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Chilangolandia por amor a un Vocho, por Leopoldo Tablante

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A mediados de los años noventa, la importadora de vehículos Automotriz Tecnoalemana tuvo la brillante idea de importar desde Puebla la última camada de Volkswagen Escarabajo que recibiera Venezuela después de que, a comienzos de los años ochenta, cerrara la planta ensambladora de Valencia. La iniciativa fue todo un gesto para quienes apreciamos los Vochos, pero un reto para conseguir los repuestos que permitieran mantener a los rastreros en buen estado de salud. A la última generación de escarabajos poblana la acompañaron algunas complicaciones: la combustión interna fue mejorada con inyectores, el metabolismo general del automóvil estaba regulado por una computadora, la escala de los marcos de las ventanillas era de un formato diferente y difícil de conseguir (lo mismo que sucedía con los cocuyos marca Hella de los parachoques delanteros y con los stops traseros), todo lo cual creó complicaciones que hicieron que los talleres especializados se negaran a atender a los últimos enfermos. A diferencia de las generaciones precedentes, los últimos insectos mexicanos emitían, al girar la llave del encendido, un sospechoso zumbido electrónico, última reverencia al siglo veintiuno del prodigio mecánico-populista concebido por Ferdinand Porsche a finales de los años treinta.

El viejo automóvil en el que el Teodoro Petkoff, candidato a la presidencia en 1983, recorriera Venezuela, ése que en trance de agotamiento admitía la reparación manual de platinos y cuya resistencia prehistórica había sido celebrada por el Woody Allen de El dormilón, había sido sustituido desde 2000 por el New Beetle, un insecto de alta estirpe que abrumaba el límite de 160 kilómetros por hora de los modelos anteriores, cuyo máximo lujo era la posibilidad de aceptar un compresor de aire acondicionado que comprometía la potencia de su motor 1600. Sin embargo, las ambiciones del New Beetle traicionaban un aspecto fundamental del viejo cucarachón: los límites precisos de su austeridad puritana.

El Distrito Federal de México es una de las aglomeraciones urbanas más pobladas del mundo (casi 9 millones en su extensión interna; más de 21 millones incluyendo la periferia) y, en otro tiempo, su parque de taxis estuvo compuesto casi en exclusividad por Vochos a los que se le había eliminado el asiento delantero para albergar como máximo a dos pasajeros que viajaban en el asiento posterior. Hoy las cucarachas mecánicas casi no existen y son los peatones quienes se han adueñado de la metáfora. En el centro de la Ciudad de México, ríos de gente le hacen el favor al tráfico automotor de esperar a que semáforos de peatones cambien a verde para cruzar la calle. Yo nunca había visto tantas personas cruzar una calle como las que integran los batallones que se enfrentan en el eje central Lázaro Cárdenas, a la altura del Palacio de Bellas Artes. Tampoco había sido arrastrado por un caudal humano tan sobrecogedor como el que discurre por la calle Francisco I. Madero, desde Lázaro Cárdenas hasta el Zócalo. No tiene caso detenerse a anudarse las trenzas de los zapatos; no tiene caso dudar. Quejarse es la clave del arrollamiento.

Por ahí mismo, en medio del más populoso de los desmadres, cogí la línea 8 del metro, en la estación San Juan de Letrán, hacia el sur (dirección Constitución de 1917), para bajarme en la estación Atlalilco. El gobierno de Enrique Peña Nieto apenas había resuelto aumentar a 5 pesos (menos de 40 centavos de dólar) el precio del boleto en transporte subterráneo y una manifestación, tolerada por la policía, instaba a los pasajeros a escurrirse por debajo o por encima del torniquete. La presión social me conminó a hacer lo propio.

