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Con toda conciencia; por Piedad Bonnett

Con toda conciencia; por Piedad Bonnett 640

Que la objeción de conciencia ha existido siempre lo testifica Antígona, el personaje de la obra de Sófocles que se estrenó en 422 antes de Cristo. Como muchos recordarán, Antígona debe escoger entre obedecer a Creonte, que ha dado la orden de dejar insepulto el cuerpo de su hermano Polinices por haber muerto enfrentando al Estado, o seguir los dictados de su conciencia y de la ley sagrada, que dice que es un irrespeto con los muertos no darles sepultura. Contrariando a Ismene, su atemorizada hermana, Antígona arroja tierra sobre el cadáver de su hermano, desafiando así a la autoridad, que la condena a ser enterrada viva, castigo del que se libra acudiendo al suicidio. Stricto sensu, pues, Antígona es una objetora de conciencia que rechaza la ley pública porque contradice sus principios éticos y morales.

La objeción de conciencia, como figura legal que se aplica sobre todo en relación con el reclutamiento para ir a la guerra, nace en sociedades que respetan la autodeterminación del sujeto y consideran legítima la libertad ideológica. Aunque nos parezca extraño, la prestación de servicio militar no se hizo obligatoria sino en el momento en que se conformaron ejércitos profesionales, en tiempos de las guerras napoleónicas, y es ahí cuando aparece la objeción de conciencia, un término equivalente al de “resistencia a la opresión” que encontramos en la Declaración de los Derechos del Hombre, o al de “desobediencia civil” que creó Thoreau cuando en 1846 se negó a pagar sus impuestos argumentando que no quería colaborar con un Estado que mantenía la esclavitud y declaraba guerras sin justificación ninguna.

Todo lo anterior lo traigo a colación a raíz del fallo de la Corte Constitucional a favor de Jhonatan David Vargas, un universitario que se declaró objetor de conciencia por negarse a empuñar las armas, ya que es cristiano. Jhonatan tuvo que permanecer detenido 13 días en una unidad militar y acudir a dos tutelas antes de que la Corte le recordara al Ejército Nacional que ese es un derecho que tienen los ciudadanos siempre que justifiquen su decisión. Para mí, ese derecho debía cubrir a cualquier joven y no sólo a los que practican ciertos cultos. Pues, ¿en razón de qué tiene que irse un muchacho que quiere estudiar o ayudar a su familia con su trabajo, a matar o a que lo maten en la plenitud de su vida? Yo nunca he podido entender que haya gente que escoja la carrera de las armas, pero ya que la hay, que sean ellos, los profesionales de la guerra, los que la hagan. Y no los jóvenes, generalmente campesinos o de barrios muy pobres, que ahora —y siempre—, como han venido denunciando, caen en las batidas ilegales de un ejército que no tiene problema en obligarlos a inscribirse sin el debido proceso, enviarlos a regiones de guerra cuando son todavía casi adolescentes, y maltratarlos con el fin de que se vuelvan “pantalonudos”.

Ochenta mil jóvenes espera reclutar el Gobierno en 2014. Muchos de ellos irán a la guerra, de la que volverán —si es que vuelven— con amputaciones, cuando no del cuerpo, del alma. “Si logramos la paz, y la vamos a lograr este año, inmediatamente voy a eliminar el servicio militar obligatorio”, ha dicho el presidente Santos. Una razón más para acabar con esta guerra.