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In Praise of Good Manners (o el valor de las buenos modales), por Freddy Javier Guevara

In memoriam Rafael López-Pedraza

el valor de las buenos modales, por Freddy Javier Guevara 640

Desde hace cierto tiempo se viene oliendo un tufo de descomposición social acompañado de visiones que, sin ser delirantes, parecieran salidas de algo que se aproxima a un pequeño infierno sobre la tierra: matanzas espantosas en cárceles, presos que administran retenes judiciales con acceso a poderes públicos, gobernantes que se comportan y se expresan en forma vulgar en público, legisladores que propician palizas a diputados en la Asamblea Nacional, funcionarios de la seguridad nacional involucrados en el narcotráfico, aviones cargados de droga, invasiones, expropiaciones, aquelarres televisados en tumbas de héroes patrios, y pare usted de contar.

La expresión de esta forma de comportamiento en la población general no es menor. Un ejemplo palpable son los motorizados que deambulan en hordas desbandadas, azotando las leyes del comportamiento civil, atracando pistola en mano a los conductores de automóviles, o a los peatones en cualquier calle. Por otro lado la población civil está expuesta a secuestros, asesinatos, asaltos, y no hay a quien recurrir pues los mismos entes que regulan la criminalidad en el país están implicados en los hechos. No hay quien se salve.

Aunque lo dicho desuelle la piel y pareciera del conocimiento de todos, no deja de llamar la atención el inmenso laboratorio psicológico en el cual se ha convertido la sociedad venezolana.

La barbarie, condición implícita del comportamiento humano ha tenido sus momentos estelares en la historia de la humanidad, como Il Sacco di Roma o la llegada de los bolcheviques a la Rusia zarista, por citar dos de muchos. Sin embargo, cuando no es la historia leída en libros y se vive en la piel de quien se creyó alguna vez ciudadano, se hace necesaria la reflexión a estas preguntas: ¿Dónde se nos quedó ese Eros*, la energía que da significado a la vida y nos une sin imponerse? ¿Desde cuándo somos inválidos emocionales en áreas que son en el fondo profundamente humanas? ¿Es que siempre lo hemos sido? ¿Cómo pasamos de una sociedad donde nos respetábamos a éste campamento de bárbaros que tratan de aniquilarse unos a otros?

En los sucesos ocurridos, hay uno en especial que me dejó atónito y que ha trascendido como un hecho más de los múltiples y abominables que nos sacuden: siento escalofrío de sólo imaginarme a un hombre de cuarenta y dos años, que conducía un camión desde Colombia, con apenas conocimiento de las carreteras venezolanas, herido de muerte luego de que el vehículo quedara atascado en un puente de la autopista Francisco Fajardo, quizás desesperado intentando salir de la cabina, mientras soportaba el asedio de una horda enloquecida de motorizados que durante dos horas y a plena luz del día saqueaba la carga que contenía la gandola.

Este hecho ha puesto en evidencia el hueco negro que hay en nuestra psique. No es que antes no sucediera, sino que esta vez fue en plena y absoluta flagrancia, sin pudor alguno. Lo abominable de la imagen atraviesa el centro de la vileza humana y es elocuente por sí sola. Imagino que el suceso descrito ha marcado un punto de inflexión en la psique de nosotros los venezolanos de a pie, y ofreció una guía de ruta al ejecutivo que hoy gobierna este país.

¿Por qué Venezuela? La conducta del colectivo venezolano pareciera encontrarse a medio camino entre el ser más primario de la evolución humana y el homo sapiens sapiens, culto y formal. No existen términos medios entre estos opuestos.

Sin ser historiador, he intentado recorrer el supuesto origen de tal conducta y con intuición me he planteado múltiples raíces: la crueldad de la conquista, la guerra de independencia, la abolición de la esclavitud, la lucha de los negros, pardos, mulatos, indígenas y zambos por obtener igualdad de condiciones sociopolíticas, la guerra federal, hasta el petróleo y las inmigraciones.

