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[Anti]Discurso de Gustavo Valle en la recepción del Premio Anual Transgenérico, por su novela Happening

Antidiscursotransgenérico

Me piden que diga un discurso. Con esa amabilidad caraqueña, con esa diplomacia del Caribe que sabe hacernos sentir culpables si no hacemos lo que nos piden, me piden que diga un discurso. Pero, ¿un discurso, Andrés?, le pregunto a mi generoso anfitrión. ¿Te refieres a ese género literario que cultivó Demóstenes, Cicerón, Fidel y nuestro ínclito Comandante Supremo? Yo carezco de esos talentos. Yo no puedo alcanzar esas medidas, me es imposible producir semejantes efectos colaterales. Según la Irreal Academia Española, un discurso es un “Escrito o tratado en que se discurre sobre una materia para enseñar o persuadir”. Y yo sólo podría enseñar a dudar. A lo sumo a reírnos un poco de nosotros mismos. Además, no tengo el gen de la persuasión: yo nací sin ese gen. Y para colmo no me gustan los discursos. Me marean, me sacan ronchas. Los discursos son caramelos envenenados, producidos y empacados en los despachos del poder. ¿No estamos todos hasta la coronilla de caramelos envenenados provenientes del poder? Y, como para salir del paso, añadí: Además, tengo que ir a la playa. Las playas argentinas son como una tienda de electrodomésticos después de un saqueo, kilométricas, con vientos patagónicos soplando del sudeste y gente bebiendo mate en vez abrir una cerveza fría. “Bueno, no te preocupes…”, me dijo Andrés, “No te sientas obligado. Vete a la playa, descansa y, si no escribes nada, no pasa nada. A lo sumo la gente se irá más temprano”. Hubo una pausa. ¿Más temprano? Me alarmé. ¿Cómo más temprano? La gente no puede irse más temprano. Yo no viajé de tan lejos para que la gente se vaya más temprano. Yo vengo con ganas de verlos a todos, de escuchar sus últimas desgracias o alegrías, sus chismes, sus mentiras, sus miedos, sus desilusiones, sus locuras…

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Todo esto fue por teléfono. Y al colgar, tras pensarlo un poco, recapacité. Me dije: Gustavo, asúmelo, como quien dice: la ocasión lo amerita. Haz un esfuerzo, no seas ingrato. Ya resignado me puse a investigar cómo diablos se escribía un discurso. Y en mi investigación me topé con el Discurso de Angostura, con el discurso directo e indirecto, con el discurso de Salvador Allende ante las grandes Alamedas, con el discurso del excelentísimo señor presidente Nicolás Maduro ante la Asamblea Nacional, su memoria y cuenta, entre comillas, y también me topé con el Discurso del Método y con el Discurso Amoroso y con El discurso del Rey y con El fin del discurso y muchos otros discursos. Los leí, los releí, investigué. Créanme, me apliqué como buen ex alumno de la Escuela de Letras, como un orgulloso tesista de Guillermo Sucre. Y después de todo eso pensé que ya estaba preparado para escribir mi discurso de recepción del Premio Transgenérico (por cierto, me han preguntado si este galardón me faculta para militar en el movimiento LGBT venezolano) ¿Discurso de recepción, dije? Pude haber dicho “de aceptación”, porque los premios pueden rechazarse, como lo han hecho infinidad de pedantes a lo largo de la historia. Pero yo dije sí, acepto, hasta que la muerte nos separe. O, como dijo Nicanor Parra cuando la Universidad de Chile le otorgó un premio: “Soy un monstruo insaciable. No puedo rechazarlo, todas las flores me parecen pocas”.

Con estas ideas a cuestas, me senté con el firme propósito de escribir mi discurso, pero antes pensé que debía hacerme de algunas citas prestigiosas, una que otra referencia importante. Entonces llegaron nuevos problemas, porque los autores a los cuales acudí, es decir, los que tengo en mi parnaso particular, son gente medio malaleche, misántropos, malaspulgas, sujetos poco edificantes, como el mismo Nicanor, por ejemplo, o Mario Levrero, que se la pasaba en calzoncillos y pantuflas, de oficio dudoso (es decir, daba talleres literarios; yo también me dedico a dar talleres literarios, por cierto) mientras ocupaba su cabeza en perpetrar genialidades. Y pensé además en Renato Rodríguez, cuando sintamos que se nos oxida la pluma o el teclado se nos atasca, leamos a Renato Rodríguez. Y de Levrero el libro que más me gusta es precisamente El discurso vacío, donde el uruguayo se empeña en escribir sin decir absolutamente nada (como ven, soy un buen alumno de Levrero).Y de Nicanor Parra pensé en sus Discursos de sobremesa, que en realidad deberían llamarse, en honor a su poesía, antidiscursos. Me encontraba, pues, en tan buena compañía, cuando volvió a sonar el teléfono. Eso fue anoche, como a las diez y media. Era Andrés.“¿Quíhubo?”, me dijo, y pasó a preguntarme por el discurso, que cómo iba eso, que no me sintiera presionado, insistió, que es algo muy breve, que si no, no me preocupe. Pero el efecto de su amistad y su diplomacia fue el de preocuparme triplemente. Entonces, de golpe, ya acorralado y sin salida, me dispuse a escribir el dichoso discurso de recepción o de aceptación o de celebración y tecleé: (abro comillas) Buenas noches, gracias por estar aquí y no en otra parte, gracias a la Sociedad de Amigos de la Fundación para la Cultura Urbana por mantener contra viento y marea este premio; a Andrés por la amistad y el estimulante apoyo telefónico, y al jurado por otorgarle a mi novela Happening (de título intraducible y de argumento que no pienso revelar a menos que me paguen o me peguen) este premio inmerecido. Porque todo premio es inmerecido hasta que se demuestre lo contrario. No quiero presumir, pero escribir una novela es un asunto muy agotador; de corazón, no se los recomiendo… (cierro comillas)

Hasta ahí llegué. El resto del discurso se los debo. De los caramelos envenenados que se encarguen otros.

Muchas gracias a todos.

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