- Prodavinci - https://historico.prodavinci.com -

Mamando gallo con Gabo, por Jon Lee Anderson

Traducción exclusiva 640

ARTICULO_echando_vaina_con_gabo_28042014_640

Gabriel García Márquez, quien murió a la edad de ochenta y siete años en su casa en Ciudad de México la semana pasada, ha dejado tras de sí un inmenso legado literario. Pocos autores han sido tan ampliamente traducidos, al igual que ampliamente leídos por tantas personas de diferentes culturas. “Él nos mostró una nueva manera de observar”, dijo Ian McEwan el viernes pasado.

Menos conocido para la legión de lectores de García Márquez era su rápido e ingenioso sentido del humor, una cualidad conocida en su Colombia nativa como mamar gallo. Gabo, como era conocido por sus amigos y sus fanáticos en América Latina, era un gran mamador de gallo. Me recordaron esto el día en que murió, cuando Ariel Palacios, un amigo brasilero que vive en Buenos Aires, mandó una serie de “Gaboísmos”, incluyendo mi favorito: “El día en que la mierda valga algo, los pobres nacerán sin culos”. Hay muchos más de donde vino ese. Algunos son simples absurdos graciosos, como “He conspirado por la paz en Colombia desde el día en que nací”. Hay otros breves, campechanos, al estilo de Twain, como “La vida es el mejor invento de todos”.

La exageración fue un elemento clave en la imaginativa aproximación a la vida que tuvo Gabo, tanto en su escritura como en su persona. Él dijo, por ejemplo, que su novela corta Del amor y otros demonios fue inspirada en un evento de la vida real que cubrió como reportero en Cartagena, Colombia, en 1949: el descubrimiento por obreros del cráneo de una niña muerta con una cabellera rubia de 18 metros en una cripta del convento de Santa Clara. A él le gustaba contar la historia de cómo Fidel Castro una vez se comió veintiséis bolas de helado en su presencia. La primera vez que hice contacto con él, por teléfono, con la esperanza de entrevistarlo para un perfil para The New Yorker, en 1999, él mismo contestó el teléfono. Cuando dije mi nombre, el Premio Nobel exclamó cálidamente, “¡Anderson! Coño, te he estado buscando por todas partes durante años; ¿dónde te has estado escondiendo?”

Esto era clásico del Gabo. Todavía no nos habíamos conocido y ya había convertido nuestro encuentro en una gran historia. Y una vez había dicho o escrito uno de estos pronunciamientos góticos, cualquiera fuera la verdad, así era como él los recordaba desde entonces.

Cuando nos conocimos, unos días más tarde en la oficina en Barcelona de su agente literario, Carmen Balcells, él me miró de arriba a abajo y preguntó “¿Cuántos años tienes?”. Yo le dije “Cuarenta y dos”. Al oír esto, dio vueltas alrededor y llamó a las asistentes de mediana edad de Balcells, “¿Oyeron eso? ¡Cuarenta y dos! ¿Se pueden imaginar volver a tener esa edad?” Volteando hacia mí, dijo, “¡Qué maravilloso! Lo que daría por tener cuarenta y dos otra vez”. Eso también era el clásico Gabo: cálido, amistoso, siempre buscando deshacerse de su estatus de celebridad para ponerse a la par contigo.

En Colombia, el presidente Juan Manuel Santos decretó tres días oficiales de duelo por el Gabo, y lo declaró “el mejor colombiano que jamás haya vivido”. Yo dudo que haya muchos colombianos que estén en desacuerdo. Gabo era realmente amado. Para un país que es más conocido por su violencia y tráfico de drogas, su contribución fue apreciada y fue adorado por la gente de todas las clases sociales, razas y edades. Desde que ganó el Premio Nobel de Literatura en 1982, muchos colombianos se han referido a él simplemente como El Nobel. Todos saben de quien están hablando.

Gabo amaba conspirar, una palabra que carga una connotación menos malévola en español que en inglés. Una de las principales razones por su afecto y larga amistad con Fidel Castro tuvo que ver con el hecho de que Fidel, por supuesto, es uno de los grandes conspiradores de la modernidad. Con gran entusiasmo, Gabo me contó de su tiempo como intermediario personal entre el líder cubano y Bill Clinton, en conversaciones dirigidas a mejorar las relaciones entre los dos países. Él estaba orgulloso de que hayan confiado en él, pero adoraba más que cualquier otra cosa las confidencias susurradas, el arte de gobernar detrás del escenario —con toda la conspiración que eso implica.

