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Elegía para Alberto Fernández; por Alberto Salcedo Ramos

Elegía para Alberto Fernández; por Alberto Salcedo Ramos 640

Esta historia comenzó temprano, en mi infancia, un día en que sorprendí a mi madre cantando una de tus tonadas. Cuando le pregunté de quién era esa canción tan bonita, ella lució emocionada: Alberto Fernández.

Jamás había oído hablar de ti. Sin embargo, me resultaste familiar desde la primera vez que te oí nombrar, como si me estuvieran presentando a un vecino que ya conocía. Después reapareciste en una forma similar: llegué donde mi tía Fanny justo cuando ella estaba diciendo que eras su cantante favorito.

Durante mucho tiempo creí que la palabra para definir la forma en que te hallaba era “casualidad”.

Por casualidad te encontré una noche en la pantalla del televisor; por casualidad me tropecé una mañana con tu música en un programa radial.

Decía que “casualidad” porque no eras un cantante de multitudes. Cualquiera se tropieza por ahí con un rockstar de esos cuyos afiches circulan hasta en la Luna. Encontrar en la superficie a un cantor de los subterráneos es mucho más difícil. Cuando yo era adolescente, en el vallenato ya reinaban los grandes conjuntos de acordeón. La música que tú hacías –vallenato con tríos de guitarras– parecía antediluviana, un asunto de viejos.

Por eso consideraba una casualidad que un muchacho como yo te encontrara una y otra vez en el camino. Tus discos no acaparaban los titulares de prensa, tu rostro no estaba en la memoria de mis amigos, tu voz no se oía en los autobuses, tus canciones no sonaban en los bares.

Una tarde, en Barranquilla, me arrimé a una fiesta de carnaval mientras sonaba la canción Te olvidé, que es como el himno de la ciudad. Alguien exclamó:

— ¡Qué cipote de cantante es Alberto Fernández!

¿Alberto Fernández? Hasta ese momento había creído que tú, juglar cesarense, solo cantabas vallenatos. Diablos, ¿también eras el intérprete de aquel chandé atlanticense con el cual me habían acunado en la infancia? Casi me caigo de la impresión. La canción llegó a ti –me contaron entonces– por pura casualidad: como el cantante que originalmente la iba a grabar nunca llegó, el director de la orquesta recurrió a ti.

Aquel episodio me indujo a pensar que tantas casualidades no podían ser casualidad. Si yo vivía encontrándome con tu música era porque me pertenecía, porque tú la cantaste para mí. Entonces decidí rastrearte.

Al sumergirme en tus discos conocí la obra portentosa de Rafael Escalona. Luego, también gracias ti, me arrimé a otros compositores magníficos de mi región, como Julio Erazo y Rafael Campo Miranda.

Exploré tu obra para saber por qué te admiraba.

Allí donde otros ponen la estridencia, tú pones la sobriedad. Amo la naturalidad de tu canto, en el que jamás encuentro arabescos inútiles ni sentimentalismos fáciles. Amo esa voz serrana que me devuelve, íntegras, todas mis raíces, y me permite evocar el olor de los mangos maduros.

Tu voz le enseñó al niño que fui paisajes en los que aún me reconozco. Tu voz hace volver a mí, con aire de gozo, a algunos seres amados que ya se me han ido. Esas razones me hicieron ir a tu casa: necesitaba entregarte en persona esta elegía, pues no quiero que te enteres de mi gratitud por simple casualidad.