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Leer con el teléfono apagado, por Juan Gabriel Vásquez

Gabriel García Márquez. Fotografía de Stefan Wallfren [AFP/GETTY]

Gabriel García Márquez. Fotografía de Stefan Wallfren [AFP/GETTY]

Me enteré de su muerte por El País, de Madrid, cuando aún se veía en la página de internet la señal palpitante de noticia de última hora.

Antes de que tuviera tiempo de nada, comenzó a timbrar el teléfono. Sentí algo muy parecido al vértigo: a comienzos de mes, cuando corrió la noticia de que García Márquez estaba en el hospital, recibí unos cuantos correos y unas cuantas llamadas de amigos periodistas, gente que quiero y respeto, que me pedían una opinión (en el mejor de los casos) o un obituario (en el peor). Les dije que la mano no me daba para escribir el obituario de un vivo, y la cosa quedó así. Pero el jueves pasado, cuando salió al mundo finalmente la noticia de su muerte anunciada, me di cuenta de que no tenía las más mínimas ganas de hablar de García Márquez, ni siquiera con los amigos periodistas que más respeto y quiero. Apagué el teléfono, agarré el primero de sus libros que me encontré en la casa ajena donde estaba, me encerré en un cuarto y me puse a leer.

Había en ello un cierto egoísmo: la conciencia de que los medios se llenarían pronto con el palabrerío de tanto oportunista suelto, y el deseo, más bien higiénico, de que mis palabras de lector eternamente agradecido no colaboraran con esa promiscuidad. En las próximas horas —aposté conmigo mismo— todo el mundo resultaría haber conocido íntimamente a García Márquez, igual que todos los españoles estuvieron en la estación de Atocha con García Lorca y todos los argentinos le leyeron libros alguna vez al ciego Borges. Sí, aquello era egoísmo, un egoísmo tonto. Pero había otra razón: con la noticia de la muerte de García Márquez, lo que me cayó encima fue una urgencia de soledad y silencio, como si hubiera muerto un familiar o un amigo. Pero García Márquez no era para mí ni lo uno ni lo otro: era tan sólo el autor de algunos de los libros más importantes de mi vida. En un mundo lleno de amigos suyos, yo, por prudencia o timidez, nunca llegué a conocerlo; pasé una tarde con él, en agosto del año pasado y gracias a mi amiga Margarita Márquez, pero ya su cabeza no estaba para admitir a gente nueva. Por lo demás, mi contacto con él fue el mismo de todo lector con sus libros.

García Márquez fue el primer escritor colombiano que leí con gusto: a los 11 años, tras fracasar en mis intentos escolares por interesarme en El alférez real o en María, leí La hojarasca y El coronel no tiene quien le escriba. En ese tiempo García Márquez era ya un clásico vivo, pero eso a mí no me decía nada: en 1982, año del Premio Nobel, los autores que me importaban eran Dumas, Verne y Salgari. De cualquier forma, las dos primeras novelas de García Márquez me revelaron la existencia de algo insospechado: la literatura colombiana viva. No ha pasado un solo año desde entonces sin que lea un libro suyo, y más bien diría que cada uno de estos 30 años he leído o releído dos o más de sus libros. Y ahora me doy cuenta de lo extraño que me resulta el hecho de estar, por primera vez en mi vida, leyendo a García Márquez en un mundo donde ya no está García Márquez. Pronto me acostumbraré, claro, como nos acostumbramos todos a todas las extrañezas. Mientras tanto es cuestión de seguir leyendo. Si es posible, con el teléfono apagado.