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Lecturas de 2014 [I]; por Antonio Ortuño

Lecturas de 2014 [I]; por Antonio Ortuño 640

Termina editorialmente 2014 y parece ser un buen momento para revisar la cosecha que representó para los lectores de narrativa mexicana. Fue, a juicio de quien esto escribe, un año de propuestas muy diversas (y hasta discordantes) y, a la vez, de consolidaciones y sorpresas. Y, bueno, también de paja y horrores, qué remedio. Este texto no pretende ser ninguna clase de top-ten sino una bitácora de lecturas limitada por el gusto personal.

Comencemos con el premio Herralde para la autobiográfica Después del invierno (Anagrama), de Guadalupe Nettel. El prestigio de Nettel, una de las escritoras latinoamericanas más laureadas en la actualidad, ha estado hasta ahora más relacionado con el cuento pero este libro representa para ella un afianzamiento en la novela.

Por otro lado, con Dorada, segunda incursión en la novela erótica, y con por la breve y experimental Miramar (Textofilia), que reúne textos escritos en muy distintas épocas en un envase común, David Miklos (San Antonio, 1970) alcanzó registros muy diferentes a los de sus primeras obras y un par de libros muy disfrutables.

También está el debut de Nicolás Cabral (1975), nacido en Argentina y residente en México hace más de treinta y cinco años, quien con Catálogo de formas (Periférica) diserta, a través del personaje de un arquitecto, sobre arte, vida, sociedad e historia. Otra obra llamativa fue la confesional Esquirlas (27 Editores), de Luis Panini (Monterrey, 1978), quien además vio publicada su segunda novela, la kafkiana El uranista (Tusquets). Hubo publicaciones notables de escritores jaliscienses: Bernardo Esquinca (1972), con su libro de relatos de horror Mar negro (Almadía); Juan Pablo Villalobos (1973), con la divertida Te vendo un perro (Anagrama); Luis Felipe Lomelí (1974), quien dio a la imprenta Indio borrado (Tusquets), una novela de lenguaje crudo e imaginario violento; Mariño González (1977), con los disparatados y sarcásticos textos de Pésimas personas (Arlequín), y Édgar Velasco, con su irreverente reunión de cuentos llamada Ciudad (Paraíso perdido).

También se produjeron varias sorpresas. Y con “sorpresa” me refiero a obras escritas por autores que habían incursionado en campos diferentes al narrativo. Formol (Tusquets), de Carla Faesler (1967), más conocida hasta ahora como poeta y ensayista; Resaca, del filósofo Luis Muñoz Oliveira (Random House); Bordeños (Tierra Adentro), de Francisco Serratos (1982), ensayista (y autor de los gags de “Vida de escritores”); y La soledad de los animales (La cifra) de Daniel Rodríguez Barrón (1970), reconocido como periodista y dramaturgo, son tres piezas a las que vale la pena asomarse.

Claro que no son estos todos los libros del año (hubo, desde luego, novedades editoriales de autores tan conocidos como Enrique Serna, Jorge Volpi, Pedro Ángel Palou, Élmer Mendoza, Álvaro Uribe, Fadanell, entre otros); son, apenas, los que más disfrutó quien esto escribe.

La narrativa nacional está en un proceso de renovación e inmersa en debates sobre sus alcances, presente y futuro. Para algunos, resulta demasiado convencional. Para otros, está excesivamente influenciada por el “mercado literario”. La única forma de comprobar si de este torbellino surgen obras de valía duradera (o no) es leyéndolas.