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El síndrome de Simón El Bobito; por Alberto Salcedo Ramos

El síndrome de Simón El Bobito; por Alberto Salcedo Ramos 640

Julio Cesar Turbay Ayala. Fotografiado por Alfonso Reina

 

A Julio César Turbay Ayala lo lincharon moralmente cuando pidió, en la campaña presidencial de 1978, reducir la corrupción “a sus justas proporciones”.

Entonces el pasatiempo favorito de los colombianos era inventar chistes para retratar como bruto a Turbay Ayala. La frase fue recibida con sorna, y aún se evoca de esa manera. Pero va siendo hora de que hagamos un acto de justicia: el país se equivocó al no tomarse en serio semejante advertencia tan sabia.

Es que, como bien señala Antonio Caballero, seríamos un país desarrollado si los bandidos en la contratación pública solo se robaran el cincuenta por ciento.

Si Colombia hubiera reducido la corrupción a sus justas proporciones, se habría ahorrado un gran porcentaje del saqueo que la ha desangrado.

Se habría evitado una parte significativa de las licitaciones amañadas, de las obras civiles desastrosas, de la depredación en los hospitales, del rezago en las escuelas, del envilecimiento en la política, de la podredumbre en ciertas dependencias estatales, del dinero perdido, del mal ejemplo para la sociedad.

Imposible cuantificar los daños generados por la corrupción durante estos treinta y seis años. Son demasiados los puentes caídos, la sobrefacturación, las obras fantasmales, los “otrosí” añadidos tramposamente en los contratos, el tráfico de coimas, las muertes generadas por esta plaga.

Según el viejo chiste, en Colombia los corruptos son capaces de robarse hasta un hueco. Recientemente, el Zar Anticorrupción, Óscar Ortiz González, denunció que en Yopal fue construido con recursos públicos un matadero de gallinas, a pesar de que allá no hay industria avícola. “Tendría más sentido un matadero de reses en la India, donde está prohibido ese sacrificio, que uno avícola en Yopal”, concluyó el funcionario.

No me extrañaría que, en esa misma tónica, a algún alcalde se le diera por construir un matadero de zancudos. Total: hay que sacrificarlos, y más en estos tiempos en que transmiten el virus chikungunya. El país tratará como cretino al alcalde que tome tal medida, y él sonreirá a solas mientras se frota las manos. Una de las caretas que adopta la corrupción para presentarse en sociedad es la estupidez.

Aquí rompen una calle para repavimentarla, y al poco tiempo vuelven a romperla para instalar el servicio de gas. No es falta de planeación, como creen los incautos: es, simplemente, saqueo. Quienes roban saben que para hacerse perdonar en esta sociedad donde la gente tiene complejo de inteligente, deben asumir de vez en cuando el papel de brutos.

Todos los candidatos presidenciales, cuando están en campaña, prometen combatir este mal. En el fondo solo quieren darle chance a su propia cuadrilla de corruptos. Lo único que se democratiza en nuestras repúblicas bananeras es la corrupción. El lema que practican es el de la célebre canción de La Fania: “quítate tú, pa” ponerme yo”.

Se trata de eso, justamente: de que unos se quiten porque ya robaron para darle paso a otros que también quieren su parte. En nuestras repúblicas bananeras la rotación en el poder está más ligada a la corrupción que a la necesidad de una alternancia en el manejo de los asuntos públicos: se trata de repartir el botín para garantizar la gobernabilidad.

Si todos roban, nadie roba, es decir, nadie habla. De ese modo la maquinaria queda aceitada para que siga su curso.

Por considerarnos muy pulcros, o muy listos, o ambas cosas, desperdiciamos la oportunidad histórica de reducir la corrupción a sus justas proporciones. Creímos que Turbay Ayala era el bruto, y resulta que los brutos somos nosotros.