ni la guita para los intendentes, ni las listas testimoniales, ni los aprietes, nada: pareciera que ya hicimos todo lo posible y nos hundimos igual. Pero hay algo que todavía nos puede salvar.

– Dale, che, ya amenazaste suficiente. Ahora decilo.

– No lo voy a decir, les voy a preguntar. ¿Qué es lo único que todos los argentinos respetan?

Dijo el primer hombre, y los otros dos se lanzaron a una ristra de lugares comunes –la vieja, la bandera, el éxito, Gardel, la guita– que el primero rechazaba con cara de buda satisfecho y burlón. El hombre tenía una papada extraordinaria, los ojitos perdidos entre grasa:

– No, muchachos, nada de eso: la muerte. En este país lo único que todos respetan es la muerte, lo único que te hace realmente bueno es morirte. Acá si estás muerto aunque seas un reverendo hijo de puta te volvés un grande. Fíjense lo que le pasó a Alfonsín, por ejemplo.

– Che, el pobre Alfonso no era un hijo de puta…

– Nunca me vas a entender de una, ¿no? Yo no quise decir que fuera nada: quiero decir que cuando estaba vivo no lo votaba nadie y ahora que murió se convirtió en un prócer. Si hasta está resucitando al hijo…

– ¿Y entonces?

– No se hagan los boludos, muchachos, que me entendieron perfecto.

Los tres hombres se miraron como se miran los que no quieren ver lo que están viendo: la esposa manoteando una entrepierna ajena, el telegrama de despido, aquella foto de sus veintiuno.

– ¿Vos querés decir que para que hagamos una buena votación en junio se tendría que morir alguien?

Le preguntó despacito el segundo, muy flaco, barba rala, sus ojeras.

– Vos sabés que estoy diciendo eso.

– ¿Pero quién, animal, de quién estás hablando?

– ¿De quién voy a estar hablando?

El mozo llegó con la segunda botella de montchenot y un par de provoletas bien doradas. El tercer hombre, pelo largo entrecano, prestancia de caudillo antiguo, amagó una sonrisa: ¿pingüino o pingüina?

– Veo que ya nos estamos entendiendo.

Dijo el primer hombre, y el segundo les preguntó si estaban locos.

– Locos no, al contrario, demasiado cuerdos. Bueno, basta de mariconadas: ¿pingüino o pingüina?

La discusión fue larga: el tercer hombre dijo que si la que se moría era ella la ventaja era que iba a dar muy Evita, que se compraba todos los boletos para el mito, que a largo plazo era un golazo pero que en lo inmediato tenía un par de problemas:

– Uno es que queda él solo y hay mucha gente que no lo soporta más.

Dijo el segundo, que se empezaba a entusiasmar, y dijo que con la simpatía por la muerte de su mujer le iba a cambiar la imagen y hasta quizá le bajaba las ínfulas y lo hacía más tolerante y otros cuentos de lechera hasta que el tercero pegó un puñetazo sobre la mesa:

– No, boludo, no se puede. Está el vicepresidente Cobos.

– Uy, dios, qué manga de boludos. Si la que se muere es la presidenta, la sucede Cobos y se nos pudre todo.

– Va a tener que ser él.

– Pero si es él, ella va a dar muy Isabelita; el macho se murió y quedó la viuda pobrecita.

– No, hermano, no digas tonterías. Ella nunca va a dar Isabelita. Y, de todas formas, no tenemos otra.

– Tienen razón: va a tener que ser él.

– Va a tener que ser él.

– Va a tener que ser él.

Los tres hombres se miraron para sellar un pacto grave, decisivo; la segunda botella estaba muerta y la provoleta se enfriaba en el medio de la mesa.

– Ok, tenés razón. Pero, hablando de sacrificio, se olvidaron de lo más importante. ¿Quién carajo puede pensar que el hombre va a hacer semejante sacrificio?

Dijo el tercero y tuvo un momento de alivio: estaban hablando boludeces, no iban a hacer nada de eso.

– ¿Cómo, no estuvo dispuesto a dar su vida por la patria? La patria, de puro generosa, le dio una prórroga de treinta años, y ahora la reclama. (…)”.

En octubre de 2011 la viuda que lo llamaba Él, que nunca dejaba de invocarlo, que ponía de su lado a todos los muertos y al más publicitado de los muertos, ganó las elecciones por escándalo. Dos años antes –todos vivos– las había perdido sin remedio.

Fue la última –las más reciente– intervención triunfante de la muerte en la política argentina. Pero tuvo un carácter distinto. Ahora el muerto era pura construcción de discurso, su heroicidad era pura construcción de discurso. Su cuerpo, en cambio, estaba ahí, donde viven los muertos: en un mauseoleo bien hortera –mármol, piedras, brishitos– en un pueblo del sur, aburrido del viento. Un cuerpo en su lugar, ninguna épica, ni un poco de misterio; relato que sustituye al drama verdadero.

Una muerte casi normal en un país que no consigue serlo.

(Y, como posdata, para acabar con ese cuento, el último de los desaparecidos, el final por ahora: el ex teniente general Jorge Rafael Videla se murió en su cama o su inodoro el 17 de mayo de 2013, lo autopsiaron bastante y, cuando quisieron enterrarlo, no pudieron: los vecinos de su pueblo natal –Mercedes, pampa rica cerca de Buenos Aires– le negaron la tierra que él negara a tantos. Días y días el cuerpo de Videla fue un cuerpo sin lugar, oculto, rechazado –la suerte de los desaparecidos–, hasta que al fin fue enterrado en otro sitio, casi en secreto, y acabó con un ciclo. Cuarenta años de historia, cinco siglos de historia. Quizás, ahora, empiece otra.

Es improbable.

La muerte no se rinde.)

Martín Caparrós 

Comentarios (1)

Don Pablo Rivas
29 de enero, 2015

Muy buen escritor este Caparrós.

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