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El gobierno cruzó la última línea: ¿Hay vuelta atrás?; por Boris Muñoz

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Fuerza, represión, censura, intimidación, agresión, terror, son todos sustantivos que ejercidos de forma constante y desproporcionada muestran al gobierno en su naturaleza intrínseca: un sistema de poder que practica la violencia de Estado. Lo que hemos visto y vivido los venezolanos durante los últimos diez días es la concreción brutal de ese sistema de poder, que venía ejerciendo una violencia política, social, institucional, discursiva y simbólica desde de hace más de una década. Lo que es nuevo con respecto al período anterior es el carácter sistemático de esa violencia.

Una ventaja de ver la realidad de manera sustantiva o sustancial es que ya no se necesitan adjetivos para matizarla o exagerarla. Al reprimir, censurar, intimidar, agredir y aterrorizar, conforme a una lógica de poder el gobierno ha cruzado la línea que separa la democracia de los regímenes de fuerza.

Para demostrarlo basta preguntarse si las causas (las protestas pacíficas e incluso las que han generado interrupciones de vías y destrozos) justifican el despliegue de fuerza y represión que hemos visto. De acuerdo con reportes oficiales de la Fiscalía hasta ahora [22 de febrero] hay 8 muertos, más 137 detenidos (530, según la ONG Foro Penal Venezolano, que incorpora la figura del retenido).  Según diversas fuentes hay más de 200 heridos, aunque pueden ser muchos más, un sin fin de denuncias de brutales maltratos. Y, de acuerdo con el Foro Penal, dos cosas todavía más graves: al menos cuatro casos de tortura y, al menos, una violación. Sin embargo, lo que no muestran los números, las imágenes lo hacen explícito: una salvaje represión ejercida sin cuartel contra los manifestantes y la población civil por la Guardia Nacional Bolivariana, los tenebrosos cuerpos de seguridad y los aterradores escuadrones paramilitares, eufemísticamente llamados colectivos revolucionarios.

La desproporción, la sistematicidad y la saña son el dato más relevante de estos días. La combinación y simultaneidad de estos tres elementos refuerzan a una conclusión natural: el propósito de la represión no se encuentra en sus supuestas causas, sino en sus pretendidas consecuencias. Una ilustración gráfica es la destrucción de carros y motos llevada a cabo por la Guardia Nacional, cuerpo encargado de garantizar el “orden”.  Otra son las razzias efectuadas en Caracas y otras ciudades con el mero propósito de aterrorizar a la población. ¿Qué busca el gobierno? Quebrarle la espina a la protesta metiéndole miedo a la gente. La idea es paralizar a los manifestantes, enmudecerlos, castrarlos moralmente para que teman por su propia vida, no se rebelen y sea indiferente al prójimo.

Las palabras de Maduro sobre las milicias urbanas durante el consejo de ministros del miércoles 19 sacuden el cuerpo con escalofríos:

“Yo no me dejo chantajear (…), porque sé que los colectivos lo que están es trabajando por la Patria y en paz, lo sé, me consta, y no acepto la campaña de demonización de los colectivos revolucionarios venezolanos, y les envío mi saludo de hermandad, de compañero, y que sigamos trabajando por las comunidades las comunas, la producción comunal, sigamos trabajando compañeros, así, hacia adelante. Si en algún lugar hay conciencia de la provocación fascista y de la violencia que se está buscando, es en esos colectivos”.

Al excusar a estos grupos de la violencia de los últimos días, Maduro está colocando la responsabilidad última de la represión sobre los hombros de los ciudadanos que protestan.

Pero en realidad la violencia de Estado de los últimos 10 días constituye el más duro ataque contra la democracia en los últimos 25 años. En orden de represión, censura, los sucesos desatados a partir del 12-F equivalen para el gobierno chavista a lo que fue El Caracazo para el gobierno de Carlos Andrés Pérez, aunque Pérez reprimió invocando la suspensión de garantías constitucionales, algo que Maduro ni siquiera se molestó en hacer. Si se revisa la historia, se podrá confirmar que ese evento dio un brusco impulso al péndulo que regía la democracia representativa hacia la búsqueda de una solución heroica, caudillista y militar encarnada por Hugo Chávez; alternativa que, en cualquier caso, ya vivía largamente larvada como una sigilosa conspiración dentro del sistema democrático.

