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La sal de la Tierra, documental de Wim Wenders sobre Sebastião Salgado; por Cristina Raffalli

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Hace más de veinte años, Win Wenders vio por primera vez una fotografía de Sebastião Salgado. La imagen estaba expuesta en una galería y formaba parte de su trabajo documental en Serra Pelada, Brasil, el yacimiento aurífero a cielo abierto más grande del planeta, donde cientos de miles de garimpeiros reditaron la fiebre del oro durante los años ochenta. En su documental sobre Salgado, La sal de la tierra (Le sel de la terre, 2014), recientemente estrenado en Francia, Wim Wenders relata ese encuentro: “La foto tenía un sello y una firma: Sebastião Salgado. La compré. El galerista sacó de la gaveta otras imágenes del mismo fotógrafo. Lo que vi me conmovió profundamente, especialmente el retrato de una mujer tuareg ciega que desde entonces está colgado junto a la otra foto sobre mi escritorio y que aún me conmueve hasta las lágrimas. Una cosa supe entonces sobre Sebastião Salgado: era alguien que amaba al ser humano. Eso era muy importante para mí. Después de todo, los hombres son la sal de la Tierra”.

La filmografía de este inmenso autor alemán ha explorado prácticamente todas las regiones del planeta cine y con la misma gracia ha dejado obras maestras en los territorios de la ficción y en el documentalismo. Recientemente, Dieter Kosslick, director del Festival de Cine de Berlín, anunció oficialmente que Wenders recibirá en 2015 el reconocimiento de la Berlinale a la integralidad de su obra. No obstante su probada destreza de documentalista, Wenders no estuvo solo ante la biografía de Sebastião Salgado, pues su vieja intención de trabajar fílmicamente la historia del fotógrafo se cruzó con la invitación a codirigir el proyecto que le hiciera Juliano Ribeiro, hijo de Salgado, formado como cineasta en Londres. David Rosier se sumó a la idea como productor y figura como coautor del guion junto a Camille Delafon, a Ribeiro y a Wenders.

La escritura de esta biografía fílmica debía consistir, sobre todo, en descubrir un hilo dramático que resultara de los cruces entre la vida y la obra. Todo lo que había que decir sobre Sebastião Salgado ya existía, estaba enunciado en imágenes. Sus archivos contaban su vida familiar, profesional, artística, así como la manera en que la historia de su tiempo incidió en su obra y en su visión del mundo, pero la vastedad de esos registros obedecía únicamente al orden cronológico, geopolítico o editorial, y para hacer un documental desde las alturas donde se mueve Wenders había que encontrar el orden íntimo. Si la firma de Wenders sobre las páginas de aquel guion aseguraba que la película encontraría su hilo de Ariadna escapando a cualquier formato convencional, la presencia de Juliano Ribeiro agregaba al documental un correlato inesperado: el del niño que creció resintiendo las ausencias frecuentes y prolongadas de su padre, y que ya adulto, convertido en cineasta y aún con el viejo pesar deambulando por su alma, decide acompañarlo a fotografiar el Ártico. Y es en la soledad del círculo polar, entre silencios totales y tempestades blancas, donde descubre al padre y comprende sus apuestas.

En el mismo nivel de importancia donde se sitúa el sentido narrativo de esta película, está la pasión por la imagen y el desarrollo de un discurso visual sin más barreras que los límites de la estética, de la sobriedad y del sentido poético. Felizmente predecible esta diestra maniobra, pues Wenders no sólo es un fotógrafo experimentado en el género del paisaje, sino que la fotografía es una reflexión constante en su filmografía y hasta un tema concreto en la anécdota de sus películas, como ocurre en Alicia en las ciudades, El amigo americano y París Texas.

