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Final del juego, por Martín Caparrós

Mario Götze, autor del gol alemán / Fotografía de EFE

Mario Götze, autor del gol alemán / Fotografía de EFE

 

Es tan difícil escribir ahora. Difícil y triste y necesariamente injusto escribir después de la derrota. Digamos: si Higuaín o Palacio o Messi hubieran ajustado el tiro cuando quedaron solos, quizás habría que hablar de la heroica resistencia y el aprovechamiento de las tan pocas ocasiones, de los errores del contrario. O si el árbitro hubiera cobrado aquel penal. Entonces, todo habría sido tan distinto: tan parecido a los deseos.

Pero no era probable. La Argentina, en los últimos partidos, jugó a deshacer: consiguió que todos sus contrarios parecieran mucho peores, esperándolos, mordiéndolos, y le fue bien. Supongamos que, para completar el esquema, los corredores solitarios de adelante tenían que sacar conejos de galeras que no estaban usando: hacer magia, no fútbol, y magia no pudieron. El Mago, estos últimos partidos, fue solo un gran jugador: con eso no alcanzaba. La Argentina de Sabella quiso ser un equipo en su propio campo y un milagro en el campo contrario: era posible, pero no sucedió.

Alemania intentaba jugar. No fue extraordinario, no fue arrollador –porque si algo supo la Argentina, queda dicho, fue degradar a sus contrarios. Pero jugó, jugó, buscó, buscó.

El partido fue parejo en ocasiones, desparejísimo en el juego. La Argentina no tuvo la pelota casi nunca, porque no estaba armada para tenerla y dependía del pelotazo afortunado. Pero cuando uno acepta que el contrario venga y venga, la posibilidad de que por fin la meta es alta –y sucedió.

Nunca sabremos si la Argentina podría haber intentado otro tipo de juego. Quizás ésta era la única opción y, si es así, este equipo consiguió todo lo que podía, llegó a su límite –y su límite era éste.

Sería bueno estar convencido de eso: que esto era lo que podían. No lo creíamos un mes atrás; ahora quizás hay que creerlo. Quién lo sabe. Lo cierto es que, contado desde ahora, hoy pasó lo que tenía que pasar –aunque podría no haber pasado. Ese segundo fatal en que la confusión te llena, la desazón te copa; ese segundo fatal en que una pelota llega adonde no tenía que llegar –y te destroza. Y entonces todo cambia y entonces las palabras se hacen vanas, injustas, posteriores. Tristes.

Y un final tan final que te deja colgado de una sola esperanza: que haya sido un error, que el partido –el verdadero partido– esté por empezar.

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