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Intimidades, por Jorge Volpi

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Con la solemnidad propia de una declaración de guerra, el presidente francés responde a la pregunta del periodista como si, en vez de disfrazar sus aventuras galantes, intentase salvaguardar los secretos de sus compatriotas: “Los asuntos privados se resuelven en privado”, y da por zanjada la rueda de prensa que se vio obligado a convocar luego de que la revista Closer revelase sus escarceos con la actriz Julie Gayet en un pied-à-terre ubicado en la ─bien llamada─ Rue du Cirque. A lo largo de las últimas semanas, los franceses, tan abocados a defender su excepcionalidad frente al admirado y odiado mundo anglosajón, no han hecho otra cosa que debatir en torno a la necesidad o la hipocresía que representa defender la vida sexual del mandatario.

Siempre orgullosos de las artes seductoras de sus políticos ─otra excepción cultural─, los críticos franceses censuran la zafiedad de la revista al mostrar las fotos de François Hollande descendiendo de su motocicleta a punto de dirigirse a su nido de amor, convertido en una suerte de Casanova de la era Facebook, o al revelar que la primera dama, Valérie Trierweiller, debió ingresar en una clínica a causa de la depresión causada por la noticia. Todos coinciden, pero a la vez no cesan de mencionar la infidelidad del presidente que prometió ser un ciudadano “ejemplar” que dejaría atrás la etapa en la que su predecesor, el infatigable Nicolas Sarkozy, se encargó de borrar todos los límites entre su vida pública y su vida privada.

Más que demostrar que la época en que Mitterrand podía tener una “casa chica” sin que ningún medio osara irrumpir en ella, o que las escapadas de Chirac no concitaban la atención de ningún fotógrafo quedó atrás en el tiempo, el escándalo Closer es la última prueba de que la “intimidad”, tal como solíamos entenderla, se ha desvanecido por completo, y no sólo para los políticos y figuras del espectáculo acosados por los paparazzi, sino para esos mismos ciudadanos comunes que se regodean con los programas del corazón y no dudan en linchar en las redes sociales a la star expiatoria de turno.

¿Cómo no reír ante un presidente que exige respeto a su intimidad cuando sabemos que todos somos espiados sin tregua por las agencias de seguridad de medio mundo? ¿Y cómo no ver el gesto de Hollande como una patética réplica, en vez de un acto heroico, cuando su defensa de la privacidad quizás sólo fue otro recurso para ganarse el favor de un electorado en momentos de baja popularidad? Si en algún punto aciertan los críticos franceses es en que, por obra de las redes sociales, los modos a la vez puritanos y morbosos de la cultura pública estadounidense se han extendido de forma irremediable por todos los rincones del planeta.

Hoy, todos somos people. A partir de la proliferación de Facebook, imitamos las conductas tanto de las estrellas de Hollywood como de las revistas del corazón en un mecanismo que nos convierte a la vez en celebridades momentáneas y en paparazzi de nosotros mismos ─y todo ello de forma voluntaria. No nos cansamos de airear nuestra vida privada con fotos, comentarios y actualizaciones que siguen el patrón del Hola! o TV y Novelas ─o de Paris Match, otra joya francesa─, al tiempo que hurgamos sin tregua en las de nuestros “amigos”. Y, mientras cedemos nuestra vida privada a medios privados como Twitter o Facebook, todos nuestros datos, todas nuestras búsquedas y toda nuestra vida virtual quedan registrados en la Red, desde la cual decenas de empresas tecnológicas ─igualmente privadas─ realizan agregados de datos que luego venderán a otras empresas, o incluso a los gobiernos, para que éstos las usen a su conveniencia, sea para identificar nuestros gustos sobre qué vendernos o adivinar posibles actos criminales.

¿Intimidad? Si nosotros mismos ventilamos a cada segundo nuestra vida cotidiana, así como las de nuestros familiares y amigos; si el conjunto de nuestra existencia virtual es almacenada y entregada a terceros; y si decenas de agencias monitorean cada una de nuestras comunicaciones, queda claro que nuestra intimidad en nada se parece a la que prevalecía en el Siglo XIX ─o a la que pretende defender Hollande. La gran paradoja de nuestro tiempo es que nunca ─ni siquiera con los regímenes totalitarios─ habíamos estado tan vigilados por el poder; nunca un gobierno o una empresa había dispuesto de tanta información sobre nosotros; y, a la vez, nunca habíamos sino tan desinhibidos a la hora de exhibirnos frente a los demás.

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