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Guardianes del orden; por Jorge Volpi

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Primer caso. Furiosos y exaltados porque las autoridades han trasladado a otra comunidad el registro civil que antes los atendía, los pobladores de Chalchihuapan, Puebla, deciden emprender una protesta que no pase inadvertida y bloquean la carretera México-Puebla, una de las más transitadas del país, por varias horas.Su acción es claramente ilegal, pero ellos consideran que de otro modo sus argumentos jamás serán escuchados.

Entre los asistentes se encuentra una joven de la zona, Elia Tamayo, quien acude en compañía de su hijo José LuisTehuatlie, de 13 años. Convencidos de su causa, los manifestantes no piensan moverse de allí hasta que sus peticiones sean satisfechas. La policía estatal no tarda en presentarse en el lugar y, según ha confirmado la Comisión Nacional de Derechos Humanos, en su celo por restablecer el orden, no se preocupa por agotar el diálogo y procede a expulsar por la fuerza a quienes atentan contra las vías generales de comunicación.

Los habitantes de Chalchihuapan responden con cohetones a las cargas de los cuerpos de seguridad y el zafarrancho deriva en tragedia cuando éstos lanzan de manera indiscriminada, sin reparar en la distancia y las medidas de control prescritas en los manuales, 54 cargas de gases lacrimógenos contra los rebeldes. El resultado: José Luis Tehuatlie es alcanzado por un cartuchoy muere a las pocas horas.

Si el caso de por sí parece terrible —un nítido ejemplo de abuso de autoridad—, lo es todavía más cuando el gobierno de Puebla, surgido de una insólita alianza entre el PAN, el PRD y el PANAL, realiza una investigación chapucera, cuyo único objetivo es eximir de culpa a los cuerpos policíacos. No es sino hasta la postrera intervención de la CNDH que se vuelve pública la inequívoca responsabilidad de la Secretaría de Seguridad Pública del Estado en la muerte del menor.

Segundo caso. Luego de trabajar durante sus años estudiantiles en el área de comunicación social del ayuntamiento de Silao, la joven periodista Karla Janeth Silva se incorpora como reportera en El Heraldo de Silao. Poco a poco sus reportajes se vuelven cada vez más críticos e incómodos para las autoridades municipales y en especial para sus cuerpos policíacos.

El 4 de septiembre, dos sujetos se presentan en las instalaciones del diario y exigen hablar con Karla Janeth, quien en ese momento no se encuentra en el lugar. Por la tarde, los mismos sujetos irrumpen de nuevo en el periódico, destrozan parte del mobiliario, atajan a un asistente y se dirigen directamente hacia la reportera. “¡Esto es para que le bajes de huevos a tus notas!”, le gritan, y proceden a golpearla con singular saña. El resultado: un edema cerebral y lesiones diversas en el rostro y la cabeza.

Si el caso de por sí parece terrible —un nítido atentado contra la libertad de expresión y el ejercicio periodístico—, lo es todavía más cuando el ayuntamiento de Silao, de extracción priista, intenta exculparse. No es sino hasta que el asunto atrae la atención de la Procuraduría General de la República y de la Procuraduría General de Justicia de Guanajuatoque las investigaciones apuntan hacia dos sicarios enviados por el jefe de las fuerzas policíacas de Silao, contra el cual se ha librado una orden de aprehensión, y quien se encuentra hoy prófugo de la justicia.

Aunque los abusos de autoridad —y la impunidad de sus responsables— se han vuelto prácticas cotidianas en nuestro país, estos dos ejemplos muestran sus aspectos más desgarradores. En primera instancia, se trata de un fenómeno que contamina por igual a autoridades emanadas de los distintos partidos políticos.Causa una honda desazón escuchar los alegatos de sus dirigentes tratando de exculparse ante la conducta de sus subordinados. Lo más desmoralizador no es, pues, que se comentan estos abusos —en su obsesión por “mantener el orden”, la policía de otros países caecon frecuencia en excesos semejantes—, sino que, en vez de condenarlos con dureza y de iniciar investigaciones ejemplares, nuestros políticos prefieran tender cortinas de humo para ocultar su responsabilidad en ellos.

Frente a tan graves violaciones a los derechos humanos, lo peor que podemos hacer es permitir que las autoridades cierren los ojos. México no será un país moderno y justo hasta que nuestros políticos no consideren que la muerte de José Luis Tehuatlie o las heridas de Karla Janeth Silva son atentados contra ellos mismos —y contra la sociedad que los ha elegido para gobernarnos.