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La India que yo vi; por Carolina Acosta-Alzuru

La India que yo vi; por Carolina Acosta-Alzuru 640

Fotografía de Carolina Acosta-Alzuru

I

En el verdor de un delicado jardín, una mujer cubierta con un velo de colores intensos está sentada de espaldas. La única piel que le veo es un pie cobrizo que se asoma. Está descalza. Pronto se incorpora, toma unas herramientas y se dobla sobre las plantas. Son las 11 a.m., la temperatura es 42ºC a la sombra. Estira un brazo y muestra el brillo de sus pulseras mientras trabaja encorvada. La he visto antes, muchas veces, en los campos que atravesamos cuando viajamos entre ciudades.  Allí las mujeres arqueadas, ataviadas de saris y velos de matices encendidos, son las flores de los cultivos. Princesas de lejos, peones de cerca.

II

En Delhi decidimos ir caminando a Connaught Circle porque es a solo 10 minutos desde nuestro hotel. El concierge nos explica lo fácil que es llegar: “Take a right, take a right and straight”. Y nos advierte: “en el camino se les van a acercar a decirles que hay disturbios y protestas políticas, que los van a asaltar porque son blancos y que no deben caminar por ahí porque es peligrosísimo. Pero no hagan caso porque esa gente están in cahoots (encompinchados) con los de los rickshaws para que ustedes decidan no caminar. Luego esos rick shaws los llevan a tiendas que son trampas para turistas”.

Mis colegas de la Universidad de Georgia, Lee y Ann, y yo oímos el consejo que nos suena a ciencia ficción. Sin embargo, el libreto sucede al pie de la letra. Al menos tres hombres vinieron a “ayudarnos”, alertándonos de que si seguíamos a pie “se tropezarán con”: a) “Una protesta política que ya se está tornando violenta”. b) “Gente que los ve blancos y les pone trampas”; “they’ll throw shit in front of you”. Ante mi cara, el tipo: “yes, shit, poop, shit!” Siguiendo el consejo del concierge, seguimos nuestro camino sudorosos a punta de “no, thank you” y llegamos a nuestro destino sin ver ni rastros ni de manifestaciones, ni de shit.

Connaught Circle es una gran herradura de tiendas y ventorrillos. El contraste entre lo que veo en las vidrieras y lo que hay afuera de ellas es brutal. Adentro, aire acondicionado, mercancía de mediana a excelente calidad. Afuera,  familias enteras pidiendo limosna bajo el calor asfixiante, paredes manchadas para siempre de orín y de escupitajos de betel, perros para los que el adjetivo “sarnoso” sería un eufemismo, uno que otro hombre durmiendo en plena acera, al sol. Su propia mugre es su única protección.

Una sucesión de olores acompaña las imágenes que se atropellan en mis ojos y que no puedo procesar: aromas de especias le ceden el paso a un intenso olor a orín, diez pasos más allá, huele a jazmín y a rosa con canela. Me quiero quedar allí, parada frente a los jabones de glicerina. No sé por qué allí me siento serena. Algo que parece imposible en ese lugar.

III

En el Museo Nacional conozco a Saraswati, diosa del conocimiento, la música, las artes y la sabiduría. Leo que es una bella mujer para así personificar el concepto del conocimiento como algo supremamente hermoso y atractivo. Y yo, que vengo del país del Miss Venezuela y Diosa Canales, no puedo dejar de exclamar: “This is my kind of goddess!

IV

Mi primera experiencia con un baño de la India fue allí, en el Museo Nacional. Me explico, hablo de un baño no occidental. Un hueco en el piso. Una jarrita. Una manguerita. No hay papel toilet, por supuesto. Tampoco donde apoyarse. Por razones cada vez más obvias y aterradoras para mí, hay agua en el piso y las paredes. Un gancho en la puerta me permite salvar mi cartera del agua. Saco de ella el papel toilet. Comienzo la maniobra en puntillas. Mejor dicho, la acrobacia. Es un recordatorio de que ya no tengo 15 años. Me enfurezco. Este baño seguro fue diseñado por un hombre. ¿Cómo hacen ellas con sus saris? ¿Cómo hacen con ese telero? Salgo furiosa y, extrañamente, también admirada. Después de eso, cada poceta que encontré me trajo un suspiro de alivio y la más amplia sonrisa.

