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#LosJuegosDeLaGuerra 1. El cerco de San Cristóbal: los asedios callejeros; por Albinson Linares

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Las barricadas están llenas de olores acres, fuertes, calientes como los vapores del asfalto quemado, el caucho hirviente, los bultos de basura y despojos humanos. Sudor, sangre seca, orines, aceite viejo y árboles talados delimitan las zonas donde se forman las guarimbas en San Cristóbal.

Llegué 30 días después de la primera manifestación, cuando el estado de sitio era general y ya se había instaurado la vieja rutina del asedio callejero: el Estado despeja las vías, limpia y recoge la basura desde la madrugada, disuelve las masas humanas con perdigones más bombas lacrimógenas y, a las horas, el norte de la capital tachirense vuelve a convertirse en territorio de barricadas por un hormiguero de personas.

La basura expuesta al sol se descompone rápido por lo que surge el olor a mierda, a cloaca, a inmundicias que nadie espera conseguir en una avenida de amplios canales como la Av. 19 de abril: “La resistencia sigue, aquí vamos a seguir a pesar de lo que diga el gobernador y de que muchos estados estén apagados. El Táchira sigue porque no somos partidos políticos, sino la sociedad civil con los estudiantes quienes queremos seguir con esto”, dice Jairo, un estudiante de Derecho encapuchado con una franela aurinegra del Deportivo Táchira.

Junto a 12 jóvenes más, todos con el rostro cubierto, vigilan las barricadas de la Av. 19 de abril frente a las Residencias El Parque desde hace más de un mes. El ambiente entre los muchachos recuerda al de las barras bravas, parece que de un momento a otro se largarán al estadio de Pueblo Nuevo para alentar al carrusel aurinegro. Pero no. No dejan las barricadas por nada del mundo.

Sus edades van de 15 a 30 años, por lo que a veces se ríen, se abrazan y explican las proporciones de la molotov perfecta, como si de un cubalibre se tratara: “El secreto consiste en lograr la mejor combinación de arena, jabón azul y gasolina. Por ejemplo, las mechas de franela no sirven para nada: se apagan o no explotan. Lo mejor es mecate o telas fuertes, pero para tirarlas hay que tener bolas, mijo. Usté tiene que esperar un rato, contar varios segundos hasta que se caliente y casi haga burbujitas. No muchas, porque se le revienta en la mano. Cuando siente el calorcito, entonces, la lanza”, explica Gerson con una botella de ron Cacique devenida en cóctel incendiario. Es otro encapuchado que dice estudiar Ingeniería. No se nota cuánto sabe de Cálculo ni se Álgebra, pero sabe bastante de la precaria química que incendia las calles por estos días.

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Febrero será recordado como el mes en que la guerra se apoderó de muchas zonas residenciales de Venezuela. El norte de San Cristóbal, en Táchira, ha sido escenario de batallas campales desde hace varias semanas. Protestantes encapuchados hacen barricadas mientras efectivos militares las derrumban, todos en una rutina bélica desgastante.

Decenas de heridos, cuatro víctimas mortales, un alcalde preso y cuantiosos daños materiales por edificaciones incendiadas junto a la destrucción de vías y obras públicas, son parte del saldo de las manifestaciones. Daniel Tinoco de 24 años, líder estudiantil de la UNET, falleció el pasado 10 de marzo al recibir un disparo en el pecho durante un enfrentamiento con encapuchados en la Av. Carabobo. Jimmy Vargas, de 34 años, murió el 24 de febrero al caer de un techo mientras preparaba la defensa de su urbanización. Luis Gutiérrez chocó contra una barricada en Rubio, un accidente que le causó la muerte instantánea. Anthony Rojas murió de un impacto de bala el 20 de marzo.

Muchas calles de San Cristóbal están obstruidas con basura, cauchos quemados, muebles, restos de rejas metálicas y guayas de ascensor. ¿De dónde demonios se sacan largas guayas trenzadas de 5 y 8 cms. de diámetro en una ciudad sitiada por parte de sus pobladores?

La respuesta llega entre risas. Los protestantes apostados frente al Centro Comercial del Este se han vuelto expertos en labores defensivas callejeras que lindan con el pillaje ingenioso. Diseñan palancas con objetos de desecho y levantan el alcantarillado para interrumpir el tránsito. Además, reutilizan cuanto cacharro consiguen: “Mire esas guayas estaban arrumadas en todos los edificios de la zona, porque cuando cambian los ascensores eso no sirve: hay que ponerles guayas nuevas. Bueno, nosotros las descubrimos y acá están”, observa Gerson, mientras devora una ración de espagueti con albóndigas.

— ¿Quién te cocinó eso?

— Nuestras mamás.

— ¿Cómo?

— Todas esas viejas de la zona, ¿o usté piensa que acá estamos solos? Aquí nos defienden los viejos. Sin ellos esto se cae en 24 horas. Por eso decimos que tenemos muchas mamás y papás.

— ¿Y qué va a pasar el día en que ellos ya no los quieran en la calle?

— Nosotros damos guerra porque ellos no pueden. Los viejos están arrechos de hacer colas y de que la plata no valga nada. Entonces nos organizamos y aquí estamos. Esto no es puramente rabia. Acá donde usté nos ve, estamos cansados. Y cuando uno se cansa de todo, le pierde el miedo a la guardia.

