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El Soner Ertek de cada uno, por Héctor Abad Faciolince

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Llega el padre futbolista, Radamel  García, y lo bautiza a uno con el propio nombre unido al de su ídolo, Radamel Falcao; le da un balón de fútbol como primer regalo de la vida; lo lleva a ver partidos y lo hace patear la pelota todos los santos días; el niño demuestra talento y disciplina, participa en torneos infantiles; a los 14 años empieza a jugar en un equipo serio y a los 15 ya está entrenando con el River Plate de Argentina. Se lesiona, se recupera, insiste; lo venden a un equipo europeo y en Portugal empieza a marcar 30 o 40 goles por temporada; lo revenden por 40 millones de euros y sigue haciendo goles en España con un promedio extraordinario de casi un gol por partido.

Un millonario ruso de dudosa reputación —como todos los millonarios rusos— lo compra para el Mónaco por 63 millones; marca un tercio de los goles con que la selección Colombia clasifica a Brasil. Todo un país ve en él un ejemplo de talento, habilidad y profesionalismo. Al fin podrá hacer realidad su mayor sueño como deportista, nada menos que en el país del otro Falcao, el héroe homónimo con que su padre quiso señalarle un destino. Entonces llega un tal Soner Ertek, un defensa duro del montón, jugador de cuarta división, y le rompe el alma, que es mucho más que los tendones de la rodilla. Como la vida es así, uno tiene derecho a decir que la vida no es justa, que por momentos es una pura porquería. Tal vez Falcao García ya no vuelva a tener la ocasión de jugar un mundial, que este año se le presentaba en la plenitud de su carrera y de su vida.

Con esta descripción no quiero unirme al coro de los colombianos furibundos que esta semana escogieron a Ertek como el peor villano de la historia del fútbol, o que se inventaron rebuscadas teorías conspiratorias para explicar su falta. El hombre es lo que suelen ser las gentes de mala índole, que queriendo o sin querer hacen daño: apenas un mediocre, un vil dispuesto a lesionar con tal de que el otro no llegue muy lejos; quizás incluso alguien que lesiona por torpeza y no de gusto. Alguien que acepta la orden simple de usar sus 180 centímetros y sus 80 kilos como un arma de choque y destrucción.

A lo largo de la vida a casi todos nos toca lidiar alguna vez con un Soner Ertek que nos fastidia, con un contrincante que se enfrenta a nosotros con armas desleales, fraudulentas. Una sosa profesora amarga de mediocridad y pedantería; un fanático político que te quisiera ver muerto; una envidiosa especialista en tildes para quien escribir se confunde con la ortografía; un anónimo versificador de provincia que cree ser un genio incomprendido; un carnicero de la prosa que cuando escribe usa la calumnia como cuchillo… Gente así, que al no poder combatirnos limpiamente, tira a romper el alma, a zanjar la polémica no con un buen argumento, sino con insulto o una mentira. Ertek es el ajedrecista derrotado que derrumba el tablero; el interlocutor que cree poder ganar una discusión a los gritos, el colega que odia minuciosamente cualquier cosa que escribas.

Según los maniqueos y los gnósticos antiguos, en el mundo se libra una guerra perpetua entre el Bien y el Mal, entre la Luz y las Tinieblas. Esta creencia es una ilusión de nuestra mente, pero sin duda se basa en algunas de nuestras experiencias del mundo. Es tan complejo y largo construir algo, requiere tanto esfuerzo y sacrificios hacer algo valioso (un edificio, una obra literaria, una red eléctrica, un proyecto político, un gran jugador de fútbol) y al mismo tiempo tan fácil destruir lo construido, que a quienes destruyen ese esfuerzo de años en un segundo (una patada, una bomba, una crítica feroz, un magnicidio) no podemos dejar de asignarles cualidades diabólicas, malévolas, malignas. Pero no, esas personas que todo lo destruyen no son como el genial Mefistófeles de Goethe ni como el agudo Lucifer de la Biblia: son solamente pobres diablos que destrozan rodillas aunque (o porque) ellos nunca podrán jugar un mundial de fútbol.