- Prodavinci - https://historico.prodavinci.com -

El apellido del compadre Ramón; por César Batiz

El apellido del compadre Ramón; por César Batiz 640

El apellido del compadre Ramón descendió de un barco en el extremo más al norte en el oriente venezolano, en la costa de Paria, estado Sucre. Llegó en los labios de una mujer que duró un centenar y un poco más de años. María se llamaba y dicen que con más de nueve décadas era capaz de ensartar una aguja sin que le temblara la mirada.

¿Cómo pasó? No sé. El secreto quedó guardado por el olvido en las tierras y ríos con desembocadura al mar de Güiria e Irapa, en Sucre, o al lado de los pantanos tiznados de petróleo y con el zumbido de mosquitos malariosos de Caripito y Quiriquire, en Monagas. Pero le ocurrió en La Guaira, Puerto Cabello y Maracaibo a los chinos y europeos orientales, así como a judíos en su añoso peregrinaje de los tiempos en que eran perseguidos, errantes y desarmados. Los inmigrantes se encontraron con oídos desacostumbrados de funcionarios que garabatearon fonemas para darle entrada al recién llegado.

El hidalgo. Google, esa maquinita de algoritmos indescifrables para un simple mortal, ayuda a encontrar pistas. Se conoce que escrito así, con cinco letras, un final muy ibérico con una Z y sin un asomo de tilde por ningún lado, el apellido del compadre Ramón tiene hidalguía, nobleza y una diversidad de escudos de armas, “certificado por el Cronista y Decano Rey de Armas Don Vicente de Cadenas y Vicent”. Puesto de esta forma sobre el papel, su origen se remonta al País Vasco y no cabe dudas para el autor que los llamados así se dedicaron a los oficios más nobles en la España de entonces.

Más hacia estos tiempos, un sistema de búsqueda de empresas en EE.UU. revela que al menos 16 firmas comerciales tienen entre sus socios a personas con el apellido del compadre Ramón. Más aún, la ociosidad y gusto inagotable por las cifras de los gringos, asoman que entre 2001 y 2005 ocurrió la muerte del mayor número de personas con  el mismo “last name”, solo seis, una cantidad suficiente para llenar la mesa en la que estoy sentado, pero claro, estaría rodeado de ancianos, debido a que esos ciudadanos, habitantes de California y Texas, tenían un promedio de edad de 69 y 78 años cuando despegaron de esta esfera.

Puerto Rico, Argentina y México serían los países en los cuales se encontrarían familias bajo el mismo escudo de arma. Una borinqueña fue al Miss Universo en 1983 con ese apellido. En Buenos Aires un ciclista llevó a lo más alto del pódium esas cinco letras. En México no hay nadie destacable hasta donde Google permite saber. Pero el asunto cambia si agravamos la palabra con una tilde sobre la a.

En tierras mexicanas, con ese acento, el apellido del compadre Ramón deja de ser su apellido, para convertirse en el de un militar del siglo XIX que impulsó la educación pública; en el de un abogado, filósofo y político; en el de un director de orquesta; o si no en el de un precursor del rock, un guitarrista que fue maestro de Carlos Santana. Su origen, al igual que el anterior, vasco, pero con un único y sencillo escudo de armas, con una divisa: Por mi ley y mi Rey.

Si al apellido del compadre Ramón se le cambia la castiza Z por una silbante S, aparecen muchos más personas pero sin pasado hidalgo, ubicadas en Norteamérica, África y el Caribe. Aunque más allá en la historia, 300 años antes de Cristo, Alexander mató cruelmente a un comandante llamado así, con S, al tomar Gaza.

Con un anglosajón “this” al final, el cambio sería más radical y se convertiría en el apellido de una mayor cantidad de individuos en diversas partes del mundo, incluyendo Venezuela. En EEUU, Ancestry.com tiene 903 registros históricos que sería como colocar nueve resmas de papel una sobre otra. Aparece en el censo de 1840 en Virginia, aunque carece de escudo y blasón.

De corazón. Pero no. En ninguno de los casos hablamos de lo mismo. La historia es menos pretenciosa que la bola de plátano que acompaña a un buen plato de chivo en tarkarí.

