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Venezuela: historias sobre una epidemia de violencia; por Gaby Arenas de Meneses

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Historia número 1: El Gringo. En la sesión del jueves 24 de marzo un grupo de adolescentes trabaja con especialistas interesados en conocer sus valoraciones de la violencia, qué piensan ellos, qué sienten y cómo se acercan a ella. Ésta fue la primera sesión en la que El Gringo participó. A pesar de haber estado en todos los talleres de arte y fotografía de la Fundación TAAP en 2009, no empezó en los talleres de Convivencia Pacífica con el resto del grupo. Estaba renuenente, no quería acercarse mucho al tema, quizás porque su historia contaba la violencia desde demasiado cerca.

En enero de 2009 su papá retiró a su hermano mayor del colegio. Víctor tenía catorce años y El Gringo doce. Cuando se mudaron a otro barrio, su hermano dejó el básquet y el béisbol y empezó su relación con la violencia. Y, más rápido que inmediatamente, la violencia se convirtió en una cómplice rentable que le pagaba por cantar la zona, le servía de compañera de curda y lo resguardaba en los paseos en moto “con la jeva”. Por cierto, la jevita no lo dejaba solo nunca y, por el contrario, se estableció a vivir con él en su casa, su cama y su vida. Bajo el resguardo de su arma y cerca de su moto ella “estaba segura, se sentía tranquila”.

Víctor salió un domingo en la mañana como parrillero en la moto de un pana. Recorrieron algunas calles del barrio y salieron hacia otra comunidad para saludar a su cuñado. Al llegar al otro lado del callejón, una deuda lo estaba esperando. El hermano de su jeva “lo vendió por tres lucas” y el arma que lo encontró de frente dio dos disparos que le atravesaron el abdomen.

En el ambulatorio de Baruta trataron de atenderlo en el piso. El Gringo miraba a su hermano mayor mientras repetía: “Míralo, no está muerto. Mira cómo se mueve”, a pesar de que su hermano había dejado de respirar hacía más de una hora y quince minutos.

Todos fuimos al velorio y vimos la sombra que la violencia deja en las caras de sus tres hermanitas de cuatro, cinco, y siete años. También en el llanto de su mamá que mezclaba el dolor, la rabia y la culpa. Y por supuesto en los ojos de El Gringo, quien aún hoy todavía no sabe si la violencia es su amiga o su enemiga. Sabe que su hermano no estará más, que se lo llevó la misma que lo llenó de plata, le dio una moto y un arma. Sabe que el balón de básquet no tiene aire y que nadie va a volverlo a llenar, por lo menos no en su casa, no en su vida, ni en la de sus hermanitas.

Hace poco El Gringo se enteró de que será tío. “La jeva de Víctor”, de 13 años, está embarazada: una niña que al nacer se llamará Angela. En la sesión de trabajo en la que El Gringo contó su historia convertida en una ilustración con muchos grises y negros, Ricardo, su mejor amigo, miró a sus compañeros, en especial a El Gringo y concluyó: “La violencia es todo lo que nos rodea”.

Hablar de la violencia. La historia de El Gringo forma parte de lo que hace la Fundación TAAP desde 2008: trabajar promoviendo la convivencia pacífica en las comunidades. En la experiencia, el trabajo se inicia investigando las historias de violencia de las familias, escuelas y del entorno de los niños y adolescentes para comprender eso que los rodea y cómo los afecta. El principal interés está en procurar espacios menos violentos y más creativos para los niños, pero esta idea se ha conseguido con que en Venezuela la violencia es un tema complejo que marca familias y comunidades enteras, generando dinámicas comerciales y sociales muy diferentes a las de una década atrás. En las investigaciones, se han topado de frente con una forma de violencia que se disfraza de única salida rentable y a una visión del arma vista como supuesta herramienta para proteger. Han escuchado y registrado en dibujos y fotografías las historias de miles de víctimas, cientos de ellas niños que tienen entre su memorabilia personal una o varias balas sesgando su historia.

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Historia número 2, 3, 4… Luego del ejercicio con los chamos, un café sirvió de transición antes de encontrarse con sus madres. Todas esperaban sus lápices de colores y se extrañaron cuando las invitamos a hablar. Ésta vez no eran cinco: el número aumentó a nueve. Luego de pedirle a María permiso para compartir su historia, las invitamos a todas a revisar su comunidad desde su propia casa, desde su propia vida. No con los ojos de quien cuestiona a las autoridades ni de quien pertenece a un consejo comunal: les pedimos contarse desde su cotidianidad, desde su día a día.

