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#27F-1989/2014, por Boris Muñoz

Fragmento extraído de "Un país en las antípodas" del libro "Crecer a golpes. Crónicas y ensayos de América Latina a cuarenta años de Allende y Pinochet". Editado por Diego Fonseca. C.A. Press. PenguinGroup, U.S.A., 2013).

Por Boris Muñoz | 28 de febrero, 2014

27F_1989_2014 640_Crecer a golpesEl año 1989 es el otro punto cardinal de esa década de nueve años que en vez de empezar en 1980 comenzó en 1983.

Una de las pocas maneras en que Caracas podía resultar interesante a un muchacho que trataba de armar el rompecabezas de lo que sucedía a su alrededor era prestar atención al arte. A mediados de los 80, las piedras que se encontraban a la vera de las autopistas comenzaron a aparecer misteriosamente pintadas con el tricolor amarillo, azul y rojo de la bandera venezolana. También la carros abandonados, e incluso algunos monumentos. El autor de tales travesuras urbanas era Juan Loyola, un excéntrico artista con un agudo talento para la provocación y el escándalo. En una sociedad que todavía seguía recuperándose de la resaca de los 70, sus obras y performances eran ácidas denuncias contra la corrupción, el saqueo de la nación y la entrega del país a las instituciones financieras internacionales. En una ocasión entró al Palacio de Justicia con un grupo de siete ayudantes, todos vestidos de punta en blanco en representación de las siete estrellas de la bandera y cargando bolsas de pintura tricolor que se derramaron encima mientras se arrastraban por el suelo como las víctimas de una masacre. La crítica interpretó la obsesión de Loyola con la bandera en un sentido estrecho: no como la expresión de un visionario, sino como un gesto de atávico patriotismo. O mejor dicho su obra era demasiado abstracta, absurda, tosca y, tal vez profética, para ser tomada en serio.

Loyola, quien se concebía a sí mismo como un rebelde, murió sin pena ni gloria en 1999 sin ver el despliegue del chavismo –y, hasta cierto punto, la metástasis de sus ideas y símbolos. Su memoria fue tragada por el olvido, sin dejar casi rastro, pero su obra tomó el pulso de una poderosa corriente que se agitaba subterráneamente en la sociedad venezolana, como se puso de manifiesto el 27 de febrero de 1989, día en que algunos de los sectores más pobres de Caracas hicieron erupción visceral en un estallido popular en el que hubo, estrictamente, de todo: fiesta, furia, catarsis, saqueo, represión. La ciudad sumida en disturbios, toque de queda, razias policiales que dejaron más de 300 muertos según el relato oficial –o más de tres mil según la leyenda negra que el chavismo ha explotado sin vergüenza para beneficio propio.

Joseph Brodsky sentía envidia de quienes, viendo por el espejo retrovisor de su vida, podían diferenciar instantes, periodos y ciclos en el continuum de la existencia. Mi vida, como la de cualquier es una confusa amalgama de momentos, pero puedo distinguir al 27 de febrero como el acontecimiento terminal de una época. Esa fecha le mostro al país su rostro sustancial: empobrecido y caótico, tribal y colérico. El gobierno castigó con saña las protestas contra el aumento del costo de la vida y la imposición de un ajuste económico sorprendente que echaba al cesto de la basura las grandes ilusiones despertadas por el regreso de Carlos Andrés Pérez. La ciudad se convirtió en una necrópolis. Las ráfagas de plomo de la Guardia Nacional y los llamados cuerpos de seguridad del fueron repelidos con distinta intensidad en varias partes de Caracas, una demostración de la existencia de sectores de la sociedad armados y dispuestos a fajarse a tiros con la autoridad y el poder.

El efecto de bola de nieve prueba que el Caracazo es el emblema de una transición. Mientras más avanzaba la onda expansiva del 27-F más edificios y mitos cayeron. El primero fue el complejo de superioridad de una nación que se creía segura de su avance hacia la democracia social que había empezado a resquebrajarse seis años antes. Siguió casi de inmediato el edificio del sistema democrático liberal y representativo, consumado 10 años más tarde. Finalmente, cayó el mito de una sociedad armónica: la brecha social era inocultable y no dejaba de crecer, pero también la brecha entre los gobernantes y los gobernados.

Había una extraordinaria susceptibilidad y desconfianza hacia el poder que aquella época encarnaban el gobierno y las grandes empresas. En lo personal recuerdo que la Confederación de Trabajadores de Venezuela (CTV) convocó, junto a otras centrales sindicales, a un paro nacional de trabajadores que paralizó casi la totalidad del país el 18 de mayo de aquel año, con la notable excepción de McDonalds, la única isla de consumo que abrió sus puertas. En lo personal, quise añadir mi granito de arena a la demolición de las jerarquías dominantes organizando con unos amigos una marcha pacífica contra McDonalds. La llamamos la marcha contra la McHamburguesía. El día convocado un puñado de estudiantes y periodistas nos reunimos frente al local, que se encontraba acordonado por más de un centenar de funcionarios de la policía política –la más temida– vestidos como Robocop, con arreos anti-motín. Nosotros no llegábamos a treinta y nuestras únicas armas, además de unos inofensivos panfletos, eran un par de megáfonos que usamos para instar a los transeúntes y conductores con una consigna que todavía me causa gracia. “¡Dile no a la McHamburguesía, cómete tu arepa!”. Obviamente no llegamos muy lejos, pero el gesto tuvo su valor.

Aquel 27-F dispara la remembranza de una transición difusa pero también dramática, que solo puedo referir como la desaparición del sentimiento de seguridad y la aparición del miedo. Las ráfagas de plomo fueron sustituidas por ráfagas de pánico. ¿Pánico a quién? Al otro. El marginal es el otro y el burgués es el otro del otro; el carente de educación es el otro del profesional y éste es el otro del empresario; el político es el otro del pueblo. El otro es el que me amenaza. Le temo y, por lo tanto, es mi enemigo. La caída del mito policlasista dio inicio a la fase del todos contra todos, preludio del sálvese quien pueda posterior.

En una época caracterizada en América Latina por la subordinación militar y la transición hacia el civilismo, Venezuela marchaba ostensiblemente en dirección contraria. En cierto modo, el 27 de febrero de 1989 nos devolvió como nación a un caos primordial despertando ancianos rencores y viejas añoranzas de redención, orden y jerarquía. Esas evocaciones fueron astutamente leídas por quien se llevaba ya mucho tiempo agazapado, preparándose para convertirse en el protagonista principal de las próximas dos décadas: Hugo Chávez.

Boris Muñoz 

Comentarios (1)

Andres Ramos
4 de marzo, 2014

esto refleja quien te lee, muy buen analisys

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