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Santa y la Bella Época latinoamericana, por Arturo Almandoz

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En algunas de mis noches televisivas, cuando el sueño no me vence, he alcanzado a ver por el canal mexicano De película, la versión hollywoodense de Santa, dirigida por Norman Foster y Alberto Gómez de la Vega en 1943. Si bien hay otras versiones cinematográficas, incluyendo la pionera de 1931, que se supone sea la primera película sonora del cine azteca, la protagonizada por Esther Fernández en lugar de Dolores del Río —pensada para el mismo proyecto que iba a rodar Orson Welles, antes de que los amante se separaran— es considerada un clásico de las producciones latinas de la MGM. Además del protagonismo de la Fernández, quien inaugurara la Edad de Oro del cine mexicano con Allá en el Rancho Grande (1936), la cinta fue realzada con Ricardo Montalbán en el elenco, mozo y guapísimo en su papel del torero Jarameño, uno de los amantes de Santa; ello fue antes de que el galán migrara a Hollywood y terminara haciendo comerciales de Chrysler, hasta que fuera rescatado por La isla de la fantasía y otras series televisivas en los años setenta.

Suerte de best seller en las postrimerías del México porfirista, la novela homónima de Federico Gamboa, publicada en 1903, parte de la historia de una inocente provinciana de Chimalistac; estuprada por un apuesto oficial, la joven sufre el repudio de su familia y termina como prostituta en la capital que, como Santa misma trasuntara, dejaba de ser gran aldea pacata para trocarse metrópoli babélica. Al igual que en otras obras que recrean  ese cambio de bastidores en las urbes poscoloniales – de La bolsa de Julián Martel en Buenos Aires, a la Quincas Borba de Machado de Assis en Río – lo que más me sedujo al leer la novela de Gamboa fue el urbanizado catálogo de escenarios y personajes del primer fin de siglo republicano. En Santa encontré por vez primera el México de las multitudinarias concentraciones en la plaza de Armas, bordeada por el palacio Nacional y la Catedral, como en la temprana república, pero de mejor acceso ahora a través de los tranvías y las anchas avenidas; un Zócalo más cosmopolita y vivaz, coloreado a la sazón por innúmeros restaurantes y cantinas, por el café de París y el Tívoli Central. De esa urbe que superaba las 325 mil almas en el 1900 hizo su patria la joven provinciana trocada en meretriz, como ocurriera con las cortesanas decimonónicas de Honoré de Balzac o Émile Zola. Y también como éstas, completando el simbolismo que de “la metrópoli secular y bella” ofreciera Gamboa – alegórico de las concupiscentes ciudades burguesas del centenario republicano — Santa exhibe su engañoso esplendor en la noche antigua y efímera, “cien veces pecadora”, populosa y esplendente. Es una nocturnidad que está muy lejos ya de la de aquellas “grandes aldeas” conservadoras y adormecidas, que como en la novela epónima de Lucio López sobre Buenos Aires, todavía se desperezaban de la Colonia en los primeros tiempos independientes.

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Si bien algunos de esos escenarios urbanos no aparecen en la cinta, quizás debido a los elevados costos de producción que habría supuesto, la película conjuga varios motivos estéticos, culturales y sociales de la Bella Época latinoamericana presentes asimismo en la novela. Además del elegante vestuario de Santa y sus compañeras de lupanares, abundantes en sombreros con plumas, ajustados corpiños y abullonadas faldas con polisones a la moda de entre siglos, los burdeles por los que Santa transita compendian el europeísmo criollo  de  salones y paseos porfiristas. En el apogeo de su Belle Époque mestiza, preparándose para el centenario republicano, don Porfirio mismo había comisionado el palacio Legislativo en 1897 a Émile Bernard – asistente de Charles Garnier, arquitecto de la ópera parisina – así como los de Correos y de Bellas Artes a Adamo Boari; este último edificio sería concluido décadas después, tal como lo delatan sus toques art déco, mientras que la cúpula del primero terminaría como monumento epónimo de la Revolución. Y en el crepúsculo de ese eclecticismo porfiriano, la renovación del paseo de la Reforma reconstruyó monumentalmente la historia mexicana, con el Ángel de la Independencia de Antonio Rivas Mercado, en tanto símbolo universal de modernidad y soberanía nacionales.

Desde las variopintas conversaciones de sobremesa hasta el fervor por las corridas de toro, especialmente la que el Jarameño protagoniza en la tarde en la que Santa lo traiciona con un viejo amante, también se respira, tanto en la novela como en la película, algo del arielismo y modernismo que informaron a la sazón el clima intelectual hispanoamericano. Sobre todo después de la derrota de España por Estados Unidos en la fulminante guerra de 1898, cuando perdiera sus últimas posesiones en el Caribe y el Pacífico, Rubén Darío fue una de las voces más altísonas de ambas corrientes, que entreveraron posturas políticas con literarias; antes de llegar a México en 1910 en baño de multitudes, el vate había proclamado su enemistad definitiva contra los yanquis bárbaros, quienes habían humillado a “la Hija de Roma, la Hermana de Francia, la Madre de América”. Tal como testimonian las historias de algunos personajes novelescos, el hundimiento del imperio de marras precipitó el reencuentro de la Madre Patria con las otrora colonias, como también lo reconociera José Vasconcelos, futuro adalid de la Revolución y miembro antes del Ateneo de la Juventud, primero de los cenáculos intelectuales del México finisecular: “A la hora en que España comenzaba a ser negada por la Generación del 98, jamás repuesta del traumatismo de la derrota, nosotros, los vástagos separados hacía un siglo, comenzábamos a levantar el español como bandera”.