Eso permitió que la narración cambiara a primera persona, aquello que la semana pasada era la historia de una vecina que le pegaba a su hijo se convirtió en su propia vivencia. No tenían sentido las excusas, no se juzgaba a nadie, se compartían los miedos, las debilidades y las fortalezas. Ese día las historias sobre la violencia se escribieron desde las puertas de las casas hacia adentro y durante un tiempo se instalaron allí, justo donde conviven con sus frustraciones y sus necesidades.

“Aparte de tener mis cosas, me afectan las cosas de otros. Tengo una hermana que tiene dos niños y no se ocupa mucho de sus hijos. Al niño mayor lo violó la pareja que ella tenía y no le importa, quiere andar para arriba y para abajo. No se ocupa de sus niños como debe ser”.

“A veces siento que no puedo como salir adelante con los niños y quisiera salir corriendo y quisiera que me ayudaran a saber cómo hablarles, porque tengo dos: una adolescente y uno pequeño. Y es difícil. El comportamiento es diferente”.

“No siento mucho apoyo de mi pareja. Siento que en mi casa es todo yo y eso también me pone estresada, a pesar de que él es bueno. Él no bebe licor ni fuma. Es sano. Él dice que a él lo criaron así: es una persona apática. Bueno, a lo mejor tengo otras cosas… pero será más adelante que las cuente”.

Ese más adelante y esas otras cosas representan la vida de muchas mujeres solas, en casas hechas de zinc, cartón o bahareque. Mujeres cabeza de familia a quienes no les alcanza el dinero, que le tienen miedo al tiempo, que se sienten solas, que quieren “echar pa’ lante” pero ven ese paso como un maratón larguísimo de correr. Estas mujeres pasan horas esperando una camionetica o caminan con sus niños más de una hora para llegar al colegio. En algunos casos son la pareja de algún señor, como Margarita, la mamá que nos esperaba al salir de la sesión y que pidió conversar aparte con nosotros para contarnos que durante seis meses se fue de su casa y dejó a sus cuatro hijos solos con su papá. Regresó arrepentida, según sus propias palabras, y con ganas de que todo cambiara y mejorara. Por eso estaba allí: porque necesitaba contarle a alguien por qué se fue y ver cómo podía cambiar las cosas ahora que había vuelto.

La primera discusión que Margarita tuvo con su esposo fue porque ella trabajaba en Caracas. Eso la obligaba a salir muy temprano y, generalmente, a regresar muy tarde. Su pareja un día “se cansó de la situación” y le exigió llegar más temprano. Cuando ella le pidió que trabajara y trajera más dinero a la casa para ella poder regresar más temprano y pasar más tiempo en la casa con los niños, él le pegó. Con más furia que miedo se fue de su casa y pasó dos días en casa de su mamá.

Regresó luego de que su esposo se lo pidió muchas veces y le puso como condición no volver a tocarla nunca más. Él comenzó a salir más de la casa y ella a llegar más temprano. Seguía trabajando toda la semana, esperando compartir con él y sus niños el fin de semana. Pero al llegar el viernes en la noche, su marido “se apeaba con un bolso con algo de ropa y comida y se iba a cazar”. Para Margarita, la cacería suponía una excusa increíble para ocultar sus salidas con otras mujeres o incluso con sus amigos. Comenzó a sentirse sola, a dejar de sentirse bonita, a dejar de sentirse amada y un día, luego de regresar tarde a la casa y discutir con él, se fue.

Olvidó una sola cosa: que al irse estaba dejando a sus hijos. Eso lo reconoció seis meses después, cuando pensó que quizás a ellos les hacía mucha falta verla. Lo reconoció cuando se enteró que su vecino había matado de un disparo a su vecina luego de haberla herido con un machete. Entonces sintió miedo por sus hijos, los cinco pequeños que había dejado atrás al salir huyendo.