La sal de la Tierra es, cierta y afortunadamente, un documental. Pero al igual que Pina o Buenavista Social Club, expande los linderos al retratar la más profunda intimidad del “sujeto” en cuestión. De Salgado sabrá, quien vea esta obra, no sólo por qué decidió vivir en París desde 1973, sino cómo valoraba su condición de emigrante. Sabrá qué pasaba en Serra Pelada o en otros escenarios de la mano del hombre, pero también conocerá la huella que dejaron en él las historias de aquellos trabajadores. Se informará sobre la estela de desamparo que iba dejando la conflictividad política y económica a su paso por las comunidades, y de cómo Salgado le arrebató la invisibilidad. Verá el éxodo de millones de seres humanos de horizonte en horizonte, y sabrá que todos ellos también pasaron por Salgado, lo recorrieron, lo habitaron y vieron la muerte desde sus ojos. Recordará guerras de cuyas atrocidades el mundo nunca llegará a sobreponerse. Después de décadas de entrega a la denuncia del dolor, de la injusticia, del hambre, de la violencia, de la crueldad, fueron la guerra de la ex Yugoslavia y la guerra de Ruanda, las que asolaron en él toda esperanza: “El hombre es un animal feroz. Somos un animal terrible, nosotros los humanos. Nuestra historia es la historia de la guerra y es una historia sin fin. Una historia desquiciada”, confiesa en blanco y negro, en uno de los planos cerrados que lo retratan con sus cejas pobladas, blancas, y su piel curtida de tanto desierto.

El día en que Salgado no pudo con más dolor, una nueva etapa en su fotografía tuvo que abrirse para curar su alma. Desde 2004 su trabajo descubre los hábitats vírgenes del planeta y las comunidades humanas aún intactas. Este proyecto, al que ha llamado “Génesis”, de un aliento largo como todos los que ha hecho, ya lleva diez años en curso y corre paralelamente con la reforestación de las tierras donde creció, en su natal estado de Minas Gerais. Hasta ahora, más de dos millones de árboles han sido plantados por su familia, por un buen número de voluntarios y por las mismas manos que rotaron el lente y pulsaron el disparador para entregar al mundo muchas de las más hermosas y a la vez terribles imágenes del siglo veinte.

Sobre la fotografía de Salgado pesa un reclamo cuyo punto de partida más remoto pareciera venir de un artículo publicado hace décadas en The New Yorker, cuyos argumentos fueron revisitados por Susan Sontag en un polémico libro, Ante el dolor de los demás, publicado en 2003, poco antes del fallecimiento de la escritora. En ocasión del reciente estreno de La sal de la Tierra, quisimos ventilar la vieja polémica pidiéndole a varios fotógrafos responder la siguiente pregunta:

Hay una opinión bastante generalizada y particularmente expuesta por Susan Sontag, según la cual Salgado presenta el drama humano mediante imágenes cuyo cuidado plástico, cuya belleza puramente sensorial, resulta divergente en relación al tema (el dolor, el hambre, la violencia, la guerra, la enfermedad…). ¿Qué opinas al respecto?

