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Veinticinco años sin Simenon; por Edmundo Paz Soldán

Veinticinco años sin Simenon; por Edmundo Paz Soldán 640

No leía a Georges Simenon (1903-1989) por los prejuicios que me despertaba saber que había escrito alrededor de cuatrocientas novelas. Pese a los elogios de Faulkner, Céline y John Banville, ¿podía ser bueno alguien que escribía tanto? ¿Era serio un autor capaz de sentarse ante su máquina en una jaula de cristal y escribir un cuento frente al público y contra reloj, como si la literatura pudiera ser también un “reality show”? Tardé mucho en vencer mis resistencias iniciales, pero lo hice hace un par de semanas, acuciado por el entusiasmo popular y la unanimidad crítica con que Francia conmemoró los veinticinco años de su muerte. Hace dos años la editorial Acantilado lo relanzó en español con dos de sus novelas, Pietr, el Letón (1930) y El gato (1966), y decidí comenzar por ahí. Ahora me pregunto por qué tardé tanto.

En Pietr, el Letón se inicia la popular serie del comisario Maigret, de la que hay unas ochenta novelas. En las primera páginas aparece el comisario, de pipa y americana, “enorme, con sus hombros impresionantes que proyectaban una gran sombra”. Le interesa atrapar al legendario delincuente Pietr el Letón, pero el “caso” es para él un medio para un fin más que un fin en sí mismo: según su teoría de la fisura, todo criminal es dos hombres a la vez; la policía se concentra en uno, el “jugador”, el “contrincante”, mientras que Maigret busca a otro, que aparece cuando ocurre la fisura, “el momento, dicho de otro modo, en que detrás del jugador aparece el hombre”.

El policial en Simenon no sería entonces la gran lucha de inteligencias de Poe ni tampoco la versión noir de Chandler en la que el detective es un cruzado romántico en un mundo corrupto; es la visión del crimen como algo de todos los días, en la que las flaquezas humanas pierden al asesino tanto como podían haber perdido a cualquier hijo de vecino o al mismo Maigret. En Pietr, el Letón hay tiempo para que Maigret, una vez atrapado el criminal, se tome unos ponches de ron con él: entre la policía y el culpable, escribe Simenon, “se crea una especie de intimidad. Sin duda por el hecho de que durante semanas, a veces meses, policía y delincuente sólo se preocupan el uno del otro”.

La novela de Maigret es buena, pero El gato está en otro nivel y es magistral. Simenon llamaba “novelas duras” a las que no eran policiales, y esa definición tiene que ver con la maestría con que escarba en las debilidades de sus personajes, hasta entregarnos un retrato brutal de la condición humana. El gato es la historia de un matrimonio de ancianos que no se soportan; la desconfianza instalada entre los dos hace que, a la muerte del gato de Émile, él piense que la culpable es ella, Marguerite. Así comienza entre los dos una contienda silenciosa, cruel, maquiavélica, que es también un juego: “¿Y no habían acabado por obtener así un secreto placer de ello? Los niños juegan a la guerra. Entre ellos dos, ahora, había una auténtica guerra, aun más apasionante”.

El escenario de esta novela es el de un callejón de casas viejas, y allí se encuentra, atendiendo un bar, una genial creación: Nelly, la ex-prostituta compasiva que ofrece sexo gratis a sus clientes fieles. Nelly es una adicta al sexo, y Simenon, que podía escribir cuarenta páginas al día, sabía mucho de adicciones y compulsiones. La guerra de Émile y Marguerite es una compulsión por enmascarar la verdadera batalla, que es contra el tiempo y es absurda y despiadada y termina siempre en derrota. Hay pocos escritores más existencialistas que el Simenon de El gato.