Las estadísticas. Lo que podría sonar como la historia aislada de un adolescente o de familias que viven en comunidades rurales y violentas, se repite cientos de veces en un mes, miles de veces en un año, en toda Venezuela. No se trata de una rareza. Por el contrario, las estadísticas incluidas en los Anuarios de Mortalidad del Ministerio del Poder Popular para la Salud confirman que más de 136.568 venezolanos han muerto entre 1999 y 2010 en historias similares a éstas. No todas las historias tienen que ver con ajustes de cuentas, con problemas entre parejas o con tráfico de estupefacientes. Muchas están relacionadas con robos, secuestros y balas perdidas. Eso sí: todas tienen en común el uso de armas de fuego.

No todas son clasificadas como homicidios. Se les clasifica también como agresiones con armas de fuego e incluso como lesiones con armas de fuego de intención no determinada. Lo cierto es que, se les llame como se les llame para diversificar las estadísticas, el hecho incluye la muerte de un venezolano causada por otro al disparar una o varias balas en su contra.

De acuerdo con Pablo Fernández Blanco, quien fue Secretario Técnico de la extinta Comisión Presidencial para el Control de Armas, Municiones y Desarme, en las investigaciones realizadas por CODESARME “cruzamos la variable de armas de fuego que se han comercializado en el país durante los últimos treinta años con la tasa de homicidios y la curva va casi de la mano. Cuando aumenta la venta de armas, aumentan los muertos. Cuando se frena la venta de armas y comienza a bajar la tasa de homicidios, vuelven a abrir la comercialización de armas… y vuelve a subir la tasa de homicidios. Van bailando pegado”.

A pesar de contar con este tipo de hallazgos en las investigaciones realizadas, y después de año y medio, el balance de la Comisión Presidencial para el Control de Armas Municiones y Desarme no estuvo acompañado por una disminución del índice de muertes violentas ocasionadas con armas de fuego. Según los informes del Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (CICPC), en 2011 se cometieron 18.850 homicidios. Sin embargo, para el Ejecutivo, la cifra “real” que señaló el entonces ministro Tareck El Aissami era 14.092 homicidios.

En 2012 el entonces Ministro de Interior y Justicia, Nestor Reverol, señaló durante el Encuentro entre Autoridades de Estado sobre el Programa Oficial contra la Violencia, de la Misión A toda vida Venezuela, que ese año cerraba con aproximadamente 16.000 homicidios, lo que representaba según sus declaraciones 55 muertes por cada 100.000 habitantes.

Al cierre de 2013 el actual Ministro de Interior y Justicia, Miguel Rodríguez Torres, señaló que la Misión A Toda Vida Venezuela, plan de seguridad que se creó a partir del cierre de la Comisión Presidencial para el Control de Armas Municiones y Desarme y que se fundamenta en la intervención militar en labores de seguridad ciudadana, había logrado disminuir los homicidios a una tasa de 39 por cada 100.000 habitantes. Esto significaría la menor estadística nacional registrada desde 2006, porque representaría alrededor de 11.300 homicidios en todo el año.

A pesar de estas declaraciones, las cifras registradas por la ONG Observatorio Venezolano de Violencia ascienden a 24.763 muertes violentas en 2013. Las publicaciones de estadísticas recogidas en prensa dan cuenta de 568 muertes violentas sólo en Caracas durante el mes de diciembre, 503 en octubre y 497 en julio. Sumando a estas estadísticas las cifras recogidas en el resto del país y las declaraciones del exministro Reverol, quien señaló que entre el 1ero de enero y el 29 de mayo la cantidad de muertes violentas sumaba 6050 homicidios, resulta poco transparente el mecanismo de recolección o la política de acceso a la información del Ministerio de Interior y Justicia.

De acuerdo con el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), más allá de las inconsistencias en las cifras, en Venezuela estamos frente a una epidemia causada por la violencia. Y esta epidemia le ha costado al país millones de dólares y ha dejado miles de historias como las de El Gringo, Margarita o la de la actriz Mónica Spear y su esposo, asesinados en una autopista cuando regresaban de vacaciones frente a su hija de cinco años. La pequeña que presenció cómo sus padres eran asesinados recibió un disparo en una pierna.

Las historias que marca la violencia, las familias que quedan rotas en pedazos, los niños y las niñas que quedan en situación de orfandad, el dolor y la rabia por superar, la venganza con rostros de padres, madres o hermanos menores, no se interesan por las estadísticas. Son asuntos superiores y muy complejos, cuya resolución requiere de algo distinto a más militares, más armas o más balas en las calles.