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Leo Álvarez: La crítica al esteticismo de sus imágenes se origina en un artículo titulado “Good intentions” que publicó Ingrid Sischy en The New Yorker en 1979, si no me equivoco. En 2003, Sontag desarrolla estas ideas en su libro Ante el dolor de los demás, y el mismo tema es tratado a profundidad en un libro llamado Between the eyes. Essays on Photography and Politics (2004) de David Levi-Strauss, en cuyo primer capítulo hay un debate muy interesante. Sí, por supuesto que hay fotógrafos, agencias de fotógrafos y agencias de noticias que explotan comercialmente la desgracia y ahí cabe la crítica de Sontag y la de Sischy, pero debemos aclarar que eso suele ocurrir en el ámbito del fotoperiodismo y no tanto en el documentalismo. Salgado, lejos de ser un fotoperiodista es un documentalista comprometido con sus causas personales. No tiene complacencias con ninguna línea editorial y sólo rinde cuentas a su propia conciencia. A un fotógrafo no se le lee por una foto ni por un ensayo, sino por todo su cuerpo de trabajo. Creo que Salgado ha sido consecuente en toda su trayectoria, siempre luchando por causas en las que cree, como las reivindicaciones de los trabajadores, los desplazados, o las consecuencias de la globalización en el medio ambiente. Y debemos dejar claro que realiza este trabajo por pasión fotográfica y convicción en su discurso. Eso es lo que lo mueve. Su posición económica le permitiría una vida holgada sin necesidad de trabajar, no obstante lo hace. Salgado, en innumerables entrevistas y documentales y entre ellos uno que hizo con el escritor John Berger y que dirigió Paul Carlin (The Spectre of Hope, de 2002) deja claro que con sus imágenes intenta mostrar, a cierta parte de la población que muchas veces se niega a ver, los padecimientos de numerosos grupos humanos. Salgado se relaciona con las comunidades con las cuales trabaja, no tiene la presión del tiempo, no tiene deadlines para publicar, se empapa de su tema para formarse su propia opinión y después decir a través de sus imágenes lo que vivió y lo que piensa de ello, de esto se trata el documentalismo real , el verdadero. Él prolonga su contacto con los protagonistas de sus imágenes: les lleva los libros y las copias, cultiva su relación con sus retratados. Creo que el esteticismo es parte de su discurso visual y si bien Ingrid Sischy y Susan Sontag dicen que “estetizar la tragedia es la manera más fácil de anestesiar los sentimientos que tales imágenes nos producen” y que “la belleza llama a la admiración y no a la acción”, mi observación me lleva a una conclusión diferente: yo veo que las generaciones más recientes, expuestas desde muy temprana edad a imágenes muy crudas, han desarrollado una insensibilidad o un endurecimiento frente al dolor ajeno. La amenaza que enfrenta nuestra sensibilidad no está en la belleza, sino en la violencia contenida en una inmensa cantidad de las imágenes que percibimos, imágenes que lejos de ser estéticas como parte de un discurso, muestran descarnadamente una “realidad” que no da lugar al desarrollo de otro discurso más allá del de la violencia per se, que es, por cierto gran vendedora de portadas y de artículos. Siempre me ha llamado la atención por qué sobre esto no hay debates y nunca he entendido por que la crítica contra Salgado y contra sus imágenes. La fotografía es un medio de expresión, Salgado la utiliza con honestidad y sinceridad en un discurso consecuente. No entiendo cómo personas que no hacen nada para tratar de cambiar el mundo, sentados en sus escritorios bajo sus aires acondicionados, atacan a quienes con su ejemplo, trabajo y sudor lo intentan cada día muy lejos de la zona de confort. ¿Se critica a los escritores, a los novelistas, a los poetas el uso personal de la palabra? ¿A un articulista el uso de la metáfora? ¿Por qué a Salgado se le ataca por el uso de la estética? Supongo que desde hace mucho hay intereses distintos al fotográfico detrás de todo esto. Jorge Ribalta y Martha Rosler nos recuerdan que atacar al documentalismo fue una práctica de la fotografía posmoderna, desde los teóricos de los años sesenta y setenta, y que además, en los ochenta, fue parte de una postura conservadora que se instauró en Estados Unidos e Inglaterra bajo los gobiernos de Reagan y Thatcher como parte de una política cultural que restringió los apoyos estatales a la fotografía documental y sus temas sociales, para romper con una práctica ‘izquierdista’ y favorecer un cierto neoliberalismo de los mercados fotográficos. Todo esto arropado bajo la excusa de teorías vanguardistas que, personalmente, creo que redujeron la fotografía a un ámbito comercial donde críticos, teóricos y galeristas, ungen a un pequeño grupo de elegidos con quienes se pagan y se dan el vuelto, favoreciendo trabajos no tan voluminosos, a los que no hay que dedicarles tanto tiempo, controlados fácilmente por los circuitos de arte y que pueden justificarse de forma más teórica que visual. Como dice Robert Huges: después del narcotráfico, el arte es el mayor mercado mundial no regulado por legislación alguna.

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Nicola Rocco: Entiendo la posición de Sontag, al pensar que fotos tan bien cuidadas en detalle y estética e inclusive en su composición, puedan atentar y restarle fuerza al mensaje documental, a la carga de información. Personalmente, creo que sucede lo contrario: el mostrar tanta belleza en fotografías documentales resalta el mensaje, no hay divorcio entre una situación de calamidad y destacar unas sombras o un detalle de luz. Salgado siempre ha trabajado así y dudo que sus fotos pasen inadvertidas. Además, ninguno de sus detalles técnicos o recursos (usaba un revelador especial cuando trabajaba con negativos) desvíe la atención del tema. Creo que la fotografía ha conseguido un lugar muy importante a la hora de hacer denuncias, de mostrar asuntos críticos, de ser testigo. Es un medio idóneo para transmitir ideas sin recurrir al idioma, sólo las artes puras como la pintura o la escultura logran ese objetivo con claridad y a veces con la crudeza que exige el momento. Eisenhower, al ver los campos de exterminio, ordenó que se filmara y se fotografiara todo. Ahora bien, para que la fotografía no pierda credibilidad se le exige la máxima fidelidad posible en relación a lo que retrata. Intervenirla podría alterar su significado, eso es cierto. Manipular una imagen es como tergiversar una historia, ergo, es como mentir. Yo pienso que el trabajo de Salgado es un ejemplo de cómo el arte puede recurrir a la fotografía a fin de partir de ella hacia la (re)creación de una verdad. Así como Picasso pintó el Guernica, Nelson Garrido pintó de rojo su fotografía de Parque Central. Todos son recursos válidos para crear y compartir una inquietud.