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La presencia de actores españoles en la Santa del 43 era característica de la industria cinematográfica de la Edad de Oro, cuando muchos exiliados de la Guerra Civil y el franquismo llegaban al México de Lázaro Cárdenas y Manuel Ávila Camacho; pero de hecho están ya perfilados motivos y caracteres hispanos en la novela, entre los que destacan las regentas de pensiones como doña Nicasia y las madamas de lupanares como doña Elvira. En la literatura del período, incluyendo novelas de los venezolanos Pío Gil, Rufino Blanco Fombona y José Rafael Pocaterra, ambos recintos aparecen frecuentemente como laboratorios del debate público sobre la “indispensable higiene a que se tiene que apelar con objeto de correr los menos riesgos en la profesión” prostibularia; primer mandamiento del progresismo médico de la Bella Época, esa Higiene encabezaba el “catecismo completo”, el “manual perfeccionado y truhanesco de la prostituta moderna y de casa elegante” que la madama española recitara a Santa cuando llegara a su céntrica mancebía.

Más allá de las casas de vecindad y los lupanares que ambientan buena parte de la novela y la película, la cruzada por la higiene y el saneamiento se extendían en el México porfirista: entre 1896 y 1903, el ingeniero Roberto Gayol desarrollaba proyectos desde la oficina sanitaria de la capital; en 1907, el también ingeniero Miguel Ángel Quevedo, integrante del Consejo Superior de Salubridad, promovió y presidió la Comisión de Embellecimiento y Mejoras de Ciudad de México. Su labor fue complementada desde el mismo Consejo por el doctor Eduardo Liceaga, quien tuvo participación en las Conferencias Sanitarias Panamericanas, la tercera de las cuales se celebró en la capital azteca en 1907. No obstante las preocupaciones y mejoras durante el porfiriato, el destacado ingeniero y político Alberto J. Pani, afín a la venidera causa revolucionaria, denunció en su tratado La Higiene en México (1916) que la mortalidad capitalina era de 42,3 por mil para 1911, lo que la colocaba increíblemente por encima de las grandes ciudades europeas y norteamericanas, solo comparable a Madrás, en la India británica, donde alcanzaba a 39,5.

Al igual que ocurriera con Pardo Bazán y Pérez Galdós en España, así como con Balzac, Zola y Flaubert en Francia, esas preocupaciones higiénicas y sanitarias a menudo asoman en el trasfondo de la novelística realista y naturalista de la que Santa, como una Nana criolla, ofrece muestra en el México novecentista. También destaca en esa narrativa de entre siglos el reconocimiento descarnado de la nueva hidra metropolitana, con sus refinados esplendores burgueses y sus corruptelas políticas, atravesada tempranamente por una masa inmigrada y obrera que arrastra sus endemias sociales, componentes todos captados con pinceladas naturalistas. Al igual que en la novelística francesa decimonónica, el protagonismo femenino fue con frecuencia la mejor manera de alegorizar la mutación urbana: además de los ejemplos de Lucía Jerez de José Martí y de la ya mencionada Quincas Borba de Machado de Assis, valga destacar en ese sentido a Juana Lucero (1902), de Augusto D’Halmar; el escritor chileno ofreció un sombrío retrato de la prostituta hija del diputado conservador y la costurera pobretona, secundados de un elenco que espejea desde el barrio Yungay no solo el agitado Santiago coetáneo, sino que prefigura al mismo tiempo la ciudad dual de la novelística por venir.

Muchos de esos ingredientes  sociales y urbanos, médicos y literarios del realismo y naturalismo latinoamericano se entreveran en la obra original de Gamboa, así como en la versión cinematográfica de 1943. Sin embargo, además de las ya señaladas peculiaridades que había captado en mi lectura de la novela, la recreación fílmica y la interpretación de la Fernández captan muy bien cómo, a diferencia de la muerte pecaminosa de la cortesana de Zola, la heroína de Gamboa parece redimida al final de la trama. Una vez purificada por el tratamiento médico y el amor de Hipólito – desagraciado pianista ciego del burdel de Elvira y sempiterno enamorado de la mujerzuela – la muerte tras los sufrimientos prolongados y la cirugía infructuosa permiten a Santa alcanzar la cualidad mariana que su nombre convoca en el rezo final de Hipólito: “Santa María, Madre de Dios, Ruega, Señora, por nosotros los pecadores…”.