Desde Atlalilco caminé a la calle sur #127, en la colonia Minerva, a una casi clandestina expendedora de repuestos llamada Autopartes Nanni, un bunker de refacciones dedicadas a subirle la moral a los Vochos ubicado en una zona que es una mezcla entre Los Cortijos de Lourdes y el Prado de María caraqueños: lleno de casas de interés social rodeadas de galpones industriales (fábricas de cocinas, filiales mexicanas de laboratorios farmacéuticos y cosméticos europeos, talleres de fabricación de calzado, talleres mecánicos…) y animada por reflejos de paranoia familiares. Al dueño no le interesa ponerse de manifiesto y ha instalado su tienda en la planta baja de una modesta casa cuya fachada está desprovista rótulo. Un portón metálico me separa del interior mientras que una videocámara registra mis gestos más confusos. Por fin, una vibración eléctrica me da acceso a un espacio diminuto compuesto por un mostrador de hierro cromado y vidrio. «Hola, güerito», me saluda el dueño, «enseguida estoy contigo», me dice mientras le imprime una factura a otro cliente. Aprovecho para mirar la existencia: periquitos para Vochos de todas las generaciones, los cocuyos imposibles del mío, el volante, el bloque cromado del motor, el pomo de la palanca, la marquesina de la placa trasera…

Para llegar ahí, no sólo he atravesado la ciudad hacia el sur y he caminado uno o dos kilómetros procurando no preguntar demasiado. También he fingido indiferencia ante la oferta infinita de la economía informal en el metro. Galletas, tijeras, pegamento para manualidades, barras de amaranto, laminillas de Listerine, portafolios, cuadernos, bolígrafos,pelotasBoligoma (cuando está compacta y redonda, se arroja al suelo y rebota; cuando se hala y se estira, como plastilina, sirve para modelar figuras). El tráfico de mercancías es ritmado por los vendedores de música pirata, discos compactos con 150 o más archivos en formato MP3 con los éxitos clásicos de cualquier repertorio de amplio consenso: compilaciones de sonoras afrocubanas, marichis, boleristas, easylistening (Ray Conniff, James Last, Paul Mauriat…), balada hispanoamericana, música norteña…

Los vendedores están equipados con un morral dentro del que han introducido un pequeño cajón estéreo, provisto de dos parlantes medios, fabricado en China. El dispositivo se conecta a un viejo discman o a un reproductor de MP3 y amplifica a todo volumen muestras de las playslists en venta: los primeros 10 segundos de las partes más pegajosas mezcladas con transiciones profesionales, un carrusel de éxitos que es la muestra que antecede a los pregones de los vendedores, pronunciados, con perfecta elocución,en alternancia de tonos agudos y graves. Entre los vendedores informales, los que venden música parecen ser la élite del desempleo. Siento el golpe de biela de mi conciencia cuando pienso en esa palabra: «desempleo». Porque a pesar de su precariedad, los negociantes nómadas se empeñan en recorrer todos y cada uno de los vagones que componen el tren en un extenuante periplo que les exige vocear, esquivar, colocar, cobrar y dar cambio escurriéndose de la mejor manera entre una mayoría que va a pie y se entrechoca en resignada promiscuidad.

«Somos tantos», susurra alguna pasajera como sin que venga a cuento. Y ser tantos significa rebusque para muchos, cosa que los pasajeros integrados y bienpensantes y los administradores del metro intentan inhibir, sin éxito. Los vagones ceden cuadrantes de su espacio publicitario a anuncios que representan a un vendedor de música equipado con su respectiva mochila cantante y con un texto que dice: «Si quieres que desaparezcan, no les compres». Perola economía informal es tenaz y se burla de la antipatíaquela administración del sistema de transporte y la clase media aspiracionalle han declarado. Y no se trata sólo de persistencia sino de cohesión gremial. Muchos se saludan con aprecio de viejos colegas. Algunos tienen la confianza suficiente como para palmearse sobre el hombro pero, al momento en que su contrario se dispone a entonar su pregón, guardan estricto silencio hasta que les llega el turno, como aviones esperando orden de despegue.

