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De Argel a Macuto, por Federico Vegas

A veces estamos leyendo un libro y, de pronto, nos invade la necesidad urgente de compartir lo que acabamos de leer. Hay algo que nos sobrepasa, que nos vuelve prodigiosamente generosos, y sabios, porque también sentimos que por algún oportuno prodigio lo que acabamos de leer nos pertenece. Se trata de una idea muy nuestra, aunque vaga, que aguardaba en nuestro interior a que un extraño propiciara su manifestación.

Emerson lo anunció antes que Borges: existe “una mente común a todos los individuos”. Lo que Platón pensó lo podemos pensar; lo que un santo sintió podemos sentirlo; lo que en cualquier época le ha sucedido a cualquier hombre podemos entenderlo. Esto explica la emocionante apertura que nos ofrecen algunas lecturas hacia lo universal y hacia lo íntimo, como un relámpago capaz de iluminar el mundo y los más oscuros pasadizos de nuestra alma. Insiste Emerson: “De la mente universal todo individuo es una encarnación más”.

Pero luego pasa el temporal y cesa ese estado de suspensión que nos eleva más allá de toda medida y prudencia al jurarnos geniales. Volvemos entonces al usual ritmo de una convencional lectura sostenida por ese tenue hilo que une dos experiencias tan mecánicamente lejanas como el estar leyendo de una sentada lo que alguien escribió quizás en diez días de meditaciones y correcciones, y sumidos en este usual estado, nunca llegamos a lanzar ese llamado que tiene algo de pedido de auxilio y mucho de alegría, y ni siquiera nuestro prójimo más cercano llega a enterarse de que hemos vivido la encarnación que Emerson pregona.

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Desnudo tras mantilla (1946), de Armando Reverón (1889-1954)

De manera que propongo compartir esos instantes, esas partes, antes de terminar el libro, o incluso si, a la larga, este llega a fastidiarnos. A manera de ejemplo, y antes de que me abandone el ángel de las emociones, aquí les presento dos textos que me han conmovido.

El primero es el inicio de un ensayo de Albert Camus: “Verano en Argel”. Hagan el ejercicio de suplantar la palabra “Argel” por “Caracas” y sentirán que Camus describe nuestra tierra como si hubiera nacido y vivido entre nosotros. Tantas veces he sentido esa ciudad que día a día me confronta con “su esplendor y su miseria”. El Ávila es la principal riqueza que nos adormece con sus “esterilizantes excesos”.

El segundo texto es un fragmento de la breve novela de César Aira, El congreso de literatura (1997). Aira debe haber sabido que el punto de partida del “Hilo de Macuto” coincide con la ubicación de Castillete (ubicado a cien metros de Las Quince Letras), pero se calla este dato. O mejor aún si en verdad lo ignora, pues entonces serían aún más mágicas y enigmáticas sus referencias a Reverón cuando nos habla de un “enigma sin respuesta”, de “un extraño monumento de ingenio que atravesó indescifrado los siglos y en el proceso se volvió parte de una Naturaleza”, de ese artista capaz de “idear el maravilloso instrumento que servía a la vez para ocultar el botín y recuperarlo”, de una obra “siempre invicta ante las manipulaciones groseras y hasta brutales de los buscadores de tesoros (todo el mundo lo es), ante los depredadores, los curiosos, y las legiones de turistas”. También habla Aira del “velo de sueños que es la sustancia de la realidad”, de“fragilidad invencible”, de captar“la luz antigua de las navegaciones y las aventuras”.

Es fácil encontrar en la web ambos textos completos y disfrutar con otros estímulos y analogías. Toda oportunidad es buena para pensar en Caracas y en Reverón.

Fragmento del ensayo “Verano en Argel”, de Albert Camus

Los amores que se comparten con una ciudad son, a menudo, amores secretos. Ciudades como París, Praga y aun Florencia, están cerradas sobre sí mismas, limitan de este modo el mundo que les es propio. Pero Argel, y con ella ciertos ambientes privilegiados como las ciudades sobre el mar, se abren al cielo como una boca o una herida. Lo que en Argel se puede amar es aquello de que todo el mundo vive: el mar a la vuelta de cada calle, un cierto peso del sol, la belleza de la raza. Y, como siempre, en este impudor y en esta ofrenda se reconoce un perfume más secreto. En París se puede sentir una nostalgia por espacio, por un batir de alas. Aquí, al menos, el hombre está colmado y, seguro de sus deseos, puede medir entonces sus riquezas.

Sin duda se precisa largo tiempo en Argel para comprender lo que puede tener de esterilizante un exceso de bienes naturales. Nada hay aquí para quien quisiese aprender, educarse o mejorarse. Este país no tiene lección que dar. Ni promete ni deja entrever. Se contenta con dar, pero profusamente. Se entrega del todo a los ojos y se le conoce desde el momento en que se le goza. Sus placeres no tienen remedio, ni esperanza sus alegrías. Lo que exige son almas clarividentes, es decir, inconsolables. Pide que se haga un acto de lucidez como se hace un acto de fe. ¡Singular país que, al mismo tiempo, da al hombre que nutre su esplendor y su miseria! No es sorprendente que la riqueza sensual de que está provisto un hombre sensible de estas comarcas coincida con la más extrema desnudez. No hay verdad alguna que no lleve consigo su amargura. ¿Cómo asombrarse entonces de que no ame yo tanto el rostro de este país cuanto lo amo en medio de sus hombres más pobres?

Fragmento de “El hilo de Macuto”, primera parte de la novela El congreso de literatura, de César Aira

En un viaje que hice recientemente a Venezuela tuve la ocasión de admirar el famoso “Hilo de Macuto”, una de las maravillas del Nuevo Mundo, legado de anónimos piratas, atracción del turismo y enigma sin respuesta. Un extraño monumento de ingenio que atravesó los siglos indescifrado y en el proceso se volvió parte de una Naturaleza que en esas latitudes es tan rica como todas las renovaciones que promueve. Macuto es una de las localidades costeras que se suceden a los pies de Caracas, vecina de Maiquetía, donde está el aeropuerto al que yo había llegado. Me alojaron provisoriamente en Las Quince Letras, el moderno hotel levantado frente al parador y restaurante del mismo nombre, sobre la costa misma. Mi habitación daba al mar, el Caribe enorme y a la vez íntimo, azul y brillante. El “Hilo” pasaba a cien metros del hotel; lo descubrí desde la ventana, y fui a verlo.

En mi infancia, como todo niño americano, yo me había empapado en vanas especulaciones sobre el Hilo de Macuto, en el que se hacía real, tangible, vestigio vivo, el mundo novelesco de los piratas. Las enciclopedias (la mía era el Tesoro de la Juventud, que nunca como en esas páginas merecía su nombre) traían esquemas y fotografías, que yo reproducía en mis cuadernos. Y en mis juegos desataba los nudos, descubría el secreto… Más tarde vi documentales sobre el Hilo en la televisión, compré algún libro sobre el tema, y tropecé con él muchas veces en mis estudios de la literatura venezolana y caribeña, donde es un leitmotiv. También seguí, como todos (aunque sin un interés especial) las noticias que traían los diarios sobre nuevas teorías, nuevos intentos de descifrar el enigma… El hecho de que siempre fueran nuevos era indicio suficiente de que los anteriores habían fracasado.

Según la leyenda inmemorial, el Hilo debía servir para izar del fondo del mar un tesoro, un botín de valor incalculable puesto allí por los piratas. Uno de los piratas (todas las indagaciones en crónicas y archivos han fallado en identificarlo) debió de ser un genio científico artístico de primera magnitud, un Leonardo a bordo, para idear el maravilloso instrumento que servía a la vez para ocultar el botín y recuperarlo.

El aparato tenía una simplicidad genial. Era, como el nombre lo dice, un “hilo”, uno solo, en realidad una cuerda de fibras naturales, tendida a unos tres metros sobre la superficie del agua sobre una hoya marina que hace el fondo cerca de la costa de Macuto. En la hoya se perdía un extremo del hilo, que pasaba por una suerte de roldana natural de piedra en una roca emergida a doscientos metros de la orilla, daba una voltereta de nudos corredizos en un obelisco también natural en tierra, y de ahí subía a dos montañuelas de la cadena costera para volver al “obelisco”, en una triangulación. Sin necesidad de restauraciones, el dispositivo había resistido intacto el paso de los siglos, sin cuidados especiales, al contrario, siempre invicto ante las manipulaciones groseras y hasta brutales de los buscadores de tesoros (todo el mundo lo es), ante los depredadores, los curiosos, y las legiones de turistas.

Yo fui uno más… El último, como se verá. Resultó ligeramente emocionante verme frente a él. No importa lo que se sepa de un objeto famoso: estar en su presencia es otra cosa. Hay que encontrar la sensación de realidad, despegar el velo de sueños que es la sustancia de la realidad, y ponerse a la altura del momento, del Everest del momento. Innecesario decir que soy incapaz de esa hazaña, yo más que nadie. Aun así, allí estaba… bellísimo en su fragilidad invencible, tenso y delgado, captando la luz antigua de las navegaciones y las aventuras. Pude comprobar que era cierto lo que decía de él: que nunca estaba del todo callado. En las noches de tormenta el viento lo hacía cantar, y los que lo escucharon durante un huracán quedaron obsesionados de por vida con su aullido de lobo cósmico. Todas las brisas marinas habían tañido esta lira de una sola cuerda, el ayudamemorias del viento. Pero aun esa tarde, con el aire inmóvil (si un pájaro hubiera soltado una pluma, habría caído en línea recta), su rumor atronaba. Eran graves y agudos microtonales, muy dentro del silencio.

Mi presencia ahí frente al monumento tuvo grandísimas consecuencias, objetivas, históricas; no sólo para mí sino para el mundo. Mi presencia discreta, inadvertida, fugaz, casi la de un turista más… Porque esa tarde resolví el enigma, hice funcionar el dispositivo dormido y saqué el tesoro del fondo del mar.