V

Atravesamos en rick shaw Chandni Chowk, uno de los mercados más viejos y concurridos de Delhi. Ir en rickshaw es como ir en mototaxi, pero con 2-3 personas más. El viaje es exhilarante por lo precario y por lo expuesto que uno se siente. Es, sin duda, una manera de sentir el país que no experimentas cuando estás en un vehículo con aire acondicionado. En el rickshaw nada amortigua ni los olores, ni el bullicio (aquí, tocar corneta es una forma de comunicarse y es constante). Estás en el país, en pleno país. Asegúrate de tener codos y rodillas adentro.

Chandni Chowk es de una densidad que sobrecoge. Allí hay desde vendedores de libros que dejan pálidos a los bouquinistes de las riberas del Sena, hasta mercaderes de especias impronunciables y desconocidas para mí. Hay tarantines de fritangas insalubres y de preciosas guirnaldas de flores. Siento que debería regresar aquí mañana. Que es imposible explorar cuando se tienen los cinco sentidos tan abrumados como los tengo yo hoy. Pero mañana viajaremos a Jaipur y no podré venir.

Tengo que regresar a la India. Ya lo sé.

VI

Noah Arceneaux fue mi alumno, uno de los mejores que he tenido. Ahora es profesor en San Diego State University. Lleva seis meses en Delhi haciendo investigación gracias a una Fulbright. Cenamos y nos ponemos al día. Él, su esposa e hijo viven en un apartamento en una zona clase media. La expectativa es que tengan “ayuda”. Es decir, alguien que limpie, alguien que les lave la ropa y alguien que cocine. Tres personas distintas que trabajen por día. Un batallón para una pareja acostumbrada al “do it yourself” que prevalece en Estados Unidos. (Yo tengo a Yolanda, de El Salvador, desde hace 15 años. Viene a limpiar 4 horas a la semana, cada 15 días. Ese es mi lujo). Para Noah encontrar quien cocinara y quien lavara la ropa no fue problema. Pero cuando entrevistó a varias mujeres para la limpieza se encontró que le decían “I don’t clean toilets or kitchens”. De repente llegó una que sí accedió sin problemas a limpiar todo el apartamento. Luego de un mes, Noah se atrevió a preguntarle si sabía por qué las otras se negaban. La mujer le explicó que ella es dalit, o sea Intocable, la clase que es tan baja que ni siquiera es una de las cuatro castas (varnas) de la India: Brahmanes, Chatrías, Vaishas y Shudrás. Por eso, ella no tiene problema en limpiar ninguna estancia donde viva cualquier persona.

La anécdota me recuerda lo poco que sé del sistema de castas. Mi conocimiento se reduce a que proviene del hinduismo y es rígido. La movilidad no es una posibilidad. Sin embargo, el asunto se ha flexibilizado. La Constitución de la India prohíbe el prejuicio en contra y la segregación de los dalits. Esto es influencia directa de la doctrina de derechos sociales de líderes como Gandhi quien no los llamaba dalits, sino “niños de dios”. Inclusive, en 1997 el país eligió a un dalit como presidente, K. R. Narayan. Pero el cableado cultural persiste.

Días después mi amiga Usha Raman, quien estudió su Ph.D. en la Universidad de Georgia conmigo y es una de las académicas más sobresalientes y comprometidas con la justicia social que conozco, me confía que en su departamento en la Universidad de Hyderabad hay quien piensa que ella fue contratada solo porque es Brahman, o sea “uppercaste.”

Es que cuando divides a una sociedad, el prejuicio empapa a todos. Y es muy difícil secarse por completo.

VII

En las calles y carreteras hay una imagen recurrente. En una moto, un hombre con casco maneja. Atrás, de parrillera, una mujer sentada de lado con los colores de su sari y sus velos al viento. Ella es una hermosa serpentina. No lleva casco. Lo que sí lleva muchas veces es un niño en brazos, quien también viaja sin protección.

Este país donde las mujeres proveen gran parte de sus bellos colores, no es bueno para las mujeres. Nunca lo fue. Hoy en Jaipur, la preciosa ciudad rosada, aprendí que la esposa del Majará tenía que usar ropajes y joyas que pesaban 25 Kg. Como no podía caminar con todo eso, vivía sentada en un enorme trono con ruedas que las sirvientas empujaban por un sistema de rampas dentro del palacio. No podía salir, veía el mundo a través de rendijas y compartía el marido con otras esposas y cientos (sí, ¡cientos!) de concubinas.