Una vez que Gabo había decidido compartir su confianza, lo hizo sin filtros. Comenzamos una serie de largas conversaciones para el perfil que eventualmente escribí, y le pregunté, una y otra vez, acerca de su fascinación durante toda la vida por el poder y por los hombres poderosos como Fidel, tanto en su vida como en su literatura. Él se acercó desde su silla, tocó mi rodilla, y dijo “Mira, O.K., pero tienes que dejar algo para mis memorias, ¿O.K.?” y de esta manera, por supuesto, él me sumó a su causa, al igual que hizo con muchos otros de sus adoradores, al hacerme su co-conspirador.

A pesar de todos sus logros, Gabo, quien se describía a sí mismo como “el hijo del telegrafista de Aracataca”, un pueblo pobre y rústico en la costa caribeña de Colombia, nunca pudo creer  totalmente en su buena fortuna. Siempre estaba feliz de compartirla con otros. En 2007, me invitaron a su fiesta de cumpleaños número 80, en Cartagena. Un día, en un salón privado en un restaurante que le gustaba, Gabo fue visto por un numeroso grupo de mujeres jóvenes que habían ido a almorzar. Ellas estaban notablemente aturdidas por la emoción, señalándolo, sonriendo y saludando. El jefe de sala fue enviado para preguntar en nombre de ellas si Gabo les concedería una fotografía. Gabo inmediatamente aceptó y salió. Durante alrededor de diez minutos se nos perdió mientras posaba foto tras foto. Las mujeres lo abrazaban y lo besaban, y Gabo se pavoneaba y brillaba como un muchacho que hubiera ganado el premio al Más Apuesto en la feria del condado.

Tuvimos muchas comidas así, junto a su esposa Mercedes, quien lo sobrevive, y muchos amigos locales. Una noche volvimos a su casa en Cartagena para tomarnos un trago. Construida junto al viejo convento de Santa Clara, desde la casa se ven las murallas de la ciudad y el Mar Caribe. Tan pronto llegamos, Gabo me apartó del resto del grupo, portando una sonrisa conspiradora, como si quisiera transmitir un secreto. Me llevó afuera a la terraza. Miramos juntos; era una noche brumosa y un poco de arena se arremolinaba fuera de la playa, cruzando la avenida. Un joven solitario caminaba. El aire de la noche estaba tibio. Gabo apuntó su cabeza hacia el joven y dijo: “Yo solía caminar por ahí cuando era joven y soñaba que un día tendría una casa acá arriba”. Dejó caer su mano sobre mi hombro y, con una expresión de encanto, dijo: “Y ahora la tengo. ¿Puedes creerlo? Yo todavía no puedo”.

A Gabo le gustaba vestirse y, para la afectuosa desesperación de Mercedes, él insistía en escoger sus propios atuendos. Ella lo llamaba Trapoloco. Su traje de noche en Cartagena en esa visita era un blazer de cuadros amarillos y verdes, que debe haber visto sus últimos días de moda a mediados de los años setenta; era el tipo de cosa que uno pudo haber visto en una pista de baile cuando “Kung Fu Fighting” estaba en el tope de las listas. Pero Gabo amaba esa chaqueta y se sentía bien en ella.

La última vez que vi al Gabo fue el año pasado, en su casa en Ciudad de México. Él, Mercedes, un amigo de ella y yo almorzábamos juntos. Típicamente, Gabo se había vestido para la ocasión en un sobrio pero elegante traje de tres piezas y sus usuales botines con tacones cubanos (Gabo no era un hombre alto).

Comimos y conversamos y nos tomamos una foto juntos. Y entonces, cuando era la hora de irme, Gabo insistió en conducirme afuera donde esperaba mi taxi. El conductor sonrió con asombro cuando se dio cuenta a quien estaba mirando. Un jardinero que trabajaba al otro lado de la calle se paró y saludó. Gabo sonrió y saludó a todos. Lo abracé y le dije adiós. “¿Cuándo vuelves?”, me preguntó. Yo titubeé. “Que sea pronto”, dijo sonriendo. Eso era lo que Gabo siempre decía.

***

Para leer el blog original en inglés de Jon Lee Anderson en The New Yorker haga click acá.