He tanteado además, ciertas nociones antropológicas y científicas para explicar la génesis de tal actitud que, por contar con estudios estadísticos, “parecieran más sólidas”: la alta tasa de desnutrición infantil, el alto porcentaje de madres adolescentes embarazadas que por su juventud carecen de los instrumentos afectivos adecuados para favorecer el desarrollo del aparato emocional en sus hijos, la familia sin padre que procure normas, etcétera.

Es probable que estos niños y jóvenes se hayan alimentado desde la infancia más precoz casi exclusivamente de carbohidratos y escasas proteínas, creciendo mal nutridos; por lo tanto no hayan dado la talla en las escuelas, ni tampoco en los trabajos, y como consecuencia algunos de ellos pasaron y sigan pasando a engrosar por ósmosis las filas de bandas delincuentes.

Las supuestas causas son elusivas cuando se confrontan con hechos tan irracionales como el descrito. Entre otras cosas porque no todas las personas con déficit cognitivo son delincuentes; los antecedentes histórico-sociales como la guerra de independencia o la lucha de los estratos sociales tenían como sustrato el sufrimiento humano y la necesidad, y lo científico sólo da un perfil incompleto de la realidad. Al final me he quedado con que lo irracional no tiene causa. Hace erupción como un suceder y apenas se comprende desde el marco que nos provee la cultura en una sociedad.

Quizás las observaciones dentro de cualquier cultura sobre la conducta humana y nociones antropológicas sean los instrumentos que más nos aproximen a evaluar no el cómo y el porqué, sino los hechos en el aquí y el ahora, y aunque no sea exacta, se puede hallar una imagen de referencia de estos sucesos en la evolución de la humanidad donde se encuentran huellas de nuestros comportamientos.

Refieren aproximaciones junguianas a la actitud y comportamiento humano, que la función de feeling*, es decir, la función de valorización, es la última adquirida en el transcurso de evolución de la humanidad y fue conquistada por medio del sufrimiento y el instinto de reflexión. Ésta función nos permite apreciar las diferencias en las complejidades  de nuestra propia psique, de nosotros con la gente que nos rodea, con en el entorno, y favorece la posibilidad de tolerarlas sin prejuicios. Es la que procura soporte y provee de valor a los aspectos y asuntos propios y extraños, con el objetivo de considerarlos, aunque carezcan de nuestros códigos; vale decir, nos permite aprehender lo diferente.

La función del feeling. El único termómetro con el cual contamos para enterarnos de cuan sana es nuestra función de feeling*, son las emociones, los sentimientos negativos y la gravedad que nuestra psique atribuye a las imágenes que provienen del espectro emocional. Así, apreciamos la cultura, las tradiciones, y desechamos lo que no está en relación con lo profundamente humano. Es tan fundamental que por intermedio de ella nos enteramos de las consecuencias de nuestras acciones.

Un ejemplo claro de su importancia lo ha mostrado el recién fallecido Nelson Mandela. Un hombre que contaba con suficientes razones y poder para incendiar un país, dividirlo y aniquilar parte de su población, sin embargo optó por lo contrario. Otro caso de función de feeling: el ataque en la Segunda Guerra Mundial de Inglaterra a la Alemania Nazi, y las atinadas palabras de sacrificio al pueblo ingles de Winston Churchill: “sangre, sudor y lágrimas”.

Puede que se diga que Venezuela es un país muy joven, con poco desarrollo psíquico, que su alma colectiva adolescente está en “estado infantil”; sin embargo, el resultado es el mismo: su pobreza para valorizar es notable en todas las clases sociales, desde el cerro con sus ranchos al Country Club.

Cuando no se tiene feeling, éste es sustituido por falsos juicios de valores, por lo general teñidos de ideologías que casi siempre son una torcedura perversa de la realidad o describen una realidad parcial del vivir. También son sustitutos frecuentes los prejuicios morales, éticos, raciales, económicos y por supuesto la proyección del mal en aquel que es diferente a mí.

Como contraparte de la ausencia de feeling, el individuo pierde valor, el colectivo lo suplanta y la opinión es la referencia más certera sobre el otro. Al desaparecer el individuo, también lo hace el ciudadano y se borra su esfuerzo por ser uno dentro de la sociedad.