A la vez, es de la India de donde han salido algunas de las académicas feministas más brillantes e influyentes. Es aquí donde las mujeres periodistas se han organizado para mejorar sus condiciones de trabajo y para que no las releguen a cubrir las noticias “suaves”.  Es una paradoja (¿o aparente paradoja?) que trato de entender mientras miro los contrastes de un país con tanta belleza y tanta suciedad. Con tanto lujo y tanta pobreza.

VIII

Nuestro guía, Gurvinder, nos dice que caminemos mirando el piso, que no hagamos trampa, que él nos dirá cuándo podemos alzar la vista. Obedezco y camino. No es difícil, no hay mucha gente. Quizás porque llovió. Cedió el gentío y cedió algo el calor. Finalmente, nos da permiso: “pueden levantar la vista”. Lo hago y, sin aviso, sin pudor y sin control, mis ojos se desbordan. Ante mí está la perfección. El edificio—ahora lo sé—más bello del mundo. No hubo afiche o película que me preparara. Ninguno le hace justicia. Es hermoso de lejos y de cerca, por fuera y por dentro. Lo paseo y lo disfruto a mis anchas. Lo contemplo. Me dejo bañar por su imponente melancolía. Trato de escribirlo, pero no tengo los adjetivos que merece. Tendría que ser poeta y no lo soy.

Gurvinder no me apura. Entiende que no todos hemos vivido siempre cerca de la perfección. Él, en cambio, nació y creció cerca del Taj Mahal.

IX

Todo el mundo me pregunta por las vacas, que si ya las vi, que si es verdad que andan como peatones en el medio de las ciudades. En Delhi no vi ninguna, pero en Jaipur, Agra y Hyderabad sí. Las vi transitar, echarse en el medio de la calle como si estuvieran en el campo y atravesar en grupo una autopista de cuatro canales, parando en seco el tráfico. También las vi buscando comida entre las montañas de basura que no dejan de impresionarme. Serán muy sagradas las vacas, pero no escapan la pobreza que todavía arropa a este país en el cual coexisten palacios pintados con rubí, topacio y esmeralda, rascacielos de acero y cristal, y viviendas cuyo único techo es una lona plástica.

X

Naan” es mi salvación. El pan de la India, inmenso, delgado y delicioso, lo sirven doblado como una servilleta de tela. Gracias a su existencia he podido comer platos que jamás hubiera tolerado de otra manera. Salvo muy contadas excepciones, aquí todo es picante. (Hay, al menos, diez tipos de pimienta). Y yo no como picante. Pero con naan, arroz basmati y mucha agua, soy capaz no solo de “pasar” la comida, sino de disfrutarla y de admirar el cuidadoso balance de sus especias. Pronto tengo un menú favorito: Masala Dosa, que es como una crepe que se come en el desayuno o brunch,  Dal Makhani, tres tipos de lentejas cocinadas lentamente con especias y crema, y TikkaMasalaChicken, un pollo en una salsa anaranjada que tiene al menos siete especias. En cuanto al postre encontré dos delicias: helado de dátiles y nueces, y Baked Yogurt. Nada de esto es bajo en calorías. Y como no estoy comiendo ensaladas, ni vegetales crudos, ni frutas (menos cambur, por su concha gruesa) como medida preventiva, mi cintura ha ido creciendo con los días…

XI

La conferencia anual de IAMCR (International Association for Media and Communication Research) es mi favorita porque allí me codeo con académicos de más de 130 países en un aprendizaje mutuo que es un privilegio.  Este año es en Hyderabad. Por eso vine a la India. La conferencia es en la zona que llaman “Hi Tec (Hyderabad Information Technology and Engineering Consultant) City”. Y, efectivamente, hace honor a su nombre. Allí tienen sede Microsoft, Apple, Facebook, Google y todas las demás. Es la India que camina hacia el futuro tomada de la mano de las industrias de la tecnología de la información. Pero Hyderabad es varias ciudades en una. Más allá de HiTec City hay zonas que me recuerdan a Caracas. Avenidas que, como la Luis Roche (en la parte que está antes de la Plaza Altamira), tienen mueblerías retiradas lo suficiente de la calle como para tener 3-4 (insuficientes) puestos de estacionamiento. De repente, te tropiezas con zonas que parecen La Guairita. Y estás a solo 10 minutos de HiTec City. Es la definición del “Tercer Mundo”: los contrastes viéndose la cara. Pasado, presente y futuro coexistiendo en un collage de modos de vida.