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Antonio Briceño: Yo no veo esa divergencia como algo criminal. Para mí lo fundamental es la dignidad de las personas retratadas, y creo que en el caso de Salgado (cuyos trabajos no conozco en su totalidad) la dignidad siempre está resguardada. No entiendo bien si los que plantean esa crítica proponen que el tratamiento del “drama humano” deba entonces ser amarillista y descarnado. Me parece una visión muy simplista, una mentalidad tipo videojuego. Nunca me ha gustado hacer crítica del trabajo de otros, pues somos millones de personas y cada quien tiene su camino. Afortunadamente no me toca ser juez. No conozco cómo es el trato de Salgado con sus modelos, ni su ética tras bastidores, pero esa supuesta contradicción no la veo más allá de un asunto de estilo. Yo me arriesgaría a agregar que ese criterio de evaluación depende de quién lo perciba. En líneas generales, la opinión y recepción de una obra por parte del público suele ser bastante divergente y hasta antagónica con respecto a la opinión de los críticos y curadores, una franca minoría de la sociedad. En otros ámbitos, como el de la conservación de la naturaleza, el amarillismo, el mostrar tan repetidamente imágenes descarnadas y desesperanzadoras, tiene un efecto contrario al que se busca: el rechazo o la omisión. En un mundo cada vez más bombardeado de imágenes e información, la forma de plantear los problemas tiene que estar muy bien pensada si se quiere llegar a la gente. No así si se quiere llegar a un público selecto, especializado y también bastante estandarizado en cuanto a criterios, cuya necesidad principal parecería precisamente ser esa: un ego que a toda costa sueña con diferenciarse de la opinión y el gusto “general” para, mediante la exclusión, afirmarse a sí mismo y a su superioridad ficticia. Es por eso que no me interesa ni tengo mayor información sobre las críticas que se hagan unos a otros. Mayormente, no me interesan. Al final cada cual tiene el derecho o la obligación de hacer lo que crea conveniente y la opinión de los otros no pasa de ser una curiosidad, porque he constatado que tras una insistente crítica puede haber una insistente envidia. Yo, en todo caso, suscribo la opinión de mi tocayo Antón Chéjov: “Las obras de arte se dividen en dos categorías: las que me gustan y las que no me gustan. No conozco ningún otro criterio”.

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Nelson Hippolyte: No comparto la opinión de Sontag ni la de los críticos dogmáticos y pontificadores. En un momento dado, Sontag arremetió contra García Márquez por su posición ante el conflicto Israel-Palestina. Hoy en día la recepción es disímil, global, inclusiva y polisémica. Algunos verán el trabajo fotográfico de Sebastião Salgado como “demasiado plástico”, y si fuera así, es su derecho de artista. En mi opinión, el dolor, el hambre, la violencia, la guerra, están vivos en su fotografía. El desfase entre lo que es y cómo lo expresa a través de ella se encuentra también en las imágenes de Cristina García Rodero o Leni Riefenstahl, entre muchos otros fotógrafos. Lo importante es que el receptor haga su propia interpretación de “la realidad”. Los pontificados críticos hace tiempo terminaron su reinado.

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Efraín Vivas: Sobre Salgado me he formado una opinión muy particular en defensa de la “Estética de la tragedia”. No estoy en lo absoluto de acuerdo con la periodista Ingrid Sischy, quien dijo que Salgado daba “tratamiento estético a la tragedia para anestesiar los sentimientos de aquellos que lo están presenciando”. No sólo Sontag, sino muchos teóricos de la imagen, le han negado a Salgado el valor de la estética con que ha elaborado su trabajo. Eso lo entendemos mejor los fotógrafos que los periodistas o los críticos de arte. Es el amor a un oficio, la búsqueda de la excelencia en todo aquello que se hace, así sea una desgracia, tragedia o drama lo que diferencia el trabajo de Salgado de otros fotógrafos documentales. Uno no se puede plantear el abandono de una forma de trabajo porque el tema sea crudo o dramático. Siempre he considerado que Salgado ha podido llamar mayor atención a los problemas que ha develado con sus proyectos documentales, gracias a su manejo de la estética y la perfección de sus resultados.