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La rumba y la furia, por Alberto Salcedo Ramos

Por Alberto Salcedo Ramos | 17 de diciembre, 2013

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En Colombia nunca faltan motivos para la rumba: aquí se rumbea para festejar un buen suceso, para olvidar una desventura, y por cualquier otra razón.

Se rumbea para inaugurar, para clausurar, para homenajear, para desagraviar, para resistir, para gozar.

Se rumbea por el bebé que nació ayer y por el abuelito que murió antier; se rumbea porque hay semillas, porque empezamos la siembra, porque recogimos los frutos. Y si la cosecha se pierde, de todos modos rumbeamos, pues seguimos vivos.

Según la consultora Mercer, Colombia es el país con el mayor número de días festivos al año: dieciocho. Aquí le hacemos festivales y reinados a lo que sea: al arroz, al coco, a la panela, a la hamaca, al café, al burro, al frito, a las tamboras, al carbón.

En la memoria nacional hay imágenes de presidentes, empresarios, magistrados, legisladores, deportistas, filántropos, guerrilleros y paracos rumbeando. Se rumbea porque sí y porque no, porque esto y porque lo otro. Si no rumbeas tú, rumbeo yo; si no rumbeo yo, rumbea la vecina. Aquí la vida y la muerte suceden mientras se oye alguna rumba.

Rumbeamos porque en el Día del Trabajo se descansa y porque en el día de descanso se fiestea.

En las fiestas se forjan alianzas políticas, se piden puestos administrativos, se deciden licitaciones públicas, sacamos a flote el inconsciente, le decimos al jefe lo que verdaderamente pensamos de él, le contamos al amigo lo que nunca le habíamos contado, nos ponemos eufóricos, melodramáticos, belicosos, locuaces, impertinentes. En resumidas cuentas, mostramos lo que somos.

Así que para retratarnos, nada más oportuno que vernos mientras rumbeamos. En la rumba mostramos nuestra mejor cara, y también la peor. Rumbeamos por solidaridad: para recoger fondos y ayudar a un enfermo, o por conveniencia: para congraciarnos con un narcotraficante como Fritanga y con un fanático peligroso como el Procurador el día de la boda de su hija.

Aquí siempre hay una fiesta atravesada en las noticias, sean estas buenas o malas. Nuestro destino como país se ha ido forjando en las fiestas. Aquí las calamidades se vuelven asuntos bailables, y por supuesto, los asuntos bailables se vuelven calamidades.

En las fiestas se cometen masacres como la de Mejor Esquina, y en las masacres se improvisan fiestas como la de los paracos en El Salado, cuando mataron a la gente entre redobles de tambores.

Por eso no es sorprendente que los empleados del Senado hayan protestado esta semana, histéricos, porque la presión de la prensa hizo que se suspendiera su fiesta ostentosa.

─¿Qué queremos?─ preguntaba la líder del mitin.

─¡Fiesta…!─ le contestaban sus compañeros.

Cualquier extranjero que hubiera visto las imágenes de la protesta en un televisor sin audio, habría pensado que los protestantes andaban comenzando una farra, porque aquí la rabia y la fiesta siempre se confunden.

La pachanga y la furia: ahí estamos pintados. En nuestro país bárbaro los habitantes pocas veces protestan por la falta de pan, pero eso sí: por ninguna razón toleran la falta de circo.

Alberto Salcedo Ramos 

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