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Primo Levi, el escritor sobreviviente de Auschwitz, decía que, para su desgracia, con los nazis había podido comprobar que era posible abolir la personalidad de los hombres. “Algunos recuperaron su conciencia de la experiencia más tarde, pero durante la misma, la perdieron, y muchos lo olvidaron todo. No registraron sus experiencias en su mente. No lo dejaron impreso en su pista de la memoria. Así sucedió con todo, una profunda modificación de su personalidad”, le dijo a un entrevistador, al recordar su experiencia en los campos de exterminio de la Segunda Guerra Mundial.

En uno de los edificios de Residencias El Parque, una larga pancarta azul reza: “RESISTENCIA ART. 350”. Se refiere el artículo de la Constitución Nacional que dice “El pueblo de Venezuela, fiel a su tradición republicana, a su lucha por la independencia, la paz y la libertad, desconocerá cualquier régimen, legislación o autoridad que contraríe los valores, principios y garantías democráticos o menoscabe los derechos humanos”.

Cada noche los protestantes hacen guardias en la azotea de los edificios en turnos que van de dos a seis horas. Tienen un rudimentario pero efectivo sistema de alarmas: cuando alguien de las cuadras adyacentes avizora a los oficiales, tocan con fuerza los postes y así se enteran. También usan walkie-talkies. A las 04:30 am se reúnen para apilar materiales de desecho mientras un grupo vigila con “cañones” de morteros para prevenir las incursiones de la Guardia Nacional: “Esto lo financiamos con nuestro propio dinero y los vecinos de la comunidad nos bajan desayuno y agua. No recibimos apoyo de partidos ni cobramos peaje. A quien quiera ayudarnos, le pedimos que traiga comida en vez de dinero”, comenta Marco, otro encapuchado.

Sin embargo estas barricadas —llamadas guarimbas o trincheras de la libertad, dependiendo de si quien habla es opositor o chavista— han despertado cosas como la solidaridad entre quienes manifiestan. Pero los demonios también han salido a flote.

María, vecina del sector, explica que es chavista y por ello sintió el  hostigamiento de los protestantes que conocen de su posición política: “Por Twitter pusieron una foto mía donde dicen que soy ‘la sapa’. Pusieron mi nombre, dirección, edad y cédula pero a esa persona la denuncié ante la Fiscalía ayer”. Explica que, antes, todos los vecinos se querían y se respetaban, hasta que iniciaron las protestas de febrero. Entorna los ojos cuando habla del pasado. Evoca un tiempo que le parece lejano, otra época en la que no la habían amenazado con quemarle su negocio ni le decían sapa. Una realidad donde el asedio no la había tocado. Se lamenta porque piensan que ella delata a los manifestantes: “Ellos no cobran peaje, pero nos joden la vida. No se dan cuenta de que, entre ellos mismos, se exponen cuando trancan las vías públicas y están haciendo guarimbeo. La gente del edificio siempre está grabando y pone todo eso en Facebook. Imagínese. Y después dicen que soy yo, como si la policía no revisara las redes sociales”.

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Unos metros más allá, en la esquina de la urbanización Las Acacias, queda la unidad de servicios nefrológicos UNETACA. Es una vieja quinta acondicionada como centro de tratamiento, por lo que la estructura de la sala de espera recuerda a los años ochenta, donde la fórmica y el plástico reinaban en el diseño interior. El contraste con la sala interna donde se aplican las terapias renales es mayúsculo. Luces blancas, pisos de cerámica brillante y un gélido aire acondicionado hace que las tenues voces de los pacientes dibujen trazos blancos en el aire. Las máquinas enormes, que titilan con muchas luces y mangueras, lentamente dan vueltas a la sangre que deben purificar.

Los enfermos renales necesitan dializarse durante cuatro horas, con un día de por medio, pero la carencia de insumos y las protestas han hecho que estos pacientes sólo lo hagan durante dos horas: “El depósito se está quedando vacío por completo y, a veces, los enfermeros no pueden llegar por los tranconazos. Cuando me dializan menos, las toxinas perjudican mucho. Puedo contaminarme y me muero más rápido”, dice Dalgys Carvajal, con su voz débil en medio de un frío atroz.

Afuera se escucha el sordo rumor del asedio callejero, la música de la guerra que son los morteros y las detonaciones. En febrero murieron cuatro pacientes de esta unidad. Mientras, el resto languidece, gota a gota, como los reactivos. Albertina Paredes es familiar de un paciente y llora al declarar: “A ellos no los están dializando como tiene que ser porque la unidad se está resguardando por las horas de protesta, entonces hacen lo que pueden pero además los insumos se están acabando. El personal que labora aquí no trabaja como se debe, porque a veces no puede llegar”.

Yolanda Ortiz trae a su esposo desde Palmira, en una penosa travesía interdiaria: “Yo pido tranquilidad para los pacientes renales, porque ellos sufren mucho al ver todas las trancas, las bombas molotov, las mangueras con clavos y eso no debe ser. Los de las barricadas están completamente sanos. Dios quiera que nunca lleguen a caer en una clínica de éstas”.

Luego de varias horas, Dalgys Carvajal sale de su tratamiento con muchas ganas de marcharse a casa. Su tez recobró algo de color y tiene más fuerza en la voz. Ya puede mover las manos mientras habla y dice que no le dan miedo los ruidos de la batalla campal que acaba de empezar porque la Guardia Nacional está desmontando una barricada.  “Yo sólo me quiero ir a mi casa y ver a mi familia. No importa lo que pase: eso es lo que quiero” y sale con un familiar que la empuja en su silla de ruedas.

Dalgys aguantó un día más del asedio con que las toxinas cercan su cuerpo. Y eso, por hoy, le parece una victoria suficiente. Afuera, los asedios de la guerra continúan.

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