Chon –Ascención Briceño- a sus casi 98 años, permanece dormida en los lejanos recuerdos, a los que desde su cama puede ver más de cerca que los hechos del presente. Rememoró que Ramón, un negro hijo de trinitaria, vestido con la pulcritud de la pobreza de esos pueblos orientales, de palabras precisas envueltas en una voz penetrante, llegó a su casa en Irapa. Allí, con el patio venteado por el olor de la caña recién cortada y la sombra de cocotales, el hombre de piel firme extendida por casi 175 centímetros de altura, le envenenó el sentido y las enaguas cuando dijo que se quería casar con ella.

Ella era madre de cinco muchachos, blancos curtidos, nunca pálidos, presentados antes el registro civil por un hacendado llamado Benigno Rojas, parrandero y mujeriego, de quien se fue alejando hasta quedarse sola. Incluso ese día en que escuchó la propuesta de matrimonio, pensó que los avances de Ramón eran para Paula, su hermana soltera y sin hijos con quien compartía la casa. Y estaba equivocada. Quería con ella pese a su prole de cinco bocas que alimentar. Luego hasta un papel llegaron a firmar.

La Creole. Hacia mediados de la década del 40, en una Venezuela que descubría libertades tras la dictadura de Juan Vicente Gómez, la migración interna sumaba mano de obra a la industria petrolera. Ramón se embarcó en un bote que lo llevó a Cumaná y de allí por  caños y ríos hasta Caripito, en Monagas, donde recibió su ficha (carnet) de Creole, la filial de Standar Oil Company que luego pasó a llamarse Lagoven y ahora es PDVSA.

Una fotografía lo muestra metido hasta el pecho entre aguas bituminosas, cerca del pozo petrolero. Se ve su negro rostro y el sombrero de jornada.

Gracias a ese trabajo, su nueva familia hizo el mismo viaje desde Irapa para reencontrarse en la casa que la empresa petrolera le había asignado. Hasta entonces eran solo los hijos de Chon, situación que no tardaría en cambiar.

La industria petrolera, además de casa, daba a las esposas e hijos de su personal servicios de educación y salud, pero eso sí, tenían que estar legalmente registrados ante la autoridad civil.

Ramón decidió presentar a los cinco hijos de Chon sin estar ellos presentes. El primero fue César, hasta entonces, César Antonio Rojas Briceño, nacido el 26 de febrero de 1933. Al momento de llegar al registro se olvidó del segundo nombre del muchacho quien para ese momento rondaba los 14 años. Lo apuntó en el libro de registro como César Darío. Luego tocó a tres de los otro cuatro, porque la segunda hija de Chon, Nicha, quiso conservar el Rojas. Aunque se criaron bajo la misma casa y todos pronunciaban igual el apellido, al escribirlo comenzaban los desbarajustes, incluso entre Ramón y César, quienes con los años terminaron siendo compadres de bautismo de una de las hijas del segundo.

En algún momento, entre registros civiles de Sucre y Monagas, más escrituras a pie de un pozo petrolero, el mismo apellido, del compadre Ramón, traído desde Trinidad y Tobago en la boca de María, adquirió diversas versiones. Para el documento legal Batis con “S”, en algunos casos Bathis con “T, H, I y S” y en la nómina de Creole y ante la logia masónica Antonio José de Sucre de Quiriquire, Batiz, con “Z” sin acento en la “A”. Así se regó entre sus ahora diez hijos, porque Chon le tuvo cinco más, entre ellos tres mulatas de caderas salsosas y dos negritos que se cansaron de correr las lomas del campo petrolero.

Al final, cuando mi abuelo murió sin sus finos pies negros porque la diabetes se los comió como marabuntas insolentes, no dejó más herencia que una viejita dormida en sus recuerdos, en una cama bajo el mismo techo donde los Batis, Bathis y Batiz tuvieron como escudo de armas un disco de La Fania, una fuente de ocumo chino, un plato de tarkarí con bola de plátano y un casco de aluminio redondo con el logotipo de la Creole.

***

[Este texto fue trabajado en el taller que Alberto Salcedo Ramos dictó en septiembre de este año a los colaboradores de Prodavinci]