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El diálogo del #10A y lo que puede venir; por Luis Vicente León

Fotografía de Santi Donaire / EFE

Fotografía de Santi Donaire / EFE

El arranque de la mesa de diálogo acaparó la atención de todo el país, como hace rato nada lo lograba. No es de extrañar. La gente está harta de la crisis y quiere dos cosas fundamentales: soluciones y paz. Y, con sabiduría popular, intuitivamente sabe que no se van a lograr ninguna de las dos sin que los actores en pugna se sienten a dialogar.

Ningún diálogo provocado para resolver un conflicto es fácil. Los actores que se sientan ahí no confían los unos en los otros y, en el caso venezolano, se presenta el drama adicional de que no hay personas ni instituciones —ni locales ni extranjeras— en las que todo el mundo confíe, algo que obliga a mezclar mediadores para reducir riesgos.

El gobierno se presenta a la reunión unido y organizado. Más allá de las múltiples diferencias internas que tienen, el riesgo externo de la oposición en la calle los unifica. En el caso opositor el tema se complica. El conflicto la divide entre moderados y radicales y, además, entre políticos y estudiantes. Nadie individualmente representa a toda la oposición ni puede garantizar el fin del conflicto con un acuerdo de su parte. Menos cuando en la mesa sólo se presentan los moderados, algo lógico si consideramos que es ese clúster el que considera que el éxito de su protesta es lograr un cambio en la posición del gobierno y un adecentamiento de los poderes morales que hoy debilitan la democracia.

Si el gobierno de Nicolás Maduro tenía la intención de enganchar al país con el diálogo, habría sido relevante que diera un primer paso cediendo un punto relevante de las muchas solicitudes opositoras. Es evidente que aunque todos son importantes en el diálogo, el éxito o fracaso del mismo pasa por lo que Maduro esté dispuesto a hacer para rescatar el equilibrio del país. Y al gobierno le sobraban oportunidades antes del debate de ayer. Un movimiento impactante como la liberación de alguno de los presos políticos le habría permitido al gobierno conectar al país con el diálogo y generar expectativas más favorables. Incluso, haberlo hecho con Ivan Simonovis hubiera tenido un bajo costo para ellos, en términos de control político, y un inmenso rédito en términos de imagen de disposición y apertura al adversario. Pero eso no sucedió.

Ahora bien, ¿cuál era el riesgo de esta reunión de dialogo, tanto para el gobierno como para la oposición? Sin duda que la gente no percibiera nada nuevo, sino la construcción de un espacio más para dispararse dimes y diretes. Algo así como un largometraje conformado por muchos capítulos de una serie televisiva semanal que todo el mundo ya vio. Y este riesgo fue alto durante el arranque de la reunión, que se desarrolló en un plano muy general y teórico. La larga intervención de Nicolás Maduro estuvo muy lejos de la emoción propia de la política en este tipo de eventos, afectando la de Ramón Guillermo Aveledo, quien tuvo que volver a trazar algunas de las líneas gruesas que enmarcaran la discusión, probablemente indispensables ambas para arrancar pero que, desde el punto de vista político, fueron más largas y tediosas que emocionantes y motivantes para la audiencia nacional.

No fue sino hasta las intervenciones de Andrés Velázquez y Aristóbulo Istúriz que arrancó el debate político en la mesa, elevando el calor de la discusión. Fue la consecuencia directa del eje que mantuvo cada sector: los opositores colocaron en la primera posición de los acuerdos una ley de amnistía que diera libertad plena a los presos políticos (o a los políticos presos, es igual), mientras que los chavistas lo hicieron con el reconocimientos opositor al gobierno, un punto que evidentemente hicieron bandera en todas sus exposiciones —algunas bastantes repetitivas— y que ha sido, evidentemente, el punto central que busca el gobierno en este diálogo.

Quizás la intervención más interesante, bien llevada, profunda, inteligente y asertiva por parte de la oposición fue la de Henry Ramos Allup. Tocó todos los aspectos centrales del problema político venezolano, pero agregó uno que la mayoría del los políticos locales esquiva: el tema militar. Bajo el argumento de que “todos los golpes son malos”, Ramos se deslinda del golpismo y coloca los puntos sobre las íes, retando a sus propios colegas opositores radicales con una pregunta central, que acá parafraseo: ¿quién puede creer que, si el país se desestabiliza, los militares van a escoger a un civil (y yo agrego un opositor) para gobernar? La experiencia parlamentaria de Ramos Allup se notó sin duda alguna, en comparación con el resto de los oradores de ambos bandos.

En el lado chavista, Aristóbulo Istúriz y Jorge Rodríguez fueron los más útiles para su grupo. Más allá de no estar de acuerdo con sus planteamientos, usaron técnicas inteligentes para desmontar temas claves de la oposición. Son políticos avezados y entregan argumentos para el debate de calle de los chavistas de base. Y lo hacen bien, aunque resulte agresivo, sarcástico y manipulador para los opositores.

