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En nombre de Dios; por Piedad Bonnett

En nombre de Dios; por Piedad Bonnett 640

Las últimas noticias del mundo —las decapitaciones del EI, la toma de un café en Sídney por un extremista musulmán, la infame masacre de niños y maestros en la escuela pública y militar de Peshawar, las torturas y violaciones a cuatro niños y una mujer embarazada por parte de un hombre en Bogotá— nos hacen pensar en el problema del mal, que ha interesado desde siempre a la filosofía.

¿Dónde está la noción de bien en esas personas? ¿Cómo se puede degollar a sangre fría a un hombre arrodillado, cuyo único pecado es no ser musulmán? ¿Qué hay en la mente de un ser humano que tortura a su hija, de 17 meses? ¿Son los seis talibanes suicidas, capaces de matar a 132 estudiantes persiguiéndolos debajo de sus pupitres, monstruos sin alma que no respetan ni lo más sagrado de una sociedad, sus niños?

Son monstruos, sí, pero sobre todo víctimas de la ceguera engendrada por otro monstruo, más perverso aun: el fanatismo. Cuentan los sobrevivientes de Peshawar que los criminales mataron recitando el Kalma (No hay más Dios que Alá y Mahoma es su mensajero) y haciéndoselo recitar a sus víctimas. Y cuentan los vecinos del torturador de Ciudad Bolívar que los gritos diarios iban acompañados de la palabra Jehová, Jehová, y que en la casa no había muebles ni enseres, pero sí Biblias y afiches religiosos. Dirán ustedes que los dos casos son diferentes. Sí: el colombiano no sólo es exponente de las creencias de una secta, sino un psicópata peligroso; pero en el fondo los une lo mismo: la certeza de que todo límite moral y ético puede traspasarse en nombre de una fe y de una verdad revelada. Esa es la cuestión: cada uno de estos hombres está convencido de que su dios avala sus horrores porque ellos tienen la verdad y los otros no. En eso consiste el fanatismo religioso, y en su nombre se han cometido toda clase de locuras colectivas: las cruzadas, la matanza de la Noche de San Bartolomé, la guerra austro-turca, la de Irlanda, la de los cristeros en México. Y amenazas y crímenes contra intelectuales y artistas.

La interpretación literal de los textos sagrados hace que los testigos de Jehová, por ejemplo, no acepten transfusiones, pues según ellos contradicen la palabra divina. Los talibanes —palabra que paradójicamente significa “estudiantes”—, al interpretar literalmente la Sharia o ley islámica, atacan la educación occidental, pues creen que pervierten sus creencias y no aceptan que las mujeres se eduquen: en los últimos cuatro años, tan sólo en la provincia de Khiber-Pakhtunkhwa, han destruido 839 escuelas. En Siria el Isis ha prohibido las matemáticas, la filosofía y la música, porque “no se ajustan a las leyes de Dios”.

Los fanáticos desconocen el hecho de que estas leyes fueron redactadas por hombres, algunas veces desde visiones míticas del mundo, otras desde sus propias ansias de poder. Pero saben, eso sí, que nada amenaza más profundamente el orden establecido que el conocimiento. Por eso la escuela se vuelve símbolo, porque en ella crece el pensamiento crítico, capaz de revaluar ciertas “verdades” y de desafiar el poder. Algo que también tenían bien claro los que desaparecieron a los 43 estudiantes de Iguala, en México.