Artes

La muerte del padre; por Jorge Volpi

Por Jorge Volpi | 13 de agosto, 2014

La muerte del padre; por Jorge Volpi 640

“Y la muerte, que yo siempre había considerado la magnitud más importante de la vida, oscura, atrayente, no era más que una tubería que revienta, una rama que se rompe con el viento, una chaqueta que cae de la percha al suelo.” Con esta reflexión intencionalmente anodina concluye La muerte del padre de Karl Ove Knausgård, el primer volumen de la saga autobiográfica que, con el frívolo título general de Mi lucha (Min kamp en noruego), se ha convertido en el último gran éxito de crítica en Estados Unidos —y en el resto del planeta.

Como cuenta Tim Parks en su blog del New York Review of Books, cada cierto tiempo aparece en el mercado estadounidense un autor de culto que, rescatado de entre el miserable tres por ciento de libros traducidos al año en aquel país, genera un repentino furor en su claustrofóbico ambiente literario, deslumbrado ante cosmovisiones que son percibidas como radicalmente originales o exóticas. En las últimas décadas, el Umberto Eco de El nombre de la rosa, W.G. Sebald, Haruki Murakami y Roberto Bolaño se han convertido en esos sucesivos fenómenos mediáticos, y cientos de páginas —o de comentarios en redes sociales— los han encumbrado como piezas centrales del star-system cultural, sin que nadie allá repare, por supuesto, en las tradiciones que los amparan. Y, si a ello se suman sus muertes prematuras, como con Sebald o Bolaño, su aura de mitos no hace sino incrementarse.

Tras la erudita intriga medieval del italiano, las pausadas caminatas del alemán, la fantasía pop del japonés o la crueldad poética del chileno, ahora corresponde el turno a la morigerada —e infatigable— vena memorialística del noruego, quien a lo largo de seis volúmenes (hasta ahora han aparecido dos en español y tres en inglés), y cerca de tres mil páginas, revisa exhaustivamente distintos pasajes de su vida en un estilo severo y frío: justo lo que se espera de un nórdico. “Ensalzada unánimemente por la crítica”, como recalcan las reseñas, la traducción al inglés del último libro de Knausgård no ha logrado sin embargo vender más de veintidós mil ejemplares, demostrando, como advierte Parks, que a veces el entusiasmo de escritores y críticos —como Jonaham Lethem, Jeffrey Eugenides o Zadie Smith, algunos de los principales árbitros del gusto en el ámbito anglosajón— no llega a contagiar a sus lectores.

Confieso que, a diferencia de los demás escritores de la lista, cuyas obras en un momento u otro no han dejado de sacudirme, la obra de Knausgård no sólo me deja indiferente, sino que me provoca un vago hastío. La desmesurada comparación empleada para promoverlo (“el Proust del siglo XXI”) me parece tramada en función del número de páginas de su proyecto y no de la profundidad con que contempla su entorno —una especialidad del francés— o siquiera a sí mismo. Plagada de lugares comunes, farragosas descripciones de hechos insulsos —más que descripciones hiperrealistas, como se ha dicho—, diálogos banales e intuiciones primarias, la vida de Knausgård no alienta ni conmueve, no irrita ni trasciende la estereotípica existencia de un noruego de clase media. Un amigo, cuyas opiniones literarias siempre respeto, me dijo que Knausgård “puede contar veinte páginas de ir al baño como si fuera una odisea homérica”, pero yo no he sabido distinguir nada épico en cien folios dedicados a contar cómo un joven se las ingenia para comprar unas cervezas.

El que haya terminado de leer La muerte del padre justo un par de días después de la muerte de mi propio padre quizás entorpezca aún más mi juicio, pero desde el inicio me resultó incomprensible el frenesí en torno a esta nueva entrega de lo que me atreveré a llamar, malévolamente, “literatura Big Brother“, no por su parentesco con Orwell, sino con el reality show homónimo: Knausgård nos obliga a observarlo, casi en tiempo real, como si su conducta fuese una película vacua, sin hondura, diseñada apenas para nuestro consumo voyeurista. Aquí y allá, de pronto, brota algún destello, un pensamiento que, en su afán de parecer natural, llega a despabilarnos, pero en medio de tal caudal de paja que el esfuerzo resulta vano. El único elemento auténticamente trágico del libro —la degradación y aniquilación alcohólica del padre— queda sepultado bajo los lloriqueos y la palabrería de un hijo que, incapaz de entenderlo o siquiera de intentarlo, sólo se preocupa por exhibirse a sí mismo. Quizás ese egoísmo extremo, tan del gusto de nuestra época, sea la razón de su éxito.

Jorge Volpi 

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