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Hacia el fundamentalismo, por Juan Gabriel Vásquez

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Leo en revista Semana acerca de la propuesta de un grupo de concejales cartageneros: institucionalizar el mes de la Biblia.

El proyecto quiere que cada año, durante el mes de octubre, que el Distrito vaya por los colegios y las universidades “incentivando” la lectura de la Biblia, y una de esas concejales quisiera incluso que las sesiones del Concejo comiencen así. No he podido saber si sus intenciones son las mismas que animaban a esa otra concejal, samaria y evangélica, que, según contaba Héctor Abad hace unas semanas, ha conseguido aprobar su propia forma de la irracionalidad: de ahora en adelante se leerá la Biblia antes de las sesiones en que esta mujer participa con el objetivo de desenmascarar a los adúlteros y a los fornicadores, porque la Biblia descubre (sic) las “intenciones del corazón”. Pero vuelvo y digo: no sé si los concejales cartageneros y la concejal samaria comparten la misma idea de los usos múltiples que se le puede dar a la Biblia. Sé, en cambio, que a todos los mueven las mismas fuerzas profundas: la transformación de la fe en politiquería, el fundamentalismo y la guerra abierta contra el Estado laico.

Lo de la transformación de la fe en politiquería es evidente: lo que estos concejales quieren es conseguir votos —así estén respaldados por sus convicciones genuinas—, y en eso no son distintos del senador Roy Barreras, que hace tres años andaba vendiendo las leyes de la República a cambio de votos cristianos. Lo del fundamentalismo, en cambio, es un asunto más de fondo, y puede llegar a ser alarmante; pero la palabrita genera todavía tantos malentendidos que ponerla en la mesa casi siempre conduce a más confusión que soluciones. Pero yo, al leer acerca de ese pastor que decía, sin el menor asomo de duda, que “todas las leyes sabidas vienen de la Biblia”, tengo que ceder a la molesta evidencia de que en todo este movimiento hay poderosos rasgos de fundamentalismo. El fundamentalista religioso, para que nos aclaremos, es esa persona convencida de que la secularización de la sociedad es una muestra de decadencia, y de que la única manera de vivir es el regreso a hechos fundamentales de la religión. Y esos fundamentos, para un cristiano, están en la Biblia.

De ahí que el Estado laico les genere tantos problemas. El fundamentalista cree que un Estado laico es un Estado ateo o agnóstico o, como dicen los concejales cartageneros, “indiferente ante los sentimientos religiosos de los colombianos”. Pero el laicismo, lejos de indiferencia, es más bien neutralidad: preocupación por generar un espacio en que todos puedan ejercer libremente su fe o la falta de ella. El Estado laico, al no tomar parte por ninguna religión, protege el libre ejercicio de todas. Al fundamentalista, claro, esto le parece amenazante: la idea de compartir el mundo (o el país, o el departamento, o el concejo) con gente que cree en otros dioses, ya no digamos con gente que no cree en ningún dios, se acerca mucho al tormento. El fundamentalista quiere corregirlos a todos, educarlos a todos, y quiere que la ley y el Estado colaboren con esa educación. Por ejemplo, imponiendo por ley la lectura de su libro sagrado. Para que nos salvemos todos los demás: los que no creemos, los que no queremos imponerles nada, los que sólo esperamos que nos dejen en paz.