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Las transformaciones; por William Ospina

Las transformaciones; por William Ospina 640

Matar en nombre de Dios en una vieja costumbre.

Ese dios no es el dios del amor que predicó Cristo, ni el Dios que es el Universo según Spinoza, ni el dios hospitalario de los musulmanes, ni el dios que es hermano de sus criaturas, como quería Francisco de Asís, ni el dios amoroso de los místicos, ni el dios intelectual de la Cábala o de Tomás de Aquino.

Es el viejo dios de los ejércitos, que predicaban las religiones del libro, y que sigue tan vivo como hace diez siglos. Los gobernantes cristianos de hoy no sólo tienden a olvidar a su dios pacifista sino a olvidar todo lo equivocado que antes hicieron en su nombre.

Olvidan el proceso que siguió el cristianismo para imponerse sobre Occidente. Aprovecharon la tolerancia religiosa de Roma para abrirse camino, pero se volvieron una religión intolerante al acceder al poder. Libraron guerras contra todos los dioses e impusieron el culto al dios único. Pasaron de las guerras contra los paganos a las campañas contra las herejías y a la persecución de los disidentes.

Con guerras, cruzadas, tribunales y hogueras, el triunfo de la religión fue, por desgracia, el triunfo del terror. Es muy cómodo olvidar todo esto a la hora de juzgar los mismos errores en los demás. Olvidar que en todas estas religiones, tan emparentadas entre sí, hay fanáticos intolerantes pero también gentes hospitalarias, justas, respetuosas. Que el mal no milita en un solo bando, y que no sólo hay que luchar contra el mal en el bando contrario sino en nuestro propio corazón.

Los musulmanes aprendieron temprano a desconfiar de Occidente. Las Cruzadas fueron las guerras más crueles e injustificadas de la historia. Con el pretexto de ir tras el sepulcro de Cristo, guerrearon, masacraron, invadieron tierras ajenas, donde los pueblos, por siglos, habían desarrollado altas culturas.

Los musulmanes habían ocupado la península Ibérica después de los visigodos, construyendo una civilización refinada, después intentaron ocupar por las armas Europa entera, y Occidente los hizo replegarse en España, y los detuvo en Lepanto y a las puertas de Viena.

El islam es una religión venerable que no puede confundirse con el fundamentalismo, como no puede confundirse el protestantismo con el Ku Klux Klan. Es una cultura que merece estudio y respeto, aunque en su seno, como en el cristianismo, haya fanáticos, sectarios e inquisidores.

Debería ser un esfuerzo de los pueblos y los gobiernos fortalecer las civilizaciones, mediante el diálogo y la cooperación, para aislar y controlar a las facciones extremistas. Pero los gobiernos de Occidente, liderados por Estados Unidos, han hecho lo contrario.

¿Que Sadam Hussein era un tirano inaceptable? Pues fueron los Estados Unidos quienes lo impulsaron y lo fortalecieron, porque les pareció que les serviría para controlar a los iraníes. ¿Que Osama bin Laden era un monstruo y un terrorista diabólico? No es sorpresa enterarse de que fueron los Estados Unidos quienes primero lo apoyaron y lo fortalecieron, hasta que el cuervo volvió el pico hacia los ojos de sus criadores.

Cuando el terrorismo demolió las Torres Gemelas utilizando como bombas los propios aviones norteamericanos, la respuesta de Estados Unidos no pudo ser más equivocada: pretendiendo declarar la guerra a un puñado de integristas y terroristas dispersos por los países, aprovecharon la ocasión para deshacerse de Sadam Hussein, a quien en realidad tendría que contrariar y deponer su propio pueblo, no un arrogante ejército invasor.

George Bush reaccionó como un pistolero, y convirtió en víctima de su cruzada de retaliación a todo un pueblo. Más de 600.000 iraquíes muertos pagaron por los 3.000 muertos de las torres gemelas. Y el historial de esas guerras de Irak y de Afganistán, que fue noticia de cada día en los titulares de Occidente, fue un agravio cotidiano en las almas de millones de musulmanes.

De modo que si en septiembre de 2001 había algunos fanáticos anhelando un Estado islámico, un califato integrista que pretendiera unir a todo el islam de veinte naciones en una sola fuerza militar y confesional contra Occidente, hoy, 13 años después, gracias a los esfuerzos de Bush y sus aliados, el número de los partidarios del califato ha crecido.

Occidente ha aprendido cosas tristes de estas guerras. Ahora sus gobernantes ordenan matar sin el menor escrúpulo. Los que matan en nombre de Dios les han contagiado su justificación transcendental, ahora creen que se puede matar en nombre de la justicia, de la libertad, de la democracia y hasta de la bondad humana.

Siguen olvidando lo más importante. Que no están ante una guerra convencional, donde intentaban operar las viejas normas del honor, el enfrentamiento cara a cara, el respeto a los civiles. Esta es una guerra de emboscadas y de traiciones, con toda la tecnología y sin ningún escrúpulo.

Olvidan que están ante una guerra impregnada de ideología y de fanatismo, no ante un ejército ordenado y situado, sino contra un enemigo ubicuo, camuflado, invisible. Que en realidad están ante el temible dios de los ejércitos, en nombre del cual también se construyó, hace milenios, la civilización occidental, sin ningún respeto ni piedad por el adversario.

Ya tendremos tiempo de deplorar que no se haya intentado un acercamiento a la civilización islámica, para aislar a los fundamentalistas. Ya tendrá tiempo Barack Obama de deplorar que los generales lo hayan transformado, en apenas ocho años, en George Bush.