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Oda al muñeco de Año Viejo; por Alberto Salcedo Ramos

Oda al muñeco de Año Viejo; por Alberto Salcedo Ramos 640

Me gusta el muñeco de Año Viejo, ese monigote que en Navidad invade los vecindarios de pueblos y ciudades. Aparece desde mediados de diciembre en los extramuros, en las plazoletas, en los solares, en las avenidas.

De pies, a un costado de la terraza, o sentado en una mecedora sobre la acera, se nos va volviendo parte del paisaje. Es grato contemplarlo, rudimentario, picaresco. A ratos parece tomarnos el pelo, a ratos parece integrarse a nuestros convites. Mientras él permanezca allí el panorama será más divertido.

Me gustan sus extremidades deformes, sus facciones bruscas, sus vestimentas disparatadas. Todos esos elementos de su apariencia, vulgares individualmente, armonizan en un conjunto sobrecogedor. Son bellos, además, porque reflejan el ánimo juguetón de nuestra gente.

Eso es, precisamente, lo que más me gusta: en nuestras barriadas el muñeco de Año Viejo no solo es pagano como lo fue desde sus orígenes coloniales, sino que responde también a un espíritu travieso: aparte de sustentar las ofrendas, sirve para descubrirle a la vida su ángulo risible.

Por eso en nuestro medio estos monigotes tienen más de caricatura que de tótem. Proponen la celebración a partir del remedo. Muñecos con cara de Celia Cruz para gozarse la rumba, muñecos en la bicicleta de Nairo Quintana para recordarnos que podemos subir las cuestas empinadas, muñecos que se parecen a Gabo para exaltar a Macondo por los siglos de los siglos.

El 31 de diciembre por la noche serán incinerados en público. Entonces, cuando queden reducidos a una pilada de cenizas, los aldeanos considerarán arrasados sus malos tiempos y declararán el comienzo de un nuevo ciclo de oportunidades.

El escritor Mircea Eliade nos recuerda que hasta las sociedades más avanzadas utilizan rituales de regeneración basados en la abolición del pasado. De vez en cuando se necesita un sacrificio, aunque sea simbólico, para alentar la ilusión de que los astros rebeldes volverán a alinearse favorablemente.

Entre nosotros, insisto, tal sacrificio se da en clave de humor. Los parroquianos que cultivan la tradición saben que el Año Viejo les deja muchos lastres: pérdidas, enfermedades, deudas, congojas, problemas. Sin embargo, se aferran a la vida porque saben que quien está vivo es quien puede zapatear una salsa de Maelo Rivera y disfrutar un tamal preparado por la abuela.

Si alguien tiene que ser inmolado para exorcizar esos demonios, que sea el muñeco, carajo. Mientras ellos conserven arrestos seguirán en pie de lucha.

A veces, al viajar por carretera, veo ranchos míseros donde no hay arbolitos con orlas, ni bastoncitos rojos, ni cadenetas fastuosas, pero sí un muñeco de Año Viejo que, muy orondo, se fuma un puro bajo el sol. Me gusta suponer que en esa morada le conceden más valor a la restauración que al ornamento.

Bendito sea el muñeco de Año Viejo con su piel de trapo y sus entrañas de paja. Bendito sea porque es producto de una intuición salvaje, bendito sea porque es un símbolo de resistencia que nos ayuda a prolongar la cumbiamba.