Pronto el metro emerge para mostrar un DF a ras de suelo. Eso permite monitorear las mutaciones de la ciudad, del hacinamiento del centro a las hilachas de la periferia. Tarantines de otros vendedores informales, casas de muros sucios y rotos pintados con enigmáticas figuras de botines Converse modelo Chuck Taylor, fondas mexicanas improvisadas en la acera, una detrás de la otra, como si la competencia no tuviera nada que ver con el hambre rampante.

Por fin me bajo y, por supuesto, estoy perdido. Atlalilco tiene dos salidas, por la línea ocho y por la línea doce. Salgo por la boca equivocada y me enfrento con una amplia avenida parecida a la avenida Sucre caraqueña. Sin referencia ni noción de puntos cardinales, avanzo hacia cualquier lado. Una hilera de talleres mecánicos y ventas de repuestos usados me hace pensar que Autopartes Nanni es una tienda grande y llamativa ubicada por allí mismo. Pregunto pero nadie me sabe dar razón. Los encargados grasientos de las chiveras aledañas tratan de asegurar una transacción mediando mi acento de venezolano caído de la mata. «Sí, güerito, el visel usado del Vocho. Te lo dejo a 250 pesos». No sabía que le llamaran visel. En Mercado Libre México le llaman «nariz», los vendedores especializados de internet le llaman «unidad de matrícula»,a mí sólo se me ocurre «el techito de la placa» (con diminutivo incluido). Me ven con cara de presa fácil. En Autopartes Nannivenden la parte por 110 pesos.

El sentido contrario me sorprende con una golpiza entre un muchacho joven en bermudas que, a toda velocidad, sube con una chica a un combi (un carrito por puesto) en el que no cabe ni un alfiler. Lo persigue un hombre mayor (¿su padre, su jefe, un cliente embaucado?) que sangra por la nariz y que, en plena vía, se quita un grueso cinturón de cuero para acabar de poner carácter. No le da tiempo. La gravedad de la madurez le impide darle alcance al joven y allí queda, con la frustración evaporándosele en resoplidos de turbación y agotamiento.

Volteo y miro alternativamente la escena mientras una larga fila de fondas de calle me presenta todos los excesos que puede acoger una tortilla de maíz. La violencia cuerpo a cuerpo cede a la violencia del colesterol, los triglicéridos y las bacterias: chorizos de un rojo ulcerante, trompas de cerdo en su grasa, tripas, sesos surtidos arrinconados en todas las esquinas decomales (budares) humeantes. Imagino que vuelan por el aire: colonias enteras de cepas H5N1, la vida breve en una ciudad perfecta para atiborrar los pulmones y el corazón.

Miro mis manos opacas de mugre, mis uñas negras de tantas barandas manoseadas y del aire polvoriento e impregnado de hollín. Muchos peatones son precavidos y llevan mascarillas quirúrgicas. El DF es un parto séptico en el que, a pesar de todo, la gente se conduce con una cortesía inexplicable. «Buenas tardes», «pase usted», «me regala su firma», «con permiso, señor/señorita», «estamos para servirle». En la medida en que he podido ir a exorcizar algunos mitos mediáticos y turísticos, he acabado corroborando que la televisión y el cine no manipulan las conciencias por las voces y las imágenes que reproducen sino por el modo como las organizan dentro de paisajes artificiales repetitivos: la deferencia sobreactuada de doña Florinda y el doctor Girafales en el Chavo del ocho es la retórica base de la ironía mexicana; a esa reflexión elemental le sobrepongo otra: puesto que los venezolanos no tenemos muy claro lo que es la cortesía, apenas nos queda una brutal irreverencia. Y, por desgracia, la brutalidad sólo nos permite alzarnos para ser sarcásticos o cínicos, nunca irónicos.

Pero Atlalilcono es el lugar para sacar grandes conclusiones. Apuro el paso mientras imagino que, desde sus achaques caraqueños, un Vocho poblano confinado en Venezuela espera con ansias la llegada de todas las partes que le faltan.