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Caracas de Este a Oeste. 1. El día después de la noche oscura; por Marcel Ventura

Por Marcel Ventura | 21 de febrero, 2014

Los taxistas del Hotel Caracas Palace no reparan en los restos de basura quemada que se acumulan alrededor de la Av. Francisco de Miranda y de la Plaza Francia de Altamira. Apenas doce horas antes, la Guardia Nacional Bolivariana pasó por estas calles buscando manifestantes en los edificios. “Resguardamos a dos chamos en el apartamento ayer”, me cuenta una pareja de amigos y, como ellos, otros vecinos que probablemente ya están en sus trabajos. Como si el miedo de la noche más violenta del chavismo se diluyera tras apretar los párpados y dormir, Chacao y Altamira hacen parte de una mañana normal en una ciudad normal.

En el oeste, Plaza La Candelaria bulle y dentro de los restaurantes españoles comienzan a poner manteles sobre mesas. A dos cuadras, cuatro guardias dispararon a alguien que protestaba la noche del 19 de febrero, pero esta mañana solo hay salsa y control. El Dorsay de la avenida Panteón es lo único memorioso del lugar, con su santamaría abajo, cerca también de otra embestida de la Guardia Nacional. El tráfico pesado de la Av. Urdaneta lleva al cinturón de seguridad del Palacio de Miraflores, donde al filo del mediodía un señor almuerza en la pollera Il Caminetto, a una cuadra de la sede del Ejecutivo.

–¿Viste lo que pasó en La Candelaria anoche?

–…

Lo que importa es la cara con la que responde a la pregunta. Cara de qué carajo estás diciendo. Cara de yo en la noche estoy en mis vainas. Cara de aquí lo único que pasa es que estoy comiendo pollo y me estás molestando.

El ruido de los autobuses se acumula cerca del metro de El Silencio y en los alrededores de El Calvario el centro es más caótico que de costumbre. Aumenta la presencia militar, pero no hay tensión y cuatro guardias nacionales juegan cartas –tal vez dominó– a mitad de las escalinatas que corona Ezequiel Zamora, muy cerca de un endeble eslogan que dice “Caracas Te Quiero”. Un padre juega con su hija al lado del “Te Quiero”, camina y ve en el horizonte inmediato el “4F” color ladrillo del mausoleo donde reposa Hugo Chávez. La postal es imponente, calculada, con el 23 de Enero a los pies del expresidente como si el barrio empujara la montaña más arriba. Es difícil imaginar cacerolas. Es fácil suponer que si un día suenan fuerte y claro la misma montaña que hoy se estira hasta las nubes se agrietará por debajo.

Los pocos rostros de Maduro que hay en la parte baja del 23 de enero tienen forma de afiche al lado del restaurante La Estación, por el metro de Caño Amarillo. Lo demás son grafitis que convocan inmortalidad y la mirada de Chávez reproducida por tantas paredes, viendo todo con atención. Vigilando. Entonces llega desde la Av. Sucre su voz, que entona el himno nacional por los parlantes de un camión con la bandera amarilla, blanca y roja del partido Redes, fundado por Juan Barreto. Un hombre y una mujer que no se distinguen desde la parte posterior aúpan la marcha de unas cuatrocientas personas y varias decenas de motorizados, entre los que se levanta una pancarta roja con letras blancas: “Si yo me callo hablarán las piedras”.

Hay al menos cincuenta guardias nacionales repartidos por la avenida. Algunos sonríen bajo el calor. Motorizados de paso bajan la velocidad, escuchan y levantan el puño izquierdo con consignas como “Chávez al gobierno, el pueblo al poder” o “Unidad, unidad cívico-militar”. El himno se repite, el sol revienta en la cabeza de todos y se escucha el comienzo de la canción “Chávez corazón del pueblo”, una voz melosa que, promete, “se puede construir un mundo mejor”. El estribillo es un merengue trancado que la mujer del camión interrumpe para gritar que “No hay pacificación un coño con la derecha fascista”. La gente grita. La gente aplaude. Las motos braman. Algunos miran el mausoleo de Hugo Chávez.

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La marcha llega a una sucesión de veinte unidades de Bus Caracas con variables niveles de daño. El peor tiene todos los vidrios rotos; la mayoría, apenas algunas abolladuras. “Esto es lo que hay que evitar, caer en las provocaciones de la derecha fascista. ¡Miren lo que le hacen a nuestro transporte público! ¡Traidores!”. Una marcha de cuatrocientas personas deja de parecer pequeña cuando todas se arrechan. “¡Coños de su madre!”, agita el puño un sujeto que tiembla de excitación. “¡Hay que ir pa’ esa mierda y devolverles esto!”, dice con violencia desatada un señor a mi lado. Se trata de una suerte de marcha fúnebre pasivo-agresiva o, como me recordó un amigo más tarde, de una versión libre de los Dos Minutos de Odio de 1984, en los que la gente del partido se encerraba en fábricas o en cines para insultar durante dos minutos a Goldstein, el enemigo del proceso.

Al pasar por el lado del último autobús, aquello es un caudal enardecido que enfila a los alrededores de Miraflores. La mujer del camión lleva rato gritando y la ronquera le da dramatismo a lo que viene: “El pueblo en lucha, el civil y el uniformado, juntos como el 13 de abril salgamos a defender el proceso”.

Los gritos se pierden ya por la Av. San Martín, tal vez más vacía de lo habitual para un día de semana a la 1:30 de la tarde. La Yaguara, atestada como siempre, contrasta mucho con Montalbán y el Paraíso, con restos de guarimbas de la noche anterior y la sombra del miedo a la represión militar arropando calles vacías y negocios cerrados. Altamira parece menos traumatizada que esta parte de Caracas.

La noche es otra historia.

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No son las siete y la Francisco Miranda, en sentido oeste, tiene un alambre de púas a la altura del estómago. Atraviesa tres canales llegando a la Plaza Francia de Altamira. Piras con llamas altísimas, grandes placas de zinc, cauchos y torres de basura dan la sensación de que alguien se preparó mejor hoy. La Policía Nacional Bolivariana asoma un vehículo dos veces por el norte de la plaza y da vueltas cerca de la calle Élice, en Chacao, cortada también por varias líneas de fuego. No falta basura en el municipio para hacer esto.

Solo la infinita oferta de Amazon justificaría el origen civil de las máscaras de gas que pueden verse entre algunos de los manifestantes, visiblemente alborotados por la represión del 19 de febrero. La postal del resto de la ciudad entre las 7:30 y las 9 de la noche era muy distinta. Sólo cacerolas dispersas en La Urbina, el Marqués y Los Ruices, pero nada de cauchos quemados ni gente en las calles por las principales arterias viales que tan activas estuvieron el 19 y días pasados. En Plaza Venezuela sólo se escuchaba el golpe de las pinzas de los perrocalenteros sobre el borde de sus carritos y por la Av. Urdaneta todo era silencio. En la Av. Sucre aún había supermercados abiertos llegando a Catia y, de vuelta al Este, la autopista era el rastro oscuro y vacío de un golpe de queda tácito que deja a la ciudad arropada desde que cae el sol. A veces la cobija no alcanza y se le salen los pies.

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