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Despachos desde Mérida: La rumba y el plomo; por Marcel Ventura

Despacho desde Mérida La rumba y el plomo; por Marcel Ventura 640C

Es lo que pasa tantos fines de semana en el Club Militar de Mérida. El sábado 22 de marzo se escuchaba música desde el mediodía y era fácil adivinar el campaneo de los cubos de hielo en los vasos de whisky. Afuera hay una avenida llena de trincheras latigadas por las canciones que saldrán del recinto militar hasta las dos de la mañana. Catorce horas de rumba continua.

Si la vida fuera estable todo el tiempo
yo no bebería ni malgastaría la plata
Si la vida fuera estable todo el tiempo
yo no bebería ni malgastaría la plata

Mérida es una universidad con complejo de ciudad y está a una semana de cumplir cincuenta días sin clases. Los alumnos no sacan sus pupitres al pasillo, son más de desmontar paradas de autobús, vallas de quince metros y cercas de alambre para tapar de acera a acera la Av. Las Américas, una de las tres principales de la ciudad. Nadie puede decir que la Universidad de Los Andes sea nido de la burguesía, por eso en las cuatro barricadas principales levantadas sobre el asfalto se ve a una comunidad diversa. Hay familias enteras, hay chicos de los primeros semestres y treintañeros que no terminan su carrera, hay abuelas con walkie talkies y encapuchados comiendo arepas.

El término guarimba se queda corto. Esto no es basura quemada, vuvuzelas y lanzadera de piedras de cinco a seis de la tarde, esto es tres kilómetros de trincheras y dos urbanizaciones grandes, de varios miles de habitantes, bloqueadas de entrada a entrada. Los cuatro supermercados más importantes apenas han podido abrir sus puertas y cuando lo hacen, le pagan a algún malandro para que cante la zona y los defienda de eventuales ataques. Porque aquí todos se quieren defender de algo y la palabra de moda es tupamaro.

Los “tupas” aquello. Los “tupas” lo otro. Mérida y la ULA conocen esto de los motorizados armados desde mucho antes de las milicias civiles y los círculos bolivarianos. Fuerzas de choque que alguna vez tuvieron ideología y hoy están financiadas de dos formas: o bien se acerca alguien a darte dinero y moto para que des vueltas por ahí, o bien te dejan que vayas en grupo a vandalizar locales y edificios. Los manifestantes no hablan de la Guardia Nacional ni de la Policía como suele hacerse en Caracas, aquí la rabia está focalizada en los “tupas”. Los militares, a fin de cuentas, están escuchando a Willie Colón.

Oye tú sentado allá
pareces venezolano
ven aquí vamoa bailar
que todos somos hermanos

A estas alturas, en Mérida todos están hermanados por el plomo. El monopolio de la fuerza podrá ser del Estado y de sus motos, pero semanas de vandalismo y el efecto amplificador del chisme y la paranoia han promovido una escalada de violencia entre los manifestantes.

– Ustedes son rebeldes, ¿no?
– No, rebeldes suena como a esa gente mala que hay en Medio Oriente.

Responde una chica dentro de la urbanización El Campito, que el sábado estaba atravesada por cinco barricadas dispuestas en los 500 metros de su calle principal. Ahí dicen que los problemas se acabarán cuando renuncie Maduro, al tiempo que justifican las barricadas como un mecanismo de defensa porque cualquier día llegan los “tupas” y abren fuego y matan gente. Vecinos de toda la Av. Las Américas ayudan a su modo: hay salones de fiesta donde se guarda gasolina en botellas de refresco y guachimanes que tienen la orden de abrirle la puerta a quien buscará el combustible. Hay un encargado en cada barricada de pasar por las residencias pidiendo dinero para “defender a la comunidad de los motorizados”. Hay gente que baja café y refresco y otros que ceden sus vacíos de cerveza para las molotov, aunque ya no hay latas en Empresas Polar y el vidrio valdrá oro en Semana Santa.

Se puede suavizar con semántica, pero las barricadas de “la resistencia” merideña están financiadas. Se puede matizar con retórica, pero los vecinos pagan para protegerse de un grupo de motorizados armados.