Ha pasado un cuarto de siglo desde el Caracazo. Aquel momento desencadenó la caída un sistema político, encendiendo la luz verde para los golpes de 1992 y precipitando la crisis institucional que llegó al clímax con la defenestración de CAP un año más tarde. Fue el principio del fin del experimento republicano de 40 años que, con todas sus luces y sombras, ha brillado en un océano que suma siglo y medio de autoritarismo.

La aparición de Chávez en la escena política ha sido un “por ahora” que ya lleva 22 años. ¿Está ahora el péndulo oscilando bruscamente en sentido inverso, es decir, hacia la búsqueda de otra “solución”, cuya forma no está aun definida o permanece aun oculta en un plano que no podemos ver?

Es prematuro sacar conclusiones. El carácter de ambos periodos es muy diferente. Los gobiernos que surgieron del Pacto de Punto Fijo (1959-1998) fueron producto de un difícil pulso para devolver a los militares a los cuarteles, acabar con la insurrección armada y poner la vida institucional en manos civiles para canalizarla a través de mecanismos democráticos. Que esos gobiernos se hayan corrompido en el camino es otra historia. El ciclo de Chávez ha sido un pulso para devolverle el mando a los militares, que poco a poco han ocupado la vida institucional usando los mecanismos democráticos como una cubierta entérica para el control vertical y sectario del poder. Ciertamente ha sido un régimen de signo cívico militar, aunque desde la muerte de Chávez, quien como un Jano Bifronte reunía en sí mismo las dos figuras, se ha desatado una veloz escalada en la militarización del poder.

Ya no estamos en el régimen híbrido –como lo caracterizaron Michael Penfold y Javier Corrales- que Chávez implantó y manejó con gran astucia para mantenerlo dentro de cierta formalidad democrática. Al volver jirones los últimos remanentes de democracia, el gobierno chavista ha echado las bases para llevar adelante de nuevo proceso político, caracterizado por un letal régimen militarista que emplea el avasallamiento y el despotismo para sostenerse.

Sin embargo, en torno a las parábolas históricas lo que hay que subrayar es una elocuente coincidencia. El fin de la democracia representativa tuvo su origen en el 27-F. La represión desmedida y el abuso de poder sirvieron de combustible para llevar a niveles nunca antes vistos la protesta social y reivindicativa. Aunque CAP no cayó por el hecho mismo, esa fue la razón de la decadencia prematura de su gobierno: ante la protesta legítima de los venezolanos, optó por la represión y la línea dura. Luego se unieron factores económicos y políticos que hicieron de su gobierno un ejercicio de equilibrismo. El 12-F ha acentuado en el gobierno de Maduro una línea dura que ya venía en curso y que en días recientes ha estado marcada también por una represión desproporcionada. Por eso, el episodio tiene también el potencial de ser un parte aguas.

Sin justicia independiente y transparente, y sin corrección inmediata del gobierno, los actos represivos de Maduro gravitarán de ahora en adelante sobre su gobierno como los muertos de El Caracazo y las fosas comunes de La Peste sobre el de Pérez. Y aun peor, porque El Caracazo fue una explosión social desorganizada, que no consolidó una dirección política en sí misma. Hoy, por el contrario, la sociedad está infinitamente más politizada que en 1989 y cuenta con tecnologías y redes sociales que hacen posible contrarrestar las operaciones propagandísticas de gran escala del gobierno. Todos los elementos para que el descontento en vez de explotar se organice están servidos. O ambas cosas al mismo tiempo, como lo muestran los eventos desencadenados el 12-F.

Los venezolanos ya no parecen dispuestos a sufrir el deterioro de su calidad de vida y de sus libertades civiles en silencio. ¿Hay vuelta atrás?