XII

Busco en la versión electrónica del programa de la conferencia las palabras “Venezuela” y “Venezuelan”, solo las encuentro en los títulos de mis ponencias. Más nadie está presentando sobre mi país. Busco “Brazil” y encuentro 22 ponencias. “Colombia”: cuatro presentaciones. “Cuba”: cero. En este congreso de 900 académicos de todo el mundo, ¿cuántos somos venezolanos? Tres, todas mujeres. Todas vivimos fuera (España, Japón y USA). ¿Cuántas, de las tres, hacemos investigación sobre Venezuela? Una. Yo.

Con todo lo que sucede a nivel de medios de comunicación en Venezuela, ¿cómo puede ser que no haya más atención académica sobre el país? Tengo el gentilicio profundamente entristecido.

XIII

Ayer me tocó almorzar al lado de un profesor de la India de los que comen solo con la mano derecha. Es decir, no tomó cubiertos en el buffet, solo una servilleta. Yo había leído sobre eso de comer con la mano derecha, pero nunca lo había visto. Tuve sentimientos encontrados. Por una parte me impresionó la eficiencia. La mano era una cuchara inmensa. Reflexioné sobre los orígenes e implicaciones culturales de lo que veía. Pensé en cómo harán los zurdos, ya que la mano izquierda se considera “impura” porque se usa para el aseo íntimo (jarrita, manguerita…) Por otra parte, sentí algo de repugnancia. Después de todo, la comida era arroz, lentejas y un pollo en salsa de curry. No era que se estaba comiendo un slice de pepperoni pizza precisamente. Sentí vergüenza de estar haciendo la comparación. Todo esto mientras manteníamos una conversación sobre la teoría de la hegemonía de Gramsci.

XIV

El sábado, al terminar la conferencia, nos llevan en un tour por Old Hyderabad. Y, desde la salida, nos advierten que vamos a una zona con un gentío y que nos dejarán caminando por ella. Que nos preparemos para que la muchedumbre nos maree. Profesores de todos los continentes se miran las caras divertidos con la expectativa de lo que viene.

Es el área de El Chaminar. Un monumento cercano a una mezquita en el cual confluyen varias avenidas (así como en el Arco de Triunfo en París). Esas calles son un hervidero como ninguno que yo haya visto antes. Me toma media hora recorrer unos 500 metros desde donde nos dejan los autobuses hasta El Chaminar. Quedamos separados casi de inmediato. Carros, rick shaws, bicicletas, motos, vacas, camellos y cabras transitan en desorden con el gentío en este barrio musulmán lleno de tiendas y merenderos. Es Ramadán y ya se acerca la hora de hacer la única comida del día. De los quioscos surge el aroma del haleem, ese estofado de pollo, trigo, lentejas y especias con el que recuperarán energías de manera inmediata luego del largo ayuno de 24 horas. Levanto la vista y veo un anuncio que dice “Coca-Cola and haleem go together”. Ah, el largo brazo de la globalización.

Aquí todas las mujeres están cubiertas de la cabeza a los pies de negro cerrado y solo puedes ver sus ojos en la única rendija de su atuendo. Las miro a los ojos y descubro curiosidad, complicidad, picardía, ¿risas?. El velo les da ventaja. Se pueden expresar con sinceridad sin problemas porque están tras de él. Yo no, mi rostro es un libro abierto. Debe ser correcto y contenido. Sonrío y veo el inconfundible brillo de la reciprocidad en sus ojos.

En El Chaminar, subo al primer nivel por una escalera oscura, angostísima y de altos peldaños que reta a mis rodillas y a mi claustrofobia. Arriba, tomo fotos de las calles que lo rodean. Necesito documentar lo que veo. Nadie me va a creer que Caracas es Estocolmo en comparación.

Volteo y una familia hace cola para bajar por la escalera. El bebé me sonríe. Lo apunto con mi cámara. Se enseria, pero el hombre que lo carga se voltea y me regala una sonrisa de luz, junto a las de las dos mujeres que lo acompañan. Pasado, presente y futuro. Es mi mejor foto de este viaje. Es la India que me llevo. La que me ha conmovido con su sobredosis de belleza y polvo. La que me dice que no la juzgue, sino que la entienda en sus términos y aprenda de ella. Es la India que me sonríe y me invita a regresar. Es la India que yo vi.

La India que yo vi; por Carolina Acosta-Alzuru 640A

Fotografía de Carolina Acosta-Alzuru

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