Y la gasolina sube otra vez
el peso que baja, ya ni se ve
y la democracia no puede crecer
si la corrupción juega ajedrez

Los estados andinos han sentido el efecto de la crisis financiera desde mucho antes de que el gobierno acuñara lo de la guerra económica. En Mérida protestan porque año tras año a la ULA no le aprueban ni el 45% del presupuesto solicitado y porque las filas frente a locales como Bicentenario son más largas que en cualquier urbanización caraqueña. Joven, delgadísimo y de sonrisa fácil, el alcalde Carlos García demuestra que hay renovación política dentro de la oposición, aunque a sus treinta años nadie lo preparó para los problemas que enfrenta el municipio.

Despacho desde Mérida La rumba y el plomo; por Marcel Ventura 300AMérida está destrozada. Como si alguien hubiera contenido la respiración durante años y de repente exhalara aire hediondo frente a un castillo de naipes. La ciudad que alguna vez recibió turismo aún no se recupera del trauma de un aeropuerto hecho para accidentes y un teleférico postergado año tras año. El páramo manso de cada día se convierte en una pared oscura ahora que apenas hay alumbrado público en las noches. Para los entusiastas de la comparación con Ucrania, Mérida es un sueño hecho realidad: sobre la calle Cardenal Quintero varios edificios muestran los vidrios de sus pisos inferiores cubiertos con madera y cartón. Algunos porque están rotos; otros porque hay gente convencida de que la madera es antibalas. Encapuchados miran de reojo a cualquier extraño y en otras zonas de Las Américas, sobre todo cerca del barrio Simón Bolívar, es normal el cobro de peaje para que el tránsito fluya por una ruta alternativa.

Manifestantes con liderazgo dentro de la oposición dicen que toda irregularidad es culpa de “infiltrados”. Dicen paz y miran para otro lado cuando escuchan que hay decenas de alambres de púas dispuestos por todas partes. Dicen paz y niegan que haya armas en sus filas. Dicen paz y nadie se atreve a decir otra cosa: que si alguien llega a tu urbanización disparando y te revienta los vidrios de tu casa y lo hace otra vez y lo hace en grupo y lo hace otra vez, es normal que entrenes el dedo para halar el gatillo. Que la paz sea deseable no quita que desde el Antiguo Testamento nos estemos matando por los siglos de los siglos amén.

Y te quiero así
tan satírica y fanática
te quiero así
cuando vives
cuando matas con o sin razón

Aún hay cuerda para ocho horas más en el Club Militar cuando se confirma la muerte de Jesús Orlando Labrador, por impacto de bala. Cuarenta años. Antes del 22 de marzo había muerto una mujer en moto, casualmente miembro del PSUV, y también por impacto de bala una chilena y activa militante del partido oficialista. Dos días después, el 24 de marzo, morirá un Guardia Nacional por otro impacto de bala, frente a la urbanización El Campito.

No hay una versión precisa sobre la muerte de Labrador, solo que estaba en medio del fuego cruzado que se armó a final de la tarde sobre la calle Cardenal Quintero. Guardia Nacional y motorizados contra encapuchados. Gente que se sube a las azoteas para vigilar la zona y ya diferencia sin esfuerzo el ruido seco de una bala del eco corto de un perdigón. Menos militares y más colectivos armados que los que se ven en Caracas. Más encapuchados también.

Las ráfagas vienen y van. Desde una azotea de El Campito se ve claramente cómo sobre otra azotea de un edificio blanco con detalles rojos aparecen tres hombres con la cara tapada. Están armados. Se supone que están en una zona opositora de Cardenal Quintero y que para llegar a los techos alguien tiene que abrir la puerta. Disparan hacia el piquete de la Guardia; tres veces primero, dos veces después. Los vecinos deciden que es mejor volver a los apartamentos y en el ascensor razonan que deben ser infiltrados o francotiradores chavistas que igual disparan a un lado como disparan al otro.

El hecho es uno: ese día hubo disparos desde al frente opositor en Cardenal Quintero. Y otro: había otras armas dentro de la barricada de El Campito. Y otro: los militares siguieron de rumba hasta el amanecer.

Guerra de baja intensidad, le dicen.