Era evidente que para el gobierno su expectativa mayor del diálogo ha sido, es y será obtener el reconocimiento de la oposición. Sin embargo, al declarar desde el ejercicio del poder, el gobierno no puede evadir su ineficacia en muchos aspectos de las políticas públicas. Por ejemplo: es verdad que la inseguridad es un problema de todos, pero resolverla es una responsabilidad del Estado, que evidentemente no ha cumplido.

Y ya en los grandes temas, la intervención de Rafael Ramírez sobresale especialmente por una razón: en el país que tiene la tasa de inflación más alta del mundo y el récord de escasez, es difícil vender la idea que desde el Ejecutivo Nacional consideran esa “economía real” como un modelo exitoso. Otro ejemplo: fue inadecuado, además de falso, plantear desde las intervenciones oficialistas que los representantes de la oposición moderada, sentados en esa mesa, son responsables de la violencia. Eso en contraste con la exigencia hecha a la oposición para desmarcarse de la violencia, mientras el chavismo defiende o, peor aún, niega la existencia y las acciones de grupos de malandros armados, que ellos esconden bajo la manipulación del nombre de colectivos, que usan para cualquier cosa, incluidos los paramilitares armados. Colectivos resulta que termina siendo como el casabe: a lo que le echan sabe.

Sentar a un Tupamaro entre sus representantes oficiales de la negociación es, sin duda, una bofetada a la negociación, independientemente de que no sea este grupo específicamente el responsable explícito de la violencia de los grupos armados que han entrado a las universidades y a las urbanizaciones a crear caos y violencia, bajo la mirada complaciente de las fuerzas del orden.

Personeros tan disímiles en sus declaraciones como Henrique Capriles, Henri Falcón y Henry Ramos Allup, por nombrar sólo a tres, han rechazado abiertamente las barricadas en sus declaraciones previas, asumiendo valientemente los costos políticos que eso les genera en la oposición más radical. Sin embargo, el sector oficial no aprovechó la oportunidad política de hacer alguna cesión estratégica para levantar (y capitalizar antes que la oposición) la esperanza puesta en el diálogo.

Haciendo un juego de palabras, sin cesión terminaron perdiendo la oportunidad de la sesión.

Capriles, la intervención más esperada de la noche, se decantó por una posición dura para evitar que los radicales de su propio grupo lo contaminaran con denuncias de colaboracionista. Los planteamientos de Capriles fueron los relevantes y enviados en clave de adversario fuerte y dispuesto a continuar la lucha. Es posible que Capriles sea quien tiene menos margen de maniobra en este escenario: debe mantener la unidad, no perder la representatividad, asumir una posición dura y todo esto mientras demuestra que es capaz de sentarse a buscar soluciones. En esa posición, se va al closing, al cierre de las intervenciones, explicando por qué está ahí sin haber reconocido a Maduro, una curva inteligente, pero difícil.

Preso de las circunstancias, Capriles sabe que debe hablarle a chavistas y radicales opositores, manteniendo siempre a flote la idea de que se trata de un diálogo y no de una cesión de las convicciones. Sobre todo porque él no había sido el más abierto en cuanto a asistir a esta mesa, un caso sólo superado —y de manera manifiesta— por Andrés Velázquez. El episodio con Cabello y su respuesta —justa o no; acertada o no— distrajo. Reaccionó a un ataque y a las interrupciones que tuvo su intervención y eso en este tipo de eventos puede verse como un error. Sin embargo, en el comportamiento de gallitos de pelea de ambos y ser mejor en ese brevísimo rifirrafe le permitió lucir irreverente y eso muchas veces funciona. Por ejemplo: desencajó a uno de los hombres fuertes, poniendo a reaccionar a Diosdado de manera desproporcionada en Twitter, quien con ese gesto contaminó su presencia en el debate.

¿Qué se ganó? Aunque es muy temprano para proyectar el futuro de estas reuniones y estamos en una fase todavía muy incipiente, se abrió un espacio del tipo de diálogo político que es natural en cualquier dinámica democrática del mundo y que en Venezuela, hasta ayer, era inexistente: uno donde la oposición pueda criticar y argumentar en contra de la gestión del gobierno (en cadena nacional) y éste pueda responder, al mismo tiempo que se muestran los temas de interés de cada grupo y cada fracción tiene la posibilidad de comunicársela al país.

Por ahora, Maduro le tuvo miedo al tema de la amnistía y, con eso, perdió una excelente oportunidad de sorprender al país. Pero aún así, considero que la MUD tomó una buena decisión al decidir participar y dar inicio al diálogo. Incluso independientemente de lo que venga ahora y si el gobierno cumple o no con las pocas líneas de encuentro. El próximo reto del diálogo debe ser incorporar a los otros sectores opositores y ver al gobierno tener un primer gesto concreto con la oposición. Veremos.