A finales del año pasado se decretó como orden vaciar los anaqueles de todas las tiendas de electrodomésticos, zapatos, ropa, repuestos automotrices, etcétera. Aludían como causa de los precios elevados la especulación de los comerciantes. El gobierno tiene quince años especulando con la vida de los venezolanos sin que le importe absolutamente a quien daña. Pero esta vez se le fue de las manos al ordenar desde el más alto poder el saqueo y el robo. Le ha dado patente de corso a la población en general para el asalto. Abrió la caja de pandora, y tales demonios no se recogen sino cuando arrasan y dejan sólo el polvo.

Lo que denota la actitud de la población y del gobierno durante estos últimos años, es que el feeling está en posición de inferioridad, no se ha desarrollado, y peor, no se ha propiciado su aparición. Como consecuencia, el ciudadano ha comenzado a no comportarse como individuo (esto se detectó ya en el Caracazo), ha adquirido nivel de masa, con estrecha capacidad de adaptación a las dificultades ante la realidad.

La población venezolana está en regresión. Lo demuestra su capacidad reducida para contener emociones. Es víctima de sus impulsos. Luce evidente en la precariedad del juicio moral. Los límites de tolerancia se han ido estrechando de forma imperceptible. Puede ser que en circunstancias adversas se atreva a comportarse como el ser menos evolucionado de nuestra especie.

Los ejemplos son elocuentes, sin embargo, no quiero generalizar, pues en muchos grupos reducidos se conserva la conciencia de una sociedad que pretende y quiere ser mejor con ánimo y esfuerzo.

Entre otras cosas, se sabe que el carácter renqueante del feeling tiene como reflejo la predisposición al resentimiento, la envidia y, en última instancia, la venganza: “¿Por qué tú tienes más que yo, si yo me merezco lo mismo?”. O en el lado opuesto de la calle: “reclaman mejor vida y toman cerveza todo el día, se drogan y atracan de noche”. Todo cae en el ámbito de las generalizaciones y la superficialidad cuando nos aproximamos a la realidad sin valorar las diferencias.

Una de las hijas de la desvalorización es ese mal que azota al hombre contemporáneo llamado insatisfacción. Nada llena, todo se vuelve vacuo de forma inexplicable, no importa cuánto se tenga o se deje de tener. La insatisfacción vuelve al ser humano un devorador de sí mismo .Y este tipo de observaciones las podemos ver en casi todos los aspectos del vivir, no sólo en el económico. Aparece en las relaciones familiares, de pareja, de trabajo, en la sexualidad. Esa insatisfacción es la que medra en las almas de los delincuentes de cualquier rango.

Ni son malandros todos los que carecen de recursos, ni todos los que los tienen son especuladores y ladrones de oficio. Al estar el feeling inferiorizado, se desconoce y desvaloriza el esfuerzo, la capacidad, la entrega, la pasión de un individuo por su oficio (lo sucedido con las expropiaciones), y se tiene en desprecio la virtud más preciada del hombre: la compasión.

La política y el poder. El gobierno ha sido astuto al observar esta inferioridad y aprovecharse para por el intersticio de esa fractura introducir una ideología ajena, pasada de moda, sin significado, con el único objetivo, de mantenerse en el poder. El respaldo de esta ideología es nada menos que la envidia y el resentimiento, emociones muy destructivas que anidan en el alma de toda la población venezolana.

En Venezuela se puede observar nuestro lado más psicopático en ese “in between” que aparece en la estructuras de las relaciones sociales, que sin ser íntimas pretenden igualdad, y persiguen convertimos en masa, en colectivo. En aquellas organizaciones donde se requiere el merito, la jerarquía, de forma inesperada surge una especie de indiferenciación que sólo se observa en los grupos delictivos cuando se amerita complicidad, y esto se da desde las comunas o los condominios hasta en las élites del poder. Es como si todos tuviéramos que tener el mismo código para cualquiera que sea el objetivo, legal o ilegal. No es raro que algunas de las organizaciones que rozan lo delictivo y han crecido al amparo de esta administración se denominen “colectivos”. La única igualdad de la que tenemos certeza los seres humanos es la que existe ante la muerte y deberíamos tenerla ante la ley, sin embargo no siempre es así. En sociedades civilizadas, la ley es una de las muletas más comunes para sustituir la carencia de feeling.

El monstruo que cada uno lleva dentro ha aparecido con muchos disfraces en los venezolanos y se nos hace imprescindible caer en cuenta de que en lo distinto puede haber un hiato, que si ocurre, puede resolver un conflicto de generaciones que amenaza la existencia de esta nación. La cuestión no es igualdad (auspiciada por la revolución francesa y extendida por todo el mundo occidental) que implica identificación y locura. La igualdad es una entelequia. Se es diferente, por genética, por biología, por fenotipo, y por cultura. En todo caso es la simetría lo que necesitamos.

Las buenas maneras o modales, son el intermediario en la simetría. Y voy más allá: representan de dónde venimos, nuestra tradición, lo que somos aquí y ahora. Me han contado una anécdota que ilustra como los buenos modales permiten la convivencia en la sociedad y evita un incidente. Entraron en el ascensor de un banco diferentes grupos de personas con niveles económicos distintos. El último en entrar fue el presidente, y lo hizo con un tabaco encendido. Se cerraron las puertas y un motorizado que en efecto no sabía a quién se dirigía, le dijo: “Oiga señor, ¿cómo se monta usted con ese bastón prendido? ¿no se da cuenta que contamina a todos los que venimos aquí?”. Acto seguido el presidente del banco dijo: “Tiene usted razón”. Y apagó el tabaco.

Los buenos modales, las formas* y la cultura van unidos. Hay tan buenas formas en un pescador que invita una arepa en su rancho a un extraño que llega a su pueblo, como en cualquier mansión donde sirven con cubiertos de plata, en los “buenos días”, en el “con permiso”, etcétera.

En palabras de Adolf Guggenbühl-Craig, “deberíamos estar agradecidos por las muletas de la moralidad. Sin ellas la vida sería un infierno para muchos de nosotros”, y agrega que los buenos modales son “un aspecto de la moralidad… Teniendo las formas convencionales del comportamiento nos permiten, al menos, hacer alusión a la presencia de Eros o comportarnos de manera que otros puedan creer que Eros está presente”1. Por ejemplo, podríamos no conocer a alguien cuando nos lo presentan y decir: “Encantado de conocerle”, aunque no tengamos idea de quién es y si en realidad hay empatía.

Me gustaría ir un poco más allá en este asunto. Las formas y los modales representan las expresiones culturales que permiten el intercambio entre los seres humanos, y custodian la intimidad de cada quien estableciendo la distancia y los límites entre las personas. De esta manera protegen al individuo.

En los últimos años hemos observado con estupor cómo se torpedean y destruyen las formas y los modales desde las élites del poder, sólo por intuir erróneamente que la falta de maneras es la forma de comunicación que gusta al “pueblo”: desde vulgaridades en las campañas políticas y actos protocolares del gobierno, actos vandálicos propiciados por el mismo estado, falta de respeto públicas a las minorías.

Hoy cuando Venezuela se encuentra en una situación muy delicada, y que nos es imprescindible aprender a valorizar nuestro gentilicio y lo que somos como país, es fundamental no olvidar que los modales contienen al monstruo que late en nuestro interior, que todas las formas (convencionales y no convencionales) representan el valor de la cultura y la tradición humanas. Destruirlas favorece un vacío donde todo, incluso lo más abominable en el ser humano es permitido. Tomar ese camino conduce a un despeñadero y ya lo estamos viviendo.

***

Eros: el anhelo por el afecto en relación con el otro o consigo mismo.

Función de feeling: permite la valorización de las emociones en sus aspectos negativos y positivos, de las acciones con sus consecuencias y de la realidad.

Formas: aspectos de la naturaleza humana instintivos y ancestrales que se expresan en nuestras tradiciones, cultura y comportamiento.

1. Eros on Crutches Reflexion on Psychopathy and Amorality. Spring Publications 1980. Adolf Guggenbühl-Craig.