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La segunda muerte de Lara, por Alberto Salcedo Ramos

La segunda muerte de Lara, por Alberto Salcedo Ramos 640

El escritor Nahum Montt me contó una historia que me impresionó, relacionada con su novela Lara.

La recordé esta semana porque se cumplieron treinta años del asesinato de Rodrigo Lara Bonilla, un exministro al que conviene tener presente con más frecuencia.

Lara era un hombre honesto que había cuestionado el hecho de que el Nuevo Liberalismo incluyera en sus filas al narcotraficante Pablo Escobar.

En parte como consecuencia de sus reclamos, Escobar fue expulsado del partido, una afrenta que nunca perdonó.

Después, como ministro de Justicia, Rodrigo Lara mostró pulso firme. Impulsaba una reforma judicial que endurecería las penas para los narcotraficantes, y además consideraba que el Tratado de Extradición con Estados Unidos sería un arma muy útil en el combate contra las drogas.

Meses atrás, cuando Lara aspiró al Senado, los narcotraficantes le habían tendido una trampa: infiltraron su campaña con un millón de pesos, a través de Evaristo Porras, proveedor de coca que entonces era desconocido y andaba libremente por las calles de Colombia.

Así que para deslegitimar a Lara como ministro los narcos sacaron a la luz pública el cheque del millón de pesos. Lara fue respaldado por el presidente Belisario Betancur, y a partir de entonces se obsesionó por demostrar su honradez.

Para ello se jugó a fondo en una cruzada contra los narcos. Necesitaba dejar claro que jamás había hecho ningún trato con ellos y que no les debía nada.

Los narcotraficantes recibieron un golpe tremendo: la Policía Nacional les destruyó un complejo cocalero que tenían en la selva, conocido como Tranquilandia: 19 laboratorios, 8 pistas de aterrizaje y 13.8 toneladas métricas de cocaína, avaluadas en 1.200 millones de dólares.

Lara sabía que estaba sentenciado, pero le daba más valor a su honra que a su vida, así que ejerció el cargo con el arrojo de un kamikaze. Se inmolaba para salvarse.

De todo eso nos habla la estupenda novela de Nahum Montt. El retrato de Lara es tan vívido que uno vuelve a verlo en cuerpo y alma: ve el mechón rebelde de su cabello lacio, oye su voz firme, recuerda su rostro siempre serio, percibe sus pasos en la oficina, escucha sus conversaciones frecuentes con el periodista Guillermo Cano, rememora sus ideas políticas, siente sus miedos, y además lo redescubre como un padre amoroso a pesar de su fuerte carácter.

Aquí vuelvo entonces al punto de partida: la historia de Nahum Montt que me impresionó.

Un día se encontró con Paulo José, el menor de los hijos de Lara Bonilla. Paulo José, quien apenas tenía tres años cuando Lara fue asesinado, le agradeció a Montt por haberle permitido conocer en la literatura al padre que no conoció bien en la vida real. Sin embargo –añadió con rostro grave– necesitaba hacerle un reclamo:

– Usted es el responsable de la segunda muerte de mi padre.

Nahum dice que quedó sorprendido. A continuación el joven le espetó el siguiente argumento: como el libro era una novela, no parecía descabellada la idea de torcerle el cuello a la historia para que, por lo menos en la ficción, su padre se salvara. El autor de la obra pudo haberle regalado a Lara la vida que le negó la realidad, pero no lo hizo: él también era asesino.

Aunque el argumento le resultó extraliterario, Nahum se entristeció al oírlo, y deseó con toda su alma reescribir la novela para alargar la vida de aquel hombre ejemplar.

Es cierto que en la novela Lara es asesinado por segunda vez, pero en la ficción muere para inmortalizarse. En cambio en la realidad murió para siempre, pues su sacrificio parece haber sido inútil: los narcos siguieron siendo poderosos aunque mantengan ahora un perfil bajo. Financian políticos, fomentan la corrupción, exportan drogas, patrocinan nuestra guerra.

La coda histórica de la novela es desalentadora: Colombia produjo 610 toneladas métricas de cocaína en 2006, 180 toneladas más que en 2004. La cifra aumenta año tras año, porque mientras haya consumo, habrá producción.

La lucha contra las drogas, tal y como está planteada desde hace años por imposición de Estados Unidos, es absurda: los países consumidores ponen las fosas nasales y nosotros ponemos la sangre.

Lo que nos mata, entonces, no son las novelas. Para nosotros la condena de Sísifo no es literatura sino triste realidad: cargamos cuesta arriba una roca que siempre nos aplasta.