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El mentiroso de Bagdad; por Salvador Fleján

El mentiroso de Bagdad; por Salvador Fleján 640

Cuando estaba en el colegio solía ser más imaginativo que mentiroso, cualidad que ahora que he pasado los cuarenta he comenzado a añorar. Mi primera gran mentira estuvo asociada con un regreso a clases por el ya lejano año 74. Aquella mañana, a nuestra maestra no se le ocurrió mejor idea para romper el hielo con sus nuevos alumnos que interrogarnos, uno a uno, sobre nuestras recién disfrutadas vacaciones. Mis vacaciones escolares, por demás, eran una mezcla de modorra existencial, grandes dosis de Toddy caliente y toda la programación de los canales nacionales de la época.

En realidad, yo no tenía mucho que contar, salvo que me preguntaran por los últimos lances de Don Diego de la Vega o me pidieran opinión sobre el ambiguo romance entre Trixie y Meteoro. Mis compañeritos de clase, por el contrario, narraban aventuras con paseos en lanchas, visitas a islas misteriosas y piquitos con primas lejanas. No la iba a tener fácil cuando me llegara el momento de contar mis vacaciones televisivas. Sin embargo, de la propia televisión vendría mi salvación.
El domingo anterior a mi regreso a clases, uno de los canales había repuesto por millonésima vez El ladrón de Bagdad, una película de los años 40 protagonizada por el mítico Douglas Fairbanks. Aquella historia, sacada de Las mil y una noches, era un espectacular derroche de fantasía, con alfombras voladoras, genios y lámparas mágicas. Fue entonces, cuando se acercaba mi turno, que se me ocurrió echar mano de una historia inspirada en el filme de Fairbanks.

Al principio, a la maestra le costó un poco creer lo del viaje a Arabia. Sin embargo, el argumento de mi apellido, aderezado con un mal construido árbol genealógico que partía de mi abuelo jordano, le dieron un poco de solidez y fiabilidad a la historia. Recuerdo que en el cuento paseábamos en camello, dormíamos en tiendas, visitábamos mezquitas y comprábamos artículos árabes en los bazares. En un alarde de veracidad le dije a mi maestra que mis padres habían decidido comprarle una sortija de esmeralda y que se la tenían guardada. Yo estaba tan embebido en mi propia exageración que en ningún momento tomé conciencia del problemón en el que me estaba metiendo.

El día de clases terminó sin mayores eventos hasta que mi mamá pasó a recogerme al mediodía. Apenas la maestra la vio entrar al salón se le acercó obsequiosa y se la llevó aparte. En ese momento me provocó desaparecer en una alfombra voladora. Minutos después, ya estábamos en el carro, yo con las orejas calientes producto de un ejemplarizante templón y mi mamá roja de la pena.

En estos días me di cuenta de que cada vez que voy a decir una mentira las orejas se me calientan. Un trauma infantil, supongo.

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