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“La rabia es el motor de todo lo que he escrito hasta ahora”. Entrevista a Alejandro Castro, por Gabriel Payares

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La potencia en la poesía de Alejandro Castro lo ha dado a conocer en el círculo de los lectores de poesía como una de las voces jóvenes más atrevidas, más frontales y más llamativas de una nueva generación de poetas, no sólo en lo escritural –que no es ya poca cosa– sino además en lo político, entendido como la militancia personal del arte. Así, su primer poemario, No es por vicio ni por fornicio. Uranismo y otras parafilias (2011), ganador del certamen para autores inéditos de Monte Ávila Editores, anunció mediante versos desgarrados y un lenguaje afiliado a la praxis psiquiátrica la plena intención de este joven profesor de la Universidad Central de Venezuela de liberar las energías creativas más violentas de su interior; un postulado que parece reafirmarse en su segunda obra culminada, El lejano oeste (Bid&co. editores, 2013), a través de una mirada menos ensimismada, más dispuesta al panorama –aunque en modo alguno paisajística– y al diálogo con la tradición poética, política y social.

Alejandro, en el “Epílogo” a tu primer poemario dices que cada vez que intentas un poema “sale un manifiesto, un diagnóstico o un sollozo”, lo cual podría hacernos pensar en una poética de la reafirmación, del reconocimiento, del nombrarse a sí mismo así sea en el dolor. Y creo que hay muchos otros poemas en ese libro que lo sustentan. ¿Qué tanto de esto sobrevive en El lejano oeste, en donde la atención del poeta parece más centrada en lo que lo rodea, en la realidad fuera de él?

Una vez escuché a Igor Barreto, ese gran poeta, decir que lo que a él le interesa es acercar a la poesía lenguajes que le son extraños. Supe entonces, en una especie de comprensión póstuma, que No es por vicio… responde a esa misma inquietud. Dos son los lenguajes que allí se entrecruzan y contaminan la “poesía”: el de la psiquiatría y el mío, el que uso a diario. El lejano oeste no le debe nada a la psiquiatría, se queda solo, solo con mis palabras sucias y mis referencias literarias, estéticas, experienciales, valgan lo que valgan. Yo respeto mucho la poesía y las más de las veces me siento incapaz de escribir un poema, sin embargo, tampoco puedo ignorar el impulso vertiginoso, personalísimo, de ordenar las palabras de tal forma que podamos verlasescucharlas, de tal forma que podamos dibujar con ellas la silueta de la rabia, por ejemplo, de la humillación. Todavía no sé si hay en mis libros poesía, al menos en sentido estricto, pero pido con humildad al lector que se acerque a ellos como si así fuese, al menos eso es lo que yo hice al escribirlos.

¿Son la rabia y la humillación los motores principales de El lejano oeste? Y si así es, ¿te planteas alguna suerte de revancha poética, de alquimia literaria o simplemente de desahogo?

La rabia es el motor de todo lo que he escrito hasta ahora, incluso para la academia. En efecto, está detrás y a través de El lejano oeste, como una enorme vena brotada. A mí y a mi generación nos robaron el país, nos obligaron a ser los que se van, los que se van demasiado, porque no hay lugar aquí para nosotros. Yo quería escribir un poema que dijera esa rabia, que simbolizara la lejanía de mi casa, la lejanía de la casa del que se fue, del que siente que se debe ir, del que se fue quedándose, porque lo que se alejó fue otra cosa. Yo quería escribir un poema-grito que le respondiera a la turba que clama “al que no le guste que arranque”, pero también a la turba que clama “aaaaay” cuando pasa una loca. Yo estoy cansado de la humillación, de los alzados, de los malandritos. ¿La gente no está cansada de la humillación? Y estoy cansado de la tolerancia. Sí, El lejano oeste es una venganza.

De hecho, en la contratapa del libro, Roberto Martínez Bachrich compara este poemario con el póstumo de Miyó Vestrini, Valiente ciudadano, en su enfrentamiento con las emociones más bajas y oscuras del individuo. ¿Es el poeta de El lejano oeste un “valiente ciudadano”?

Quedó atrás el tiempo en que metían presos a los poetas, ese tiempo precioso en que la poesía todavía infundía miedo a alguien, importaba. Entonces un ciudadano podía ser valiente al publicar un libro en contra del poder. Ahora no, nuestro gobierno analfabeto no lee poesía, no tiene miedo del poeta. En esta dictadura de reality show a cada libro publicado en contra del gorilato en funciones, como lo llama Gisela Kozak, corresponden diez de propaganda. Al final, ninguno de los once tiene demasiados lectores. ¿Qué tan valiente se puede ser desde la triste anonimia de la poesía? Pero creo que tu pregunta va por otro lado. Si hay algún coraje en enfrentarse a “los bajos sentimientos”, entonces sí, la voz de El lejano oeste quiere ser valiente. Pero en ese sentido la poesía toda, cuya materia es justamente la desgracia, lo es.

¿Podríamos leer esa añoranza de un rol más protagónico para los poetas en la sociedad como una identificación con grupos poéticos militantes de décadas pasadas, como Tráfico en los 80, por citar un ejemplo? ¿Podría uno leer en tus dos poemarios algún eco, quizás, de Árbol que crece torcido de Rafael Castillo Zapata?

Pienso que, a pesar del “Sí, Manifiesto” –escandaloso, como todo buen manifiesto–, el compromiso de Tráfico fue político en un sentido más amplio. Ellos querían escribir poesía de la experiencia, que el poema fuese otra vez el lugar donde se reconoce el lector, allí donde la década del setenta había producido, mayoritariamente, poesía ensimismada, onanismo. No encuentro, ni en Tráfico ni en Guaire la militancia de un Caupolicán Ovalles o un Valera Mora, sus políticas de la lengua son acaso mucho más finas, mucho más complejas que en aquellos casos. Por ejemplo, el libro que tú mencionas, el primero de Castillo Zapata, es un libro importante para mí, en él hay un compromiso que no deja de ser político, pero que se manifiesta en la reconstrucción y reapropiación de un sonido, una música con la que cuenta y canta su infancia, la dignidad de su torcedura, que es la de muchos, para hacer comunidades. ¿No es esa una de las funciones de la poesía, hacer comunidades? Si hay algo así en mis libros, aunque sea un poco, me doy por bien servido.

¿Y a qué comunidades apunta la poesía de Alejandro Castro? ¿Piensas entonces que todo canto poético es, al final del día, un canto común? ¿Dónde termina la experiencia de Vida y empieza la de Sociedad, la de Nación?

Creo que fue Rancière el que escribió que la literatura hace política porque interviene la división de lo sensible, “pone en escena” lo común de objetos y seres que, antes de esa operación, no eran más que un ruido vago. Recuerdo haber pensado, mientras leía ese texto, que así ha sido mi relación con la poesía. Cuando tenía diecisiete años y palabras cortas, lo único que pudo nombrar el hueco que yo era fue ese lenguaje trunco, insólito, vertical: una palabra que venía desde afuera, pero se ahondaba y paradójicamente era lo más mío, ese vínculo. Pienso que el “pájaro de mí”, de María Auxiliadora Álvarez, o las “palabras de sigilo” del ladrón que le dijo a Igor Barreto: “acompáñame, que junto a mí nadie te ve”, le dieron ritmo a mi vida. Y nunca pude ver a un toro sin preguntarme, como Gabriela Kizer: “¿quién dijo que lo rojo era el pañuelo y no el anunciamiento de su propia sangre, tentándolo?”. Porque frente al riesgo he sido toro y ladrón y pájaro de mi aire. La poesía nos inventa hermanos, una familia. Por eso escribí en El lejano oeste: “De todos los monumentos construidos por el hombre mi favorito es el mar”, porque el mar (también) es un artefacto verbal: las canciones de Jesús Ávila y los poemas de Gina Saraceni, no la obra vasta y solitaria de un demiurgo secreto. Por eso escribí y escribo, para saldar una deuda y hacer algún hermano, para no dejar sola a esta ciudad y habitarla, matarle el tiempo, para que no olvide.

¿Qué proyectos de esa índole te ocupan de cara al futuro?

Ahora mismo estoy trabajando un ensayo, justamente, sobre Árbol que crece torcido de Rafael Castillo Zapata y la disidencia sexual (homosexual) en la literatura venezolana. Para mí, escribir sobre esto es un ejercicio de responsabilidad, un deber, precisamente a la luz de lo que hemos conversado. Creo que nos faltan pueblos, o mejor, creo que nos falta reconocer la labor de la poesía para abrir la categoría pueblo, hacerla plural contra el fetiche, demagógico como todo fetiche, de quien se cree su representante o epítome.