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El gobierno del caos, por Héctor Abad Faciolince

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Táchira. Fotografía del Diario Los Andes

Los gobiernos autoritarios detestan a los individuos con carácter, iniciativa y personalidad, salvo a uno de ellos: el rey, el hombre fuerte, el comandante en jefe. Hay culto a la personalidad, pero de uno solo: Chávez, Stalin, Castro, Mussolini, Trujillo.

Si un individuo intenta levantar cabeza, se la cortan. A estos gobiernos autoritarios les encantan, en cambio, los colectivos, las gavillas, las milicias de choque uniformadas, las marchas ordenadas. En Venezuela se llaman, precisamente, Colectivos, y su función inicial —al menos en su parte armada— consistía en atajar la protesta social en los barrios populares: si hay escasez de algo, si el hospital no funciona, los Colectivos intervienen para que la protesta no crezca.

Algunos de estos Colectivos son verdaderos grupos paramilitares cercanos al gobierno bolivariano, pero también pueden actuar por su cuenta. Se supone que son patrulleros en moto que defienden la revolución chavista, a cambio de dinero y subvenciones, pero a su parte más violenta, que tiene un pie en la delincuencia, se le da permiso de atracar a ciertas horas y en ciertos vecindarios. Si no tienen permiso, al menos no se los persigue, pues su actividad es vista benévolamente, como una forma indirecta de hacer justicia social, de disminuir las desigualdades, despojando mediante el robo a los que tienen más cosas, es decir, a la clase media y a lo poco que queda de burguesía. Aunque a veces también atracan a los nuevos ricos, a los boliburgueses que hacen negocios con el régimen.

Estos negocios no son productivos, en general, sino un juego especulativo con las masivas importaciones del gobierno. Como a los individuos productivos se les impide trabajar con provecho (precios fijos, expropiaciones, persecución al mínimo beneficio), la producción se va a pique y el país entra en una mezcla explosiva: escasez e inseguridad. Mientras las reservas internacionales eran enormes y la producción y el dinero del petróleo fluían, Chávez pudo mantener su régimen de subsidios internos —para la población más necesitada— y de compra de consenso internacional a base de regalos a los países amigos. Pero ni siquiera un país petrolero puede mantener ese ritmo de despilfarro. Ya no pueden pagarles a sus grandes proveedores internacionales; la subvención con un bolívar sobrevalorado se vuelve insostenible pese a sucesivas devaluaciones, y el régimen empieza a hacer agua, con lo cual crece la protesta social, y crece también la tentación autoritaria.

Hoy en día ya no hay canales de televisión que puedan mostrar lo que pasa. Y si hay canales internacionales que transmiten por cable, se les impide trabajar en el país, o sencillamente se les corta la señal. Los periódicos viven amenazados —con el miedo crece la autocensura— y además carecen de papel para poder circular. Quedan internet y las redes sociales para informar lo que ocurre; pero en una información así, atomizada y furiosa, es difícil entender dónde está la verdad y dónde la propaganda. Unos cuantos individuos, otra vez, se destacan como voces sensatas, autorizadas, con personalidad. Quieren dialogar, pero si no son adeptos al régimen, entonces se les acusa de ser fascistas pagados por Estados Unidos.

Es la suma de muchos individuos capaces lo que hace que una sociedad progrese, produzca arte, alimentos, música, zapatos, medicinas, arroz, clavos, películas, papel. Si el individuo no tiene ningún aliciente ni ninguna esperanza, si lo que gana por su mérito y esfuerzo el Estado se lo arrebata o los Colectivos se lo roban, la sociedad se postra en la depresión o se levanta en la desesperación. Este momento de Venezuela es de revuelta contra el caos y la ineptitud del gobierno. Pero el gobierno manda al Ejército, a la Guardia Nacional Bolivariana y a los paramilitares de los Colectivos, a reprimir la protesta. Si no encuentran una salida dialogada, lo que sigue es la degradación violenta de la protesta, la represión y la depresión.

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Texto